En México, durante muchos años se consideró irrelevante el asunto de la titularidad de los derechos derivados de los activos intangibles de propiedad industrial —esos que se obtienen con base en la inventiva, como los correspondientes a las patentes, los modelos de utilidad y los diseños industriales—, generados a partir de investigaciones financiadas con dinero público. Ha sido hasta recientemente cuando estos derechos se han convertido en materia de discusión en algunos círculos académicos, a raíz de que en el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) se decidió incluir cláusulas específicas para este asunto particular en los convenios que celebra con los investigadores a quienes les otorga fondos del erario.
Por supuesto, es de celebrarse que por fin se le esté dando a este tema la relevancia que merece; sin embargo, en las discusiones habitualmente salen a la luz, además de un enorme desconocimiento en la materia, ciertas concepciones que van precisamente en contra de la razón de existencia de los derechos patrimoniales de la propiedad industrial en todo el mundo. Muy frecuentemente se les confunde con los derechos morales vinculados al derecho de autor, como los que se les confiere a los autores de obras literarias, arquitectónicas, musicales, etc., que se caracterizan por ser inalienables e irrenunciables; es decir, porque nadie puede apropiarse de ellos, ni siquiera por coacción sobre sus creadores.
Pero dejando resuelta esta separación clara que existe entre los ámbitos de la propiedad industrial y de los derechos de autor, todavía prevalece otra de fondo que lleva a discusiones interminables respecto a quiénes tendrían que ostentarse como los titulares de dichas invenciones. En la mayoría de los casos se tiende a reflexionar en el sentido de que si los inventores fueron un equipo de académicos entonces tendrían que ser estos quienes recibieran dicha titularidad.
Otra argumentación va justamente en el sentido opuesto: si los investigadores pudieron desarrollar su inventiva hasta materializarla fue, sin duda, gracias a que contaron con los apoyos requeridos: un salario asegurado, el financiamiento necesario para adquirir equipo científico y los consumibles, unas instalaciones para llevar a cabo los experimentos, apoyo técnico para construir los prototipos de laboratorio o “feos”, etc. Y por esto mismo es que los activos de propiedad industrial resultantes pueden considerarse como trabajo bajo encargo y la titularidad de sus derechos patrimoniales deben corresponder al patrón; en estos casos la institución de investigación o de educación superior para la que laboren los inventores, o para estas y las entidades que contribuyeron al financiamiento, Conacyt, por ejemplo.
La realidad es que cualquiera de este par de escenarios resulta muy poco efectivo para fomentar la cultura innovadora de una nación. Incluso en las economías más desarrolladas e innovadoras existen muy pocas universidades que cuentan con mecanismos eficientes para transferir la tecnología al sector productivo. Por otra parte, entregarle al académico los derechos patrimoniales de sus invenciones reduce significativamente las probabilidades de que los desarrollos puedan alcanzar los niveles más elevados de madurez de la tecnología, que los conviertan en reales productos innovadores. En tales escenarios el “prototipo feo”, ese que le permitió al investigador demostrar la aplicabilidad de su idea ante el examinador para que este dictamine conceder la figura legal correspondiente, aún requiere de cuantiosas inversiones y mucho tiempo de desarrollo para alcanzar la producción en serie.
Es por ello que la transferencia de la tecnología no depende sólo de la academia, sino que se requiere de la industria para que una sociedad pueda beneficiarse de la inventiva de sus investigadores. Al final casi siempre es la industria, cuya vocación es precisamente la de desarrollar negocios y crear riqueza, la que puede culminar exitosamente el proceso de innovación. Pero para ello es necesario despojarnos de las ideas retrógradas que acusan a este sector productivo de apropiarse de los beneficios obtenidos con las contribuciones, ya que cuando las compañías innovan generan empleos mejor remunerados y retribuyen impuestos a la hacienda pública.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.