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En los medios de la comunicación se sabe cómo son los periodistas, quién es honorable y quién corrupto, el salario de un millón de pesos mensuales de una conductora radiofónica o los varios millones de un “líder” informador (y ahora también se sabe sobre las ganancias de tal o cual youtuber o supuesto influencer), se sabe cómo viven o de sus dilapidaciones, de sus menjurjes o de sus simulacros para acarrear agua a sus propios molinos, pero la discreción, que nadie ve como complicidad silenciosa, es premisa adherida de la agenda del oficio periodístico (porque, se dice, perro no come carne de perro, lo cual es sugerir conservar los secretos al interior de la profesión, tal como ocurre con los políticos en la clase política). El siguiente texto, que he encontrado en mi azaroso, y desbalagado, archivo personal, es una prueba fehaciente, me parece, de esta situación… y que en su momento me ganó mil diatribas en mi contra por mi “denuncia” periodística. Me llamaron, como siempre lo hacen los que carecen de argumentos, “resentido” y “gurú de la ética” que, dicen, no poseo (la ética, porque aseguran que gurú sí lo soy, ja). Lo publiqué en dos partes en el periódico El Financiero el jueves 8 de marzo y el viernes 9 de marzo de 2001. Y ahora, a diferencia de antes (ya se verá la argucia escritural para consentir a ciertos protagonistas de la prensa, que hoy mismo, ¡vaya elocuentes contradicciones intelectuales!, están en contra de lo que ellos practicaron en sus años de bonanza), pareciera que nadie tiene “derecho” a creer, ¡ay!, en sus creencias políticas.
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“Siempre me ha intrigado la manera en que la gente, los periodistas, los medios en general, y no se diga los empresarios y los políticos, enriquecen al enriquecido. Lo hacen con tal desfachatez y tal ligereza que incluso, sin proponérselo, ofenden al resto de la modesta sociedad. Hace poco [hay que recordar que estamos en el primer año del siglo XXI], por ejemplo, la directora de una revista de chismes cometió una imprudencia con un actor de la televisión. Uno de sus cazadores fotógrafos lo sorprendió vacacionando con su familia. Ya este personaje había acordado, en buenos términos con la directora de dicha publicación, no ser acosado fuera de las marquesinas. Sin embargo, su foto salió en la portada de uno de los números de lesa revista. Después, un reporterillo quiso entrevistarlo, o algo así, con la condición de que salieran también en la foto su esposa y su pequeña hija. Este actor se negó a posar con la familia. Incomodado por la molesta petición, llamó por teléfono a la directora. Le reclamó, además, que haya usado a uno de sus paparazzi para vender la imagen en una de sus portadas. La directora se sorprendió. ‘Yo nunca he hecho eso’, respondió, muy digna. El actor le dijo el número de la publicación en que se veía caminando con su esposa e hija, distraído de la cámara oculta.
“La directora, sin embargo, negaba el hecho.
“—Yo cumplo mi palabra —argumentaba la directora.
“Apostaron cualquier cosilla: un auto último modelo. Ella, que no había aparecido ninguna foto en la portada; él, que sí. Por supuesto, cuando la directora pidió los últimos números de la revista que dirigía pero que, por lo visto, no supervisaba ni veía cuando ya salía al mercado, se percató, alarmada, de que el actor tenía la razón. Con una mano en la cintura, envió a la casa del actor, muy orgullosa, un carro último modelo. Para corroborarle, según esto, que sí tiene palabra de honor.
“El asunto se ventiló en muchos medios. El actor exhibía feliz su nuevo coche y la directora de los chismeríos se ufanaba del hecho de seguir enriqueciendo al ya enriquecido. No sé, pero supongo que es incapaz de prestarle unos cuantos pesos a algún desesperado reportero suyo o de algún otro medio.
“También me asombra el hecho de que la gente regale cosas a sus enriquecidos ídolos. En una ocasión, en casa de un periodista, hablaba sobre esta envilecida cuestión. No dijo nada. Se puso de pie. Se acercó al televisor, lo encendió, sintonizó un canal. Estaba uno de esos viles programas que solía hacer, con descaro y petulancia, el malogrado Francisco Stanley. Me horroricé.
“—Estamos hablando de una cosa y tú me vienes a imponer algo grotesco —le dije.
“—Tú mira, nada más —respondió, seca la voz.
“Me concentré en las imágenes. Banalidades, vulgaridades, estupidez a granel. De pronto, Stanley pedía a gritos sus regalos, y pasaba por entre el público que sacaba quién sabe de dónde diversos objetos para obsequiar al locutor, que los recibía a veces sin prestarles la menor atención. Esa vez alguien le regaló un Buda precioso.
“—Está igualitito a ti —dijo groseramente Stanley a la persona que se lo había ofrecido con humildad—. ‘Tal para cual, los dos igual de gordos —dijo Stanley ante el escarnio de la mayoría que no dejaba de reírse de su ingeniosa ocurrencia.
“El gordo que había llevado el Buda también se carcajeaba. Me puse de pie y apagué la tele.
“—¿Eso es todos los días? —pregunté al periodista.
“—Todos los días —aseguró.
“Ya se sabe que el enriquecido intelectual Héctor Aguilar Camín fue enriquecido, aún más, durante el sexenio de su amigo Carlos Salinas de Gortari. Pero el ámbito intelectual ha guardado un discreto silencio sobre el caso. No sólo eso. Como recompensa a tal actitud, a tal arrojo, a tal distinción, no sólo ha sido ratificado en sus quehaceres públicos (¡entrevistando por televisión a intelectuales y a personalidades políticas para hablar sobre la democracia y los actos corruptibles que suscita la política misma!) sino, además, ha sido nombrado parte del Consejo Consultivo de la renacida y emprendedora Fundación Cultural Televisa. Aún el poder está de su lado. Por lo tanto, su actuación todavía no merece una descalificación. Es más, ahora resulta que Aguilar Camín es una víctima de Salinas de Gortari. Así lo dice, por ejemplo, Denise Dresser en su editorial publicado en Proceso del lunes 25 de febrero [de 2001]: ‘Aguilar Camín tenía derecho a sentirse atraído por el proyecto de Salinas; tenía derecho a pensar como el presidente y mimetizar sus propuestas para la modernización; tenía derecho a creer que la revolución salinista sacaría al país de su condición tercermundista; tenía derecho a elaborar estudios para el gobierno y pedir un pago al entregarlos. Si se usara el criterio de la distancia para medir la talla moral del mundo intelectual, habría pocos bien librados. La producción intelectual del país está repleta de investigaciones financiadas por el gobierno y aprovechadas por él. El CIDE crece y florece gracias al abono de la asistencia gubernamental. El CIDAC publica estudios útiles para el gobierno y aprovecha los lazos que tiene con él. El ITAM hace investigaciones para el Congreso y nadie lo cuestiona por eso. El Colegio de México elabora su Historia de la Revolución Mexicana con apoyo gubernamental y nadie ha sugerido que sea menos ilustre por ello. Carlos Fuentes y Octavio Paz representaron a regímenes mexicanos en el extranjero y hoy un círculo de creadores se lanza a ocupar los consulados. La relación contractual entre la clase intelectual y la clase gubernamental no tiene por qué quitarle el sueño a nadie. Hasta el momento el escritor es culpable sólo por asociación, no por colusión’.
“Dice Dresser que ‘quienes insinúan que hubo algo ilegal e impropio no tienen los datos para probarlo. Quienes sugieren que hubo discrecionalidad y favoritismo, tienen razón. En el mundo de la política real, donde no hay sociedades abiertas, donde todo sucede a la sombra y es cosa de pocos, Aguilar Camín fue el intelectual sexenal. Pero otros también lo fueron en su momento y eludieron la satanización’. Sin embargo, asegura Denise Dresser, ‘una relación moralmente cuestionable no es necesariamente una relación ilegal’. En todo caso, a Aguilar Camín ‘habrá que cuestionarlo no por su falta de ética sino por su falta de juicio’. Aguilar Camín actuó, pues, como debió haber actuado: como hubiera actuado, y continúa actuando, todo intelectual cercano a la Presidencia de la República, que enriquece con gusto, como si fuera de su propia clase, a los ya enriquecidos [recuérdese que este texto fue escrito en el alba del siglo XXI]. De ahí que su generosidad pecuniaria no sea parcializadora sino, nada más, convenientemente selectiva. Y, cosas de la vida, el enriquecido, por ser precisamente un enriquecido, tiene la certeza de que la gente de su misma clase está en la obligación moral de continuar enriqueciéndolo, e incluso posee la férrea idea de que, a la otra gente, a la ordinaria, a la que no puede estar a su altura, a la imposibilitada de pertenecer a su misma clase, le basta con cumplir su papel histórico consistente en mirar pasar las cosas deseando que un día, ¡ay!, se reviertan por fin las cosas en provecho suyo”.
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“Los comensales de ese exquisito restaurante se removieron en sus asientos. Vieron entrar a Verónica Castro, acompañada de otra escultural mujer. Algunos políticos, que ahí acostumbran tomarse el humilde aperitivo de un vinillo, a cinco mil pesos el menos apetecible, suspendieron por un momento el refrescante trago. Saludaron a las damas, aun sin ser sus amigos. Hubo un revoloteo particular en las distintas mesas, cuchicheos ensordecidos, murmullos enmudecidos. Después de degustar la frugal comida, la artista pidió la cuenta pero nunca le fue entregada. Faltaba más, el dueño del local invitaba. Como los enriquecidos luego no cargan dinero en sus carteras, le ahorró a la Castro la molestia de extraer de su bolso una tarjeta de crédito. La comida iba por cuenta del restaurante.
“Afuera, una pobre familia miraba la escena con los ojos llenos de hambre.
“Luego me entero que, después de una decena de caídas estrepitosas, al primer triunfo los futbolistas de la selección mexicana exigen una bolsa aparte de cinco mil dólares, como si no les bastara con jugar, que es lo que supuestamente les gusta, y poseer ya un desmesurado sueldo nominal. Digo, su trabajo es ése: jugar para ganar, no entiendo entonces cómo se ponen a exigir una prima dizque para completar sus magros emolumentos, que van de los 200 a los 800 mil pesos mensuales. Pero, pese a todo, se los dan. Les otorgan sus bolsas extra.
“Hace unos cuantos días [a principios de 2001, recuérdese], tuve la desgracia de mirar una supuesta ‘entrevista’ de Víctor Trujillo con Anthony Hopkins a propósito de esa morbosidad fílmica intitulada Hannibal, la secuencia bastarda de El silencio de los inocentes; en dicho contenido mediático el actor inglés, insuflado y engreído, sólo dijo, ante los aspavientos exagerados del humorista de Canal 40 [antes de ser fichado millonariamente por Televisa] que no dejó de exaltarlo ni de rendirle pleitesía, que interpretaba al tal Hannibal Lecter a cambio de un sueldo devengado. Nada más. Pero Trujillo decía que sus actuaciones, no las suyas sino las de Hopkins, eran una especie de obra maestra de la actuación, que cómo es que hacía surgir a estos engrandecidos personajes, cómo convertía en Dioses a sus interpretados. Hopkins lo miraba extrañado. Seguramente se preguntaba en sus adentros de dónde había salido tal personaje [el futuro Brozo, no Hannibal Lecter]. Inglés al fin, su frialdad llegó a los límites de la pedantería, o de la sinceridad:
“—Yo hago el papel que me den y cobro por eso —decía.
“Unos cuantos milloncitos de dólares, nomás. Más de 20, modestamente.
“—No tiene nada de extraordinario actuar —dijo Hopkins—, soy actor y hago lo que se me ordena.
“Pero Trujillo no dejaba de mirarlo como si tuviera a Dios enfrente suyo. Me incomodó su reverencia, su mansedumbre, su servilismo. Pero así sucede en el medio de los espectáculos. Los periodistas son los fanáticos de quienes entrevistan.
“En una ocasión, un roquero pianista tocaba en un tugurio. El grupo se dignó a bajar de sus alturas para, por una vez, tocar en un centro no multitudinario. Ese día, el pianista cumplía años. Así lo señalaron sus compañeros de la banda. Una mujer, cuyos ahorros mermó para poder estar cerca del grupo de toda su vida, salió de inmediato del recinto para comprar, con lo que le había sobrado de dinero, cualquier cosilla para halagar al músico festejado. Encontró, a siete calles del local, un precioso piano de porcelana diminuto para hacer anotaciones sobre su caja de resonancia. No era barato, pero esas cosas no se hacen todos los días. Se gastó todo su dinero. Al final del concierto, nerviosa, pudo acercarse al tecladista y le extendió el regalo. El músico lo vio, sonrió, lo dejó a un lado de su instrumento y no volvió a acordarse más de él. Ahí lo dejó olvidado.
“Nada como ser muy rico para ganar muchísimo dinero, dice casualmente Antonio Muñoz Molina en su artículo semanal del suplemento del diario madrileño El País. ‘No me he fijado si en los periódicos hay anuncios a toda página de la película Hannibal, pero, en cualquier caso, la distribuidora no tiene la menor necesidad de gastar dinero en ellos porque la publicidad se la hacen gratis los periodistas’. Hopkins, sin decir nada, ciertamente se llevó los titulares. ‘La misma ley que favorece al que ya es rico con formidables ganancias se aplica al revés al pobre, que resulta castigado por su misma penuria’, dice Muñoz Molina. Pero es que, además, ‘se da el caso muchas veces de que la película norteamericana recibe una consideración crítica cercana a la babosa reverencia, que se convierte en saña cuando se trata de juzgar al modesto equivalente nacional del comercio de pipas o de castañas. En esto, como en tantas cosas —dice el escritor español—, a mí se me abrieron los ojos por primera vez leyendo el Quijote, concretamente el elogio emocionado, aunque erróneo, que hace Sancho Panza de la magnanimidad de su señor: ¡Qué humildad con los soberbios!, declara Sancho, ¡qué arrogante con los humildes!’
“Pero lo que llama la atención de Muñoz Molina, aparte de este ‘desinteresado activismo a favor del enriquecimiento de los multimillonarios’, es que ‘ningún crítico o informador dé la más leve muestra de empezar a cansarse de las hazañas de un asesino en serie culto y retorcido’.
“Esta mitificación exultante es verdaderamente ardorosa. Hubiese visto el lector la cara de Víctor Trujillo cuando tenía enfrente a Anthony Hopkins. De arrobo, de embeleso, de embebecimiento. Hopkins, sin decir nada, porque nada dijo, no dejó de fascinar al entrevistador. ‘Las palabras de Anthony Hopkins parecen resonar como conferencias sobre filosofía, como si hubiera vuelto George Steiner a desvelarnos el sentido místico de la antropofagia’, dice Muñoz Molina. Páginas y páginas dedicadas a ese capítulo fílmico para resultar, al final, asombrosas vacuidades, vanidades míticas, admirable superfluidad. El objetivo, sin embargo, se cumplió a placer: enriquecer al enriquecido, tal como se hace en el futbol, en el frivolón mundillo de los espectáculos, en la política, en la cultura, en la intelectualidad, en la literatura misma. Hace apenas dos días [7 de marzo de 2001], la Editorial Alfaguara, en su empeñosa finalidad de abarcadora y arrasadora expansión empresarial, otorgó su premio de novela, esta vez, a Elena Poniatowska con la seguridad de recuperar con prontitud su magnánima inversión inicial (un millón 750 mil pesitos para la escritora). No me cabe la menor duda, aun sin haber leído los trabajos enviados al concurso, que había otros libros de mayor entereza literaria pero para desgracia de los autores sus apellidos no son aún ilustres en el medio de la cultura. Ya se sabe que todos estos premios son concedidos de antemano en las pulcras reuniones de los directivos: no a cualquiera le van a conceder un millón y medio de pesos, sino sólo a los ya enriquecidos y cuyo prestigio literario está comprobado. No en vano, Poniatowska envió su novela al concurso (¿aconsejada por quién?). Si no iba a ganar, sencillamente no la hubiera remitido. Y lo que son las cosas: el propio Muñoz Molina, que habla del curioso enriquecimiento a los enriquecidos, fungió esta vez como juez de ese complaciente jurado”.
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Hasta aquí, la columna reproducida.
Ahora un fragmento de un texto publicado, durante el año de 2015, en La Digna Metáfora: “Los periodistas de inmediato se alteran cuando son enterados de un comportamiento corrupto de un político y de la impunidad con la que es cobijado mediante calculados simulacros, pero actúan, los periodistas, del mismo modo cuando algún hecho calamitoso ocurre con un colega. Circula en los medios, con énfasis subyugado, el sueldo de un secretario de Estado. Más de 200,000 pesos mensuales, además de los apoyos económicos para su vida diaria: gastos extra para teléfono, comida, seguro de vida, gasolina, etcétera [tal como el funcionariato del Instituto Nacional Electoral sigue afanosamente conservando, privilegios que, impulsados sus miembros por sus respectivas ambiciones económicas, creen, o están seguros de, merecer, según lo afirman una y otra vez, confirmando aquella glosa de Dresser acerca del ‘derecho’ de cada uno de buscar su enriquecimiento a costa incluso de políticos malhabidos]. Pero un periodista que aparece en cuadro televisivo gana a veces lo séxtuple que ese político, si no es que mucho más, y la gente que lo rodea lo trata con veneración.
“Varios articulistas en Reforma, El Universal o Excélsior ganan mucho más que un secretario de Estado, y nadie, del gremio periodístico, dice nada… a pesar de que se sabe, y lo saben, que las columnas son una especie de mercancía de garaje. Cuando un periodista ha hecho una canallada, y se sabe, tampoco ningún periodista lo denuncia.
“Conozco a varios periodistas que se dicen amigos de periodistas venales, corruptos, sin vergüenza, y son los mismos periodistas que se alteran cuando los amigos políticos de políticos corruptos hacen los simulacros de su aversión al político señalado.
“La condición humana es la misma de un lado y del otro”.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX
https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/victor-roura-oficio-bonito/
Un atinado y pertinente texto para los tiempos actuales, en dónde por ejemplo Brozo, Denise y Aguilar, mantienen su prácticas acomodaticias y zalameras a un poder que añoran restituir.
¿A qué re refieres con restituir? La discrecionalidad en los medios persiste (el dinero sólo cambió de manos), el sistema se encuentra intocado (los mismos empresarios de siempre siguen siendo los favoritos), la pobreza aumenta, la corrupción continua, las masacres a cargo del crimen organizado también, la militarización se ha acrecentado… ¡El horror!, ¡el horror!, como dijera el personaje de Conrad sigue ahí
Todo un sistema de privilegios y mezquindades que ocurren en cualquier profesión, cualquier oficio, cualquier sector social. Y no sólo en México, sino en todo el mundo, gracias a las estructuras, ideas y prácticas de un capitalismo tardomoderno y salvaje… Que ahora los poderes fácticos buscan “reivindicar” como un orden natural de la “meritocracia” (un sinsentido cargado de estupidez) o del individualismo exacerbado… en fin, un orden de cosas que está del carajo