I
Quedé absolutamente perplejo. La primera vez que lo vi fue en una callejuela oscura luego de la lluvia; salía del bar y bajo la mortecina luz de una farola no pude apreciar su silueta, pero su centelleante mirada y lo acerado de sus colmillos se grabaron para siempre en mi memoria. De eso hace ya cinco años.
A veces lo escucho a lo lejos gruñendo, o más cerca, jadeando como exhausto después de un viaje largo, y siento su hálito mefítico tras mis espaldas. Otras ocasiones hasta he mirado su sombra proyectada sobre las paredes y localizado sus huellas entre el barro húmedo. Tan constante presencia ya no me asusta, aunque a veces me desconcierta e intriga.
Al tratar de comprenderlo indagué en archivos, con personas adentradas en el tema e incluso me sumí en profundas reflexiones, como intentando llamarlo, siempre sin respuesta, barruntando su visita en mi soledad o tristeza, pero nunca cuando yo lo buscaba. Aunque obtuve datos sobre su origen, aún no puedo explicarlo del todo y, cuando más cerca he estado de descubrirlo, su acoso se agudiza, como si pretendiera intimidarme para dejar de lado la búsqueda.
Así, le he seguido la pista a través del tiempo mediante informaciones y textos de algunos que, como yo, se percataron de su existencia; otras veces he estado hasta en los lugares donde físicamente residió. En contrasentido, él me persigue de las más inauditas formas y se manifiesta inesperadamente sin importar cuándo o dónde. Inclusive, ha saltado desde las páginas de los diarios para recordarme que no sé todo sobre él, pero que, en efecto, a pesar de nunca haberlo visto por completo, tengo una concepción certera de lo que se trata.
Sé que nuestros ancestros prehispánicos guardaban respeto por su especie al grado de venerarla, ya que, creían, eran enviados de otras edades que venían para ayudarlos a cruzar el tenebroso Mictlán. Supe también que en un sitio del altiplano al noreste del Estado de México, en medio de extensos pastizales, nuestros antepasados, en fechas específicas, conformaban un inmenso tianguis para mercar estos especímenes en cantidades tan grandes que aún en nuestros días resultarían sorprendentes.
II
Cierta tarde, en una estación del metro de la Ciudad de México me encontré con un tumulto. La gente se arremolinaba en torno a un individuo que por su aspecto lucía como víctima de una golpiza: ropas desgarradas, heridas por todo el cuerpo y el rostro demudado por el miedo. En el suelo, aquel pobre infeliz balbuceaba palabras ininteligibles y, dando alaridos, señalaba hacia el túnel por donde los vagones iban y venían. Aquel infausto espectáculo no duró mucho. Entre borbotones de sangre dejó escapar su vida.
Acicateado por la duda inquirí entre los viajeros. ¡Era un ladrón!, argüían. Nadie explicó, sin embargo, quién o quiénes lo habían masacrado de tal manera. Posteriormente me informé de los pormenores: corriendo de un extremo a otro de la estación, aquel sujeto, ahora occiso, arrebató el bolso a una mujer para luego internarse en el túnel de los vagones entre las vías electrificadas. Apenas se perdía en la oscuridad cuando los viajeros que intentaron darle alcance escucharon feroces rugidos entremezclados con los gritos de ese delincuente. Apareciendo de inmediato, se desplomó casi inconsciente y luego, lo que yo alcancé a observar.
El paso reiterado por la misma estación me brindó algunos elementos para fincar cierto temor, que rayaba en certidumbre sobre la causa de aquel incidente. Una tarde calurosa la terminal estaba inusualmente vacía, los pocos viajantes aguardaban en silencio la llegada del metro; entre la somnolienta quietud de esas horas, todos quienes ahí estábamos escuchamos nítidos, lúgubres, aullidos. Pronto, la llegada del tren borró todo eco.
Otra vez, ya entrada la noche, transbordaba, y al bajar las escaleras sentí una presencia. Atrás, el claro sonido de unas garras contra el pavimento y el breve resuello de quien teme ser descubierto. Sin valor para voltear la cara, todavía lo ubiqué por la sombra, funesta, descomunal, que frente a mí proyectaba.
Investigando en la hemeroteca me enteré de que durante los trabajos de construcción de esa línea del metro las excavaciones arrojaron restos fósiles de diversas especies animales, algunas antiquísimas, pero todas, según los reportes científicos, semejantes a lo que me inquietaba.
III
En un museo tuve el primer acercamiento tangible con él; su esqueleto yacía junto a los restos incompletos de un Mammuthus archidiskodon imperator ―un mamut― desenterrado en las inmediaciones de Zumpango. En esa zona del Estado de México, pródiga en vestigios fósiles, existió un campo en el que guerreros acolhuas entrenaban a los itzcuintepotzotl en las artes del combate. También por esas tierras, los aguerridos acolhuas libraron épicas batallas contra los de Texcoco, Huejotzingo, Tlaxcala y Chalco. Igualmente, en esos lugares, para ser más exactos en lo que hoy es Acolman, periódicamente se asentaba un mercado en el que sólo se comerciaban xolitzcuincli, tepeitzcuincli e itzcuintepotzotl. Los primeros para cebar, los segundos como compañía y los terceros para guardianes y protectores. De esas especies de perros, las únicas americanas, sobrevive sólo una, el xoloitzcuincle, un cánido de mediana talla, sin pelo, que es afán de criadores y admiración de profanos por su singular aspecto. El itzcuintepotzotl era más corpulento, de librea densa, mayor alzada y mirífica ferocidad.
Alguien me explicó que ese itzcuintepotzotl que me sigue no intenta dañarme sino darme compañía en los momentos lóbregos de mi vida y más allá todavía, cuando la hora de cruzar el Mictlán —ese caudaloso río cuyas fúnebres aguas, según nuestros antecesores prehispánicos, dividían este mundo del otro— se marque en el reloj de mi existencia.