Crónica y fotos: Alejandro Ruiz/lalupa.mx
Rafael Téllez es danzante conchero de la mesa de fundamento de Don Atilano Aguilar. Hace 4 años, Rafa, como le dicen sus compañeros, se manifestaba en contra del proyecto Eje Vial en Avenida Zaragoza.
Junto a él marchaban y danzaban cientos de concheros con vecinos del barrio de San Francisquito. Exigían que el gobierno estatal de Francisco Domínguez Servíen, junto al del alcalde Luis Nava, cancelaran el proyecto debido a que ponía en riesgo a su territorio sagrado; el barrio del Sangremal. A los pocos meses, el proyecto fue cancelado; y aunque las razones que expresó el gobierno fueron otras, en el fondo, las y los concheros lo tomaron como una victoria.
Las manifestaciones no fueron espontáneas, pues en San Francisquito, desde hace años, se construye una organización comunitaria que tiene como objetivo defender al barrio de la gentrificación. Primero, comenzó con asambleas vecinales donde se acordaban faenas de trabajo y limpieza en el barrio. Después, eventos culturales. Murales; conciertos; conferencias en donde se discutía y reflexionaba sobre la autonomía y el autogobierno.
Posteriormente vinieron las gestiones gubernamentales, ante el abandono institucional que hay en el barrio. Peticiones para la recolección de basura; apoyos para las actividades culturales y deportivas que se autogestionan en el barrio; diálogos con funcionarios de la Seguridad Pública para hacer frente a las problemáticas vecinales. Sin embargo, pocas veces sus necesidades fueron escuchadas, otras más, los apoyos nunca llegaron. Pero no importaba; dentro del barrio se autogestiona la vida: desde la comunidad, desde las tradiciones, desde el territorio sagrado que defienden.
Ahora Rafa, frente a la parroquia de la divina pastora, dirige una asamblea frente a cientos de concheros y vecinos del barrio. Levanta la voz, micrófono en mano, y no titubea en gritar la consigna que por años ha enarbolado: ¡San Pancho no se vende!
La una de la tarde
Es la una de la tarde del 26 de febrero. El sol no da tregua a la sombra. En la calle 21 de marzo, en San Francisquito, el asfalto rebota el calor hacia los rostros de las y los concheros. Frente a la parroquia, en el corazón del barrio, una lona se extiende ante los barrotes de la iglesia. “Confederación Indígena del Barrio de San Francisquito”, se lee.
Hay un silencio cotidiano en la calle. Se escuchan un par de murmullos de quienes han instalado las bocinas. Comienzan a llegar algunos reporteros. Aún no llega la gente.
Rosa, vecina del barrio, reparte paletas entre quienes ahí estamos. Ella, desde 2019, es parte del proceso organizativo del barrio. Saluda a sus demás vecinas y vecinos, lleva una hoja en su mano, está recolectando firmas para ratificar las demandas del barrio.
En septiembre de 2020, habitantes de San Francisquito anunciaron la creación de la Confederación Indígena del barrio, un órgano de autogobierno donde concheros y vecinos participan por igual. Sus objetivos, tan claros y simples como obvios, son: la defensa del barrio ante los proyectos inmobiliarios; la defensa de las tradiciones; el fortalecimiento de la vida comunitaria; y la búsqueda de mejores condiciones de seguridad.
En aquél entonces, cientos de vecinos y concheros se adhirieron a la organización. Comenzaron a realizarse asambleas en las calles, en las mesas concheras, para definir el rumbo de su autogobierno. Como hoy, en esos días se buscaba el reconocimiento estatal de su autonomía e identidad indígena; esto, para obligar a cualquier administración pública a que les consulte sobre cualquier proyecto que pueda afectar su territorio o tradiciones.
Rosa firmó en aquellos días. Es parte del autogobierno. La hoja que lleva en manos es para consultar a las y los demás vecinos si están de acuerdo para continuar en la lucha por la defensa del barrio. Todas y todos firman, ratifican el proyecto.
Las bocinas, la lona, el micrófono en la mesa es para una Asamblea General, en la que se ratificará el proyecto. Pronto, como en un parpadeo, la calle antes vacía se llenaría de integrantes de la Confederación, de vecinos y concheros. Asisten a ratificar su autogobierno.
El humo sagrado
A lo lejos el huēhuētl comienza a sonar. Un caracol a los cuatro vientos anuncia el arribo de los danzantes concheros. El humo sagrado se eleva en la calle; y de pronto, en el asfalto caliente que solo veía pasar algunos automóviles, los cascabeles a los tobillos comienzan a sonar.
“Él es dios”, gritan los concheros. Comadritas y compadritos unidos por la tradición. Al frente, con la mirada siempre seria, el capitán Miguel Martínez Cardona guía las danzas. Él, desde hace años, lo ha dejado claro: La tradición no se vende, el barrio tampoco. Las “sagradas formas de la danza no son espectáculo”.
Comienzan los movimientos que asimilan los astros. Los círculos de danza. Una imagen de Cristo está al centro; a sus pies el copal humeante vuelve la calle en un espacio sagrado.
Otras mesas concheras se dan cita a la Asamblea General. Todas danzan al unísono del huēhuētl. Golpes que asemejan el movimiento de los pies. Retumba el corazón. Se acelera. Y en los ojos de los danzantes se percibe que, más allá del calor terrenal, ellos están conectados a algo más allá: su tradición.
De pronto, el silencio. Los cascabeles hacen ruidos dispares. Los danzantes caminan sobre la calle. Sonríen. Intercambian algunos murmullos. Alrededor del círculo de la danza, vecinas y vecinos, observadores del INAH, así como representantes de otros pueblos y comunidades se comienzan a congregar.
Rafael toma el micrófono, y sin titubear suelta las primeras palabras de un hecho que, sin exagerar, es histórico: “Comadres, compadres, vamos a dar inicio a la Asamblea General de la Confederación. Vamos a ratificar nuestro autogobierno indígena. Vamos a exigir que se nos reconozcan los derechos que tenemos en nuestro territorio, nuestro barrio. Como tradición, pero también como vecinos del barrio: Él es dios”.
La Asamblea ha iniciado.
La unidad
Años atrás nadie imaginaría que en Querétaro existiera un movimiento indígena que peleara por su autonomía en el primer cuadro de la ciudad. La organización en la capital parecía relegada a la Universidad y algunos destellos del movimiento sindical. Una “izquierda” nostálgica que se diluyó en el tiempo, o los partidos políticos. La lucha en San Francisquito vino a romper esa inercia.
Un planteamiento sólido, apartidista, organizado desde los mismos vecinos y concheros. Los protagonistas de esta historia son ellas y ellos. Sus dirigencias son naturales, no impuestas. Es el trabajo al interior del barrio lo que les legitima. Por eso, la unidad y hermandad de este proceso se da en los hechos, con comunidades y pueblos en resistencia que también buscan su autonomía, como Santiago Mexquititlán, en Amealco; u otras colonias como Hércules que también resienten la gentrificación.
Rafael comienza a enumerar la lista de presentes: mesas concheras, apaches, palabras que acudieron al llamado. También a quienes han acompañado el proceso, intelectuales, académicos, visitadores del INAH.
“Queremos decirles que también están presentes quienes integran la lucha en el barrio”, añade Rafael. Y así, quienes con grandes esfuerzos han levantado la casa cultural “Ngü Darimui”; el tianguis cultural y las asambleas de sector toman el micrófono.
Informan las actividades, respaldan la decisión de su barrio. Refrendan los principios con los que nace la organización: la búsqueda de la autonomía y el autogobierno.
“Él es dios”, agrega Rafael. Mientras cede la palabra al representante de una de las mesas concheras del barrio; Andrés Maldonado.
El conchero, sin titubear, comienza a plantear la exigencia central de esta Asamblea:
“Estamos exigiendo a la legislatura que nos reconozca como comunidad indígena. Eso somos, aquí está la muestra. Queremos que se nos reconozcan esos derechos, para proteger nuestro territorio y nuestra tradición”.
Esta petición, aseguran los integrantes de la Confederación, está respaldada por el reconocimiento que ya les dio el INAH. El Instituto ha opinado que, efectivamente, San Francisquito es una comunidad indígena.
Y basta con ver la vida al interior del barrio. Las danzas. Los ritos. Las capillas. La vida en comunidad. Ser indígena en la ciudad no es solo vestir o hablar una lengua; es reconocer que, el pasado que vive en los libros, existe y resiste en medio de una urbe que no deja de crecer.
Y así, a mano alzada, se ratifica la decisión: San Francisquito exige ser reconocido como barrio indígena.
El huēhuētl vuelve a sonar. El caracol lanza, nuevamente, su sonido a los cuatro vientos. Las danzas continúan bajo el sol. San Francisquito acaba de abrir un nuevo capítulo en la historia de esta ciudad. Ahora, toca a la legislatura ser congruente con el llamado.
Pero en San Francisquito, la autonomía, reconocida o no, seguirá construyéndose. No hay un paso atrás.
Ojalá se logre esa autonomía que merecemos