El pasado 2 de marzo la Comisión de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Cámara de Diputados federal organizó un foro al que invitó a participar a distintos sectores de la academia: estudiantes de posgrado, docentes e investigadores de universidades públicas, etc. La intención del foro era, según se dijo, analizar la autonomía universitaria y la libertad de investigación.
Por supuesto que es cierto que desde la entrada en funciones de la actual administración federal el sector científico y tecnológico ha sufrido numerosas embestidas. Algunas tan extremas como las infundadas acusaciones de asociación delictuosa y crimen organizado que la titular del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y el fiscal general de la república lanzaron contra una treintena de científicos y funcionarios de las administraciones pasadas en el propio Conacyt y del Foro Consultivo Científico y Tecnológico, A. C.
Pero, aunque esto resultó sumamente indignante, tanto para la academia mexicana como para la población en general, otras, como la reforma al reglamento del Sistema Nacional de Investigadores, son las que evidencian esta intención por controlar la investigación científica de México, coartando con ello el derecho universal de la libertad de investigación, pues cada vez queda más claro que tal programa se ha comenzado a utilizar para desincentivar esta actividad en aquellas áreas que no agradan al gobierno actual; por ejemplo, la biotecnología, las energías limpias y renovables o el cuidado del medio ambiente. También existen ya intentos por socavar la autonomía universitaria, tanto en la Universidad Nacional Autónoma de México como en otra dos o tres de las máximas casas de estudio estatales; arremetidas que no prosperaron, pero que sí lograron encender las alarmas entre toda la comunidad universitaria del país.
Si bien el tema de la autonomía universitaria es muy importante para la vida de la academia en México, en esta oportunidad quiero concentrarme en la libertad de investigación, ya que resulta de suma importancia en el contexto actual. Por una parte, es innegable que toda persona tiene derecho al conocimiento científico y a los beneficios que de este resulten, el cual está expresamente establecido en la Declaración Universal de Derechos Humanos; sin embargo, en este caso estamos hablando de la ciencia, esa que busca generar el conocimiento a las preguntas más fundamentales, como ¿qué es el espacio-tiempo?, ¿qué es la conciencia?, ¿qué es la vida?, ¿cómo surgió la vida en la Tierra?, entre otras. El intentar contestar estas preguntas es algo que interesa a toda la humanidad y las eventuales aportaciones igualmente la benefician en su conjunto.
Pero por otra parte está la aplicación de alguna parte de este conocimiento para diseñar soluciones a los problemas específicos que puedan aquejar a las distintas sociedades. En este caso ya no se puede hablar de ciencia, sino de investigación orientada, aplicada o, simplemente, tecnología. Dentro de este ámbito se encuentran, por ejemplo, el desarrollo de alimentos con alto contenido nutricional, de materiales más resistentes de construcción de vialidades, de nuevas fuentes de energía limpias, de sistemas de vigilancia más confiables, etc. Este tipo de investigación, aunque tiene una metodología científica, busca objetivos concretos, que no necesariamente interesan o benefician a toda la humanidad.
En cualquier nación, ciencia y tecnología son necesarias y deben ser apoyadas. Pero en el caso de la segunda, hay problemáticas concretas para las que el gobierno requiere encontrar soluciones; verbigracia, el abatimiento de la inseguridad o la descarbonización de su industria energética. En estos casos, es decir, cuando un país necesita desarrollar tecnología específica, entonces los tecnólogos, que ya no científicos, tienen que concentrarse en realizar la investigación orientada a encontrar dichas soluciones, y este es precisamente el caso de muchos de los centros públicos de investigación del Conacyt.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.