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No, no tuvieron que pasar nada más dos décadas para que surgiera la primera gran conflagración de la nueva centuria, y si bien en el siglo XX sólo bastaron tres lustros —si no contamos las primeras contiendas africanas— para configurar el primer conflicto bélico planetario; la cifra casi similar podría causar un horrísono presentimiento catastrófico humano.
Pero no.
Se trata —el conflicto bélico Ucrania-Rusia— de la tercera invasión suscitada —en términos iniciales de amenaza— desde 2014 (en 2003 fue intervenida Irak tras la guerra en Afganistán y en 2008 ya se había efectuado la invasión a Anyuan, o Ndzuwani o Nzwani, una isla en las Comoras en el Océano Índico): ocho años de tensiones que sólo sirvieron para calentar los ánimos, no para contener la refriega, que de muchos modos exhibe la inservibilidad política, como ha ocurrido a lo largo del más de medio centenar de contiendas civiles —¡acaso ochenta y pico! — en numerosos sitios del mundo, como en Alto Karabaj, Irán, Israel, Sudán, Liberia, Costa de Marfil, Damasco, Papúa, Kamwina Nsapu, Raqa suroccidental, Líbano, Mali, Kivu, Libia, Macedonia, Yemen del Sur, Tailandia, Cachemira, Chad, India, Filipinas, Yugoslavia, Somalia, Siria, Birmania, Irak, Yibuti, Eritrea, Arabia Saudita, Níger, Congo, Afganistán, Sierra Leona, Somalia, Georgia… Guerras civiles, extremismo religioso, desigualdad social, discriminaciones, sometimiento, estrategias imperiales, poderío económico: las mismas armas, los mismos discursos, la misma indiferencia, el mismo dolo, la misma idolatría, la misma ignorancia, la misma rabia, la misma mezquindad, la misma inhumanidad.
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En el caso de la guerra entre Ucrania y Rusia, suscitada desde el pasado 24 de febrero, pese a la demasiada información desplegada en las redes sociales, la circunstancia mediática ha difundido sobre todo el argumento occidentalizado aunque en pequeños círculos se habla de la propaganda neonazi en Ucrania, cuestión apenas dirimida en los noticiarios y debates intelectuales, lo cual, tampoco, justifica una invasión a la soberanía de una nación donde, como siempre, la sociedad civil es la que debe pagar los platos rotos de la política. Además de los más de 100,000 muertos relacionados con el Coronavirus, hasta este lunes 14 de marzo Ucrania ha visto morir a 636 ciudadanos entre los que se hallan 46 niños que se salvaron de la pesadumbre pandémica, no así de la cruenta guerra.
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La muerte: ¿qué otra cosa tan aterradoramente simbólica como la guerra la puede representar de manera íntegra? “El siglo XX —dice Wolf Blitzer—, devastado por dos guerras mundiales y por un continuo estallido de conflictos locales, ha sido de largo el más sanguinario de la historia de la humanidad, un periodo que ha visto cómo el genocidio alcanzaba proporciones inauditas, sirviéndose de una tecnología de despiadada eficacia”.
Así comienza Blitzer el prólogo al libro Un Siglo de Guerras (casi 600 impresionantes fotografías en 448 páginas de gran formato, Océano, 2002) que, con textos sumarios y directos de Luciano Garibaldi, ilustra, para horror de nuestra sensibilidad, la crueldad humana: no por más informado y moderno el hombre ha dejado atrás su ferocidad, y si en los tiempos de Atila (?-453) o de Gengis Khan (1167-1227) se carecía de instrumentos para revelar con imágenes visuales la ambición guerrera, no por eso han dejado de registrarse las luchas mortíferas por el dominio de los territorios geográficos. Una y la misma historia.
“Con el paso del tiempo he sido testigo de los devastadores efectos de muchas guerras que no he vivido en primera persona —dice el periodista alemán Blitzer, quien el próximo 22 de marzo cumplirá 74 años de edad—. En 1988, cuando estuve en África formando parte del séquito del presidente Clinton y vi a los hutu y los tutsi que habían escapado de las masacres ocurridas en Ruanda y Burundi, todavía noté en el aire el olor de la muerte: durante la celebración de una ceremonia en conmemoración de los más de 500 mil muertos de aquella guerra, me vi obligado a taparme la boca con un pañuelo. Es sobrecogedor pensar en cuánta gente ha sido masacrada en las diferentes partes de la Tierra: baste recordar los dos millones de infelices que, hace unos 20 años [Blitzer habla de principios de los ochenta del siglo XX, recuérdese que el libro data de 2002, justo hace dos décadas], murieron a manos de los khmeres rojos de Camboya”.
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El siglo XX comenzó “con el funesto resplandor de una guerra —relata Garibaldi— entre europeos realizada en la otra punta del mundo: en África del Sur. Los hombres que se enfrentaron y mataron a diez mil kilómetros de sus respectivos países eran los bóers holandeses de la República libre de Orange y Transvaal y los ingleses de las colonias del Cabo y de Natal, de su majestad la reina Victoria”. Los bóers (“campesino” en holandés) “eran los agricultores emigrados a Sudáfrica en la primera mitad del siglo XIX en busca de fortuna. Habían colonizado gran parte de estos inmensos territorios, creando haciendas y granjas y, sobre todo, habían comenzado a explotar los ricos yacimientos de diamantes y de oro”. La guerra anglo-bóer se efectuó de 1899 a 1902. Es curioso mirar las fotografías de esta batalla: los soldados, con sus rústicos y primitivos rifles, llegan a sus puestos acompañados de sus respectivas bicicletas. Acaso las armas más potentes eran los clásicos cañones, que en sólo cien años se han metamorfoseado en temibles misiles capaces de hacer explotar el planeta.
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Casi de manera paralela (1899-1900) se llevaba a cabo la revuelta de los bóxers en China, que “implicó a ocho grandes potencias contra el tambaleante imperio Manchú dirigido por la emperatriz viuda Tsne-Hi”, una mujer ya anciana, “caprichosa, rodeada de una corte de eunucos y de magos, fanática animista hasta el punto de renunciar a pasear por los jardines imperiales para no correr el riesgo de pisar las hormigas. Especialmente, era una feroz adversaria de cualquier tecnología moderna hasta el punto de prohibir, en el interior de la Ciudad Prohibida (la ciudadela imperial, en Pequín), modernas diabluras como el teléfono o la bicicleta. En realidad, odiaba con cualquier excusa la injerencia de los occidentales que, a pesar de las rivalidades entre sí, se habían coaligado para expoliar el imperio, aprovechando su debilidad (China en la segunda mitad del siglo XIX había perdido dos guerras, una contra Gran Bretaña y otra con Japón)”.
Pero, bueno, tal vez este modoso comportamiento de la anciana sea en realidad casi nada con la aparición, en la década de los treinta, de Adolfo Hitler (el capítulo más largo del libro): “Una tarde del año 1944 —apunta Garibaldi—, el coronel de las SS Adolf Eichmann, mientras realizaba una visita de inspección en el cuartel de la Gestapo de Budapest, dijo: ‘Cien muertos son una catástrofe, cinco millones es una estadística’. En Nuremberg, en 1946, el mundo supo que en el Tercer Reich habían sido asfixiados e incinerados seis millones de judíos en los hornos crematorios de los campos de exterminio”.
Aunque en realidad nadie, desde el principio del conflicto, tuvo dudas acerca de las intenciones de Hitler respecto a los judíos, pocos probablemente se imaginaron la intensa crueldad con que los mataba de a poco mientras trataba de acabar con el resto del mundo. Las propias narraciones de los supervivientes, dice Garibaldi, “sacaron a la luz las atrocidades sufridas, que provocaron la angustia y los remordimientos de todos los que habían preferido no ver ni saber nada. Porque la ‘locura’ de Hitler había sido posible gracias al consentimiento tácito de la gente, que no había tenido el valor de oponerse. En los campos de exterminio se procedía con método y precisión. Apenas llegados, los prisioneros se dividían en sanos y enfermos. A los primeros les correspondía los trabajos forzados, y a los segundos la muerte. La misma suerte horrible se reservaba a los más débiles, a los ancianos, a las mujeres y a los niños, que mayoritariamente perecían en las cámaras de gas. Y para los que salvaban la vida empezaba una pesadilla sin fin. Además de los extenuantes trabajos que debían realizar, sufrían todo tipo de humillaciones y torturas atroces, que sólo podían ser concebidas por mentes desviadas. Pocos lograban resistir más de seis meses antes de que el desánimo, la fatiga y las enfermedades acabaran con sus vidas. La solución final, es decir el exterminio sistemático de los judíos planificado por Heinrich Himler en 1942, se había desarrollado con una precisión científica y una determinación total”.
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El libro cierra sus páginas con la guerra de los Balcanes (1992-2000): “Después de la muerte de Tito en 1980, comenzó la disgregación de Yugoslavia, una nación artificial que en realidad nunca había existido como tal, y que se mantuvo unida por la fuerte personalidad de Tito y por el rigor policial de su régimen”.
Las fotografías lastiman, sobre todo cuando se miran los ojos de los niños, de los inocentes que están en medio, sin saber por qué, de estas atrocidades… que no parecen tener nunca un fin: apenas iniciado el siglo XXI hay que traer a la memoria la ejecución incivilizada en Afganistán. Y ahora la tortura en Ucrania mientras la gente de traje y corbata se sentaba en la larga mesa a discutir sobre el asunto —permitiendo, gentiles que son los caballeros en diálogo pacífico, “corredores humanitarios” para otorgar permiso a los que quieran escapar de la guerra sin ser bombardeados—, a tratar de sacarle provecho propio a la invasión que ya estaba matando a personas que nada tenían que ver con los problemas geoestratégicos de los políticos y su economía. Porque la Convención de Ginebra, que data ya de más de siglo y medio de haber sido promulgada (el 22 de agosto de 1864), carece de validez en la práctica bélica, cuyo único objetivo es la aniquilación humana.
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