A México la fortuna le entregó una ubicación privilegiada en el continente americano, como pocas en el mundo entero. Desde la época virreinal sirvió como cruce de caminos entre la costa asiática y la Península Ibérica, entrada comercial a Europa entera. También ha fungido de vínculo comercial y cultural entre la América Central y del Sur con la cada vez más latinizada Unión Americana. Y, sin embargo, nuestro país casi nunca ha sacado el provecho suficiente del enorme potencial que le brinda su ubicación geográfica.
Ahora las circunstancias que nos ha presentado el tándem de catástrofes formado por la sindemia de Covid-19, la invasión de Rusia a su vecina Ucrania y la intensificación del calentamiento global –del que nadie habla, pero ya está causando estragos– podría dar la última oportunidad para que nuestra nación obtenga algún beneficio de esa frontera de más de 3 mil kilómetros que compartimos con el mercado más importante del mundo, y de sus 14 tratados de comercio libre que, en conjunto, le abren el camino a una apetecible rebanada que supera el 60% del Producto Interno Bruto del orbe.
Lamentablemente, esta extraordinaria coyuntura nos toma distraídos, inmersos en un discurso nacionalista, xenófobo, que ya ha dejado pasar tres valiosos años sin comprender que, frente a nosotros, teníamos la posibilidad de beneficiarnos de manera extraordinaria con la guerra comercial que la administración estadounidense anterior inició en contra de la potencia emergente que representa China. A pesar de que las señales se dieron por todas partes, tampoco nos espabilamos para fortalecer la planta productiva, de manera que nuestra economía pudiera atraer a todas aquellas compañías de base tecnológica que tarde o temprano tendrán que dejar el gigante asiático para asentarse en Norteamérica.
Cuando el nuevo inquilino de la Casa Blanca ordenó que se evaluaran las cadenas de suministro estratégicas para mantener la hegemonía tecnológica de nuestro vecino del norte, entre ellas las que se refieren a la fabricación de microchips o baterías para vehículos eléctricos y otros insumos, nuestro país hizo apenas un magro intento por levantar la mano para ser considerado en la estrategia de atracción de estos sectores.
Basta recordar que la producción de los microcircuitos electrónicos de propósito general –como los que se utilizan en los vehículos automotores o las computadoras– está altamente concentrada en tres naciones: Corea del Sur, Taiwán y China; mientras que empresas como Tesla Motors cuenta con sus principales instalaciones de manufactura de baterías también en el gigante asiático.
Los peligros de esta descomunal concentración no tardaron tanto en manifestarse. Bastaron unos meses de confinamiento, provocado por el surgimiento del virus SARS-CoV-2, para que la ola de desabasto de microchips llegara como tsunami a los mercados europeos y norteamericano. Pero ahora la guerra iniciada por Rusia ha puesto la situación todavía más complicada para las economías de Occidente, y por este motivo Washington ha acelerado su plan para recuperar todas aquellas industrias necesarias para mantener su economía independiente al máximo. Este miércoles 16 de marzo, luego de varios meses de haberlo anunciado, el primer mandatario estadounidense pasará el acta denominada Microchips para América, mediante la que inyectará fuertes cantidades de dinero y otros recursos a la industria, a fin de que pronto recuperen un porcentaje suficiente de la manufactura global de estos dispositivos semiconductores.
Si no es ahora que México decide invertir en la modernización de su infraestructura logística, la descarbonización del sector energético, la educación especializada de su bono demográfico y el fortalecimiento del marco legal, podría perder la última posibilidad de consolidarse como un socio responsable de Norteamérica. Si se deja ir esta coyuntura, el fuerte imán en que se convertirá Estados Unidos difícilmente le permitirá a México retener la poca industria especializada que aún nos queda.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.