Autoría de 5:47 pm #Opinión, Patricia Eugenia - Narrativa en Corto • 14 Comments

La loca de las migajas – Patricia Eugenia

No sé qué en esa joven tarde me apremiaba a ver por la ventana desde mi cuarto piso. Estaban las copas de los árboles, como siempre, pero hoy parecían llamarme, diciendo al ritmo del viento que atravesaba y movía sus ramas altas: “Veen, veeen”.

En estos extraños y escasos ratos de la vida ¿Qué te puede importar dejar la ropa sucia, la comida y la planchada sin hacer? ¡Ánda pues! a calzarse unos tenis y a caminar hacia… hacia… Pues por lo pronto hacia la acera sombreada en dirección a algún lugar sin semáforos, botargas del Dr. Simi, ni merolicos: “¿Tortas joven?”“¡Jornada!”“¡Reforma!”  “¡Pídame güerita!”

¡Al parque! ¡claro! para caminar sin mayor apuro. Allí, ¡qué curioso!… Frente a una banca vacía, gran cantidad de palomas deambulan desconcertadas; preocupadas, podría decirse si tal condición fuera propia de esas aves: se miraban unas a otras, chocaban entre sí y se preguntaban algo o comentaban; cualquiera lo habría podido notar con sólo fijarse.

De pronto, en contraste con la calma de algunos paseantes indiferentes, irrumpieron en la escena un par de niños que, arrojando su pelota contra la banca de hierro,   gritaban:

ꟷ¡La loca de las migajas otra vez no está!

ꟷ¡Ya no viene la vieja! 

ꟷJajá. Se murió yo creo.

ꟷ¡Seguro y sí! ¡Já!

Las palomas alzaron dos veces su ruido de alas asustadas, pero tercas, volvieron después, cuando la pelota y los chicos se alejaron.

Mientras todavía se podían oír con claridad las voces de los niños, un vientecito solitario se levantó en la parte oscura del parque y dispersó un montón de hierba seca sin recoger; la hierba al bajar a la tierra, dibujó una brecha sinuosa hacia acá, como si de una alfombra roja se tratara, solo que ésta, del color de la paja.

Del fondo aquél vino el silencio. Las palomas y yo también callamos. La hierba seca se movía, como bajo un andar inmaterial. La ausencia de sonido y un frescor repentino como el que acompaña en el mar a la cercana puesta del sol, me impedían pensar: levanté la cara y la vi (¿o creí verla yo que soy tan miope?): encaminándose sobre el senderillo, leve pero cierta, una vieja gordita, sombra ella misma, venía hacia aquí entre las luces filtradas por las hojas de los árboles, travestida con los rayos del sol.

Al llegar, se sentó en la banca vacía a arrojar migajitas al suelo, riendo, con lo que, estoy segura, su barriga, que imaginé cubierta con un mandil de florecitas, se movía, ¿o serían tal vez los destellos naranjas del atardecer?

Las palomas todas, aquietadas ahora, atendían al espacio acostumbrado de la vieja, apuntando sus picos hacia ella.

Las aves no sonríen, pero digo que éstas, a cambio del etéreo alimento, lo hicieron, y tras dirigir una caravana respetuosa a la mujer, se fueron yendo una a una. Al final, también La loca de las migajas, con todo y su probable mandil de florecitas, se alejó despacio. El vientecillo desordenó la hierba.

La llovizna comenzaba, traspasó su figura evanescente sin reparo y cuando las luces de neón se encendieron, brillaron azuladas las gotitas, más hacia la parte oscura del parque.

Segura de haber asistido a una ceremonia secreta convidada por los árboles tras mi ventana, caminé de vuelta a casa.

Volví repetidas veces a la parte oscura del parque y la caminé hasta el fondo. Cada vez un nuevo montón de hierba seca se apilaba en espera de ser recogido. La banca en el parque siguió vacía de vieja y de palomas.

Las copas de los árboles nunca volvieron a llamarme.

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Last modified: 21 marzo, 2022
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