En 1988 la sociedad mexicana se daba gusto asignando apodos a ese hombre de pequeña estatura, voz aguda, escaso pelo, ojos pequeños, de perspicaz mirada y quien –se rumoraba– era tan inteligente como perverso.
Su nombre, usado como golpeteo por López Obrador durante su campaña hacia la presidencia, poco o nada lo pronuncia hoy, ya como actual presidente de México. Él, tan proclive a echar culpas al modelo neoliberal, ya no menciona al que fuera uno de los principales impulsores de este modelo económico: Salinas de Gortari, quien arribara a la presidencia en 1988, arrastrando tras de sí una historia política y familiar cuestionable.
Conocedor del servicio público y de los entretelones de la política, Salinas de Gortari nació en cuna construida con el material con el que se construye el camino al poder y una infancia arrullada por el confort; pero también por los murmullos discordantes de un escándalo familiar que quedó registrado. Su caminar siempre estuvo acompañado por toda suerte de historias non gratas y que se han tomado como ciertas por nuestra sociedad. ¿Qué tanto es real o verdadero? ¿Qué tanto una sociedad escoge a su villano favorito? ¿Cuánto abona la fantasía al imaginario colectivo para la construcción de esas figuras? ¿Qué función tienen en una cultura que, como la nuestra, camina entre los extremos de calificar como “buenos y malos” a conveniencia a ciertos personajes, como lo hace hoy también el presidente López Obrador, hijo fiel del viejo priismo?
Llegar a los niveles de poder de una presidencia requiere de atributos especiales. Eso lo sabemos todos. Y no hay nada fortuito en los materiales humanos que construyen el transitar hacia un puesto de máxima relevancia, como es la presidencia de un país. Y, sin embargo, sabiéndolo, no deja de estremecernos lo que se está dispuesto a pagar durante el trayecto para arribar a él.
El asesinato de Colosio fue la muestra más clara de ello. En muchos sentidos significó nuestro encuentro con una realidad que ya estaba gestándose desde años atrás. La brutalidad y crudeza de su asesinato aquel 23 de marzo de 1994 descorrió la última cortinilla que cubría el teatro del absurdo que, sospechábamos, había y está muy vivo aún en la política mexicana.
¿Sabremos algún día la verdad sobre su muerte? ¿Las actuales generaciones saben de este hecho, de la magnitud del drama humano que se vivió entonces y lo que significa que se esté pretendiendo encumbrar en altos puestos de la política a su hijo Luis Donaldo Colosio Riojas, quien contaba con casi nueve años de edad cuando su padre fue asesinado?
La venganza es un plato que se come frío
Antes de llegar al sexenio de Carlos Salinas de Gortari y al caso Colosio, volvamos la mirada un poco atrás para entender ese hartazgo ciudadano que obligó al sistema priista a forzar artimañas desesperadas con el fin de colocar a su candidato, cuya legitimidad siempre fue cuestionada.
Recordemos los acontecimientos de 1968 en el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), luego el ascenso de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976) y su marcado talante represor, que abonaron al repudio hacia el partido y su forzada presencia en el ámbito nacional, sostenido durante tantos años por su forma de operar y controlar la información y la vida misma de México, que hoy pretende renacer el actual presidente.
Díaz Ordaz y Echeverría Álvarez, amén de nada carismáticos, fueron presidentes calificados por la sociedad como autoritarios y represores. En el caso de LEA, se acentuaba el de ser experto en la intriga y el causante de instalar un programa económico y educativo populista que llevó al estancamiento al país.
Después de ellos, el arribo de José López Portillo con su imagen tan carismática como frívola, que tomó con el tiempo su dimensión. Un presidente profundamente inconsciente e irresponsable, cuyo nepotismo ilimitado y lo poco acotado que estaba por quienes le rodeaban marcaron su gestión. Desde luego, en medio de eso, se vieron los excesos de poder y de acción otorgados a un personaje de oscura y triste memoria: Arturo “Negro” Durazo. El desenfreno, delirio, ambición y la falta de pudor y respeto con que el presidente y sus más cercanos utilizaban sus cargos para satisfacer sus caprichos amorosos personales eran vox populi.
El narcotráfico empezaba a crecer ya y salirse de las manos del poder del Estado.
Miguel de la Madrid Hurtado (1982-1988), sucesor de López Portillo, una imagen sobria y percibida por muchos como gris y tibia, ascendió sostenido en una frase: “Renovación Moral”. Su lema prometía poner fin al dispendio y corrupción del anterior sexenio, mismo que inició asestando “la mano de la justicia” contra la figura de Jorge Díaz Serrano, director de Pemex. Renovación moral y justicia, frases y palabras llenas de eufemismos como tantas otras, usadas en la política de todos los tiempos.
Ha quedado claro que en la vida política de México eso de la justicia es un término tramposo. Es una herramienta que el poder usa para cobrar facturas a los enemigos en turno. Para un grueso de los ciudadanos que conocen el hecho, ese acto contra Díaz Serrano fue en realidad una venganza por haber desafiado los poderes que estaban detrás de la postulación de Miguel de la Madrid. Después de todo, ¿qué virtuoso resiste a la tentación de usar el poder que da estar en su centro para cobrarse las viejas cuentas? ¿Acaso no es verdad que la venganza es un plato que se come frío?
El sexenio de Miguel de la Madrid no tardaría en enfrentar una de sus primeras pruebas con la ejecución de uno de los periodistas más respetados de México: Manuel Buendía Tellezgirón, asesinado el 30 de mayo de 1984, a poco menos de dos años de haber ocupado De la Madrid el gobierno.
La columna de Buendía, Red Privada, era publicada por el periódico Excélsior de la Ciudad de México y reproducida por alrededor de 60 periódicos mexicanos. Fue el periodista de mayor influencia en el panorama de prensa escrita en México en la segunda mitad del siglo XX… Los principales temas sobre los que escribió Buendía durante los 26 años de la columna Red Privada fueron la presencia de la CIA en México (Ediciones Océano, 1983), la ultraderecha, el narcotráfico y la corrupción gubernamental… Buendía estaba próximo a publicar un artículo sobre las conexiones del narcotráfico con políticos. En dos columnas anteriores, Buendía hacía eco de una denuncia realizada por obispos católicos mexicanos, en las que hacían notar la penetración del narcotráfico en las estructuras de poder en México (Wikipedia).
El asesinato de Buendía, ocurrido por la tarde, acalló una de las voces más poderosas, honestas y libres del periodismo mexicano. Dos de sus frases dan cuenta de su estatura y apasionada entrega profesional, coherente y comprometida con su hacer: “Una verdad a medias es peor que una mentira completa”.
La otra es “Ni siquiera el último día de su vida, un verdadero periodista puede considerar que llegó a la cumbre de la sabiduría y destreza. Imagino a uno de estos auténticos reporteros en pleno tránsito de esta vida a la otra y lamentándose así para sus adentros: hoy he descubierto algo importante, pero… ¡lástima que no tenga tiempo para contarlo!”.
El asesinato de Buendía tuvo resonancia internacional. El diario francés Le Monde advirtió los efectos de este hecho: “El homicidio tuvo un efecto de palo en el hormiguero. Sin duda hay que ver en ello una advertencia inequívoca al mundo de la prensa”.
Desde la Secretaría de Gobernación, su titular Manuel Bartlett nada decía. Y aunque las miradas acusatorias volteaban hacia él, fue el propio Luis Pablo Soto Ortiz, hombre cercano a Buendía y testigo del crimen, quien declaró que Buendía tenía amenazas desde años atrás a causa de sus notas que tocaban los intereses de diversos sectores poderosos. Las sospechas recayeron en los grupos de ultraderecha de la época. Y el asunto fue concluido sin ser resuelto a satisfacción.
Personajes y hechos que se antojaban salidos de la literatura de Rulfo y Kafka recorrían al país. Y el modelo económico neoliberal se abría paso en todo el mundo con fuerza y sin miramientos. Salvaje e implacable anunciaba con un tintineo de cascabeles su llegada a México.
Carlos Salinas de Gortari subiría al poder en medio del repudio de la mayoría. El PRI, el partido del clientelismo ancestral y del corporativismo, sabía cómo salirse con la suya, por lo menos, otro sexenio más. Salinas era su hombre fuerte. Él se encargaría de romper las barreras para dar cauce a su gran modelo reformista que, junto a la corrupción desenfrenada, benefició a los más cercanos al poder.
Pero el sexenio de Salinas tendría muchas sorpresas más.