Cuando en 1962 el físico estadounidense Thomas Samuel Kuhn publicó La estructura de las revoluciones científicas no imaginó que establecería uno de los hitos más trascendentales en la comprensión y estudio de la ciencia.
Algo determinante en ello fue la positiva acogida que su obra tuvo entre la comunidad científica de la época (segunda mitad del siglo XX), lo que lamentablemente no ocurrió con otras obras y autores igualmente críticos e inquisidores en cuanto al análisis de los conocimientos científicos vigentes, y revolucionarios respecto a sus propuestas.
Kuhn dio un nuevo sentido al concepto de “paradigma” al orientarlo hacia la definición del conjunto de teorías científicas universalmente aceptadas que guían el desarrollo del conocimiento, en un periodo determinado. Esto parece algo evidente y obvio. No obstante, el paso de los siglos nos ha demostrado que cambiar los paradigmas ha costado tiempo, recursos, e innumerables vidas humanas.
Para que un paradigma cambie, dice Kuhn, es preciso que los supuestos científicos vigentes resulten incapaces e insuficientes para explicar algún fenómeno, principalmente de nueva o reciente aparición.
Hoy cuesta trabajo imaginar, por ejemplo, que antes del año 1650 la gente no sólo ignoraba la existencia de los seres microscópicos que hoy sabemos son causantes de muchas y letales enfermedades, sino que además los negaba categóricamente al no poder aprehender la evidencia a través de los sentidos.
Igualmente, casi resulta incomprensible el hecho de que hasta el siglo XVI se mantuvo como paradigma científico el sistema geocéntrico de Claudio Ptolomeo, según el cual la Tierra era el centro del sistema solar (y el universo), aun cuando desde el siglo IV a. C. el astrónomo turco Heráclides de Ponto había formulado un modelo precursor del sistema heliocéntrico, más próximo al actualmente aceptado, acorde al cual la Tierra y los demás planetas giran en torno al Sol, y este en torno al centro de la galaxia (Vía Láctea).
En la antigüedad fue difícil aceptar la existencia de los microbios porque, además de no poderse percibir sino a través de instrumentos sofisticados (microscopios), la idea de que seres diminutos causaban enfermedades transgredía el precepto de que los males del cuerpo y la mente provenían de las deidades, hechizos o eran síntomas de malestar espiritual.
Y en esa dinámica –hasta cierto punto natural– de resistirse a una explicación fundamentada de los fenómenos que nos rodean, intervienen dogmas que no sólo niegan el conocimiento vigente, sino que proponen argumentaciones alternativas, carentes por completo de lógica y razón, pero que, por su arraigo, sincretismo o sencillez, gozan de la aceptación popular.
El revolucionario ruso León Trotski (1879-1940), citado por el astrofísico estadounidense Carl Sagan en El mundo y sus demonios (1998), explica lo anterior cuando, aludiendo a la naciente Alemania nazi, escribió:
No sólo en las casas de los campesinos, sino también en los rascacielos de la ciudad, junto al siglo XX convive el XIII. Cien millones de personas usan la electricidad y creen todavía en los poderes mágicos de los signos y exorcismos. Las estrellas de cine acuden a médiums. Los aviadores que pilotean milagrosos mecanismos creados por el genio del hombre llevan amuletos en la chaqueta. ¡Qué inagotable reserva de oscuridad, ignorancia y salvajismo poseen!
En este contexto, han proliferado tergiversaciones de la realidad cuya estulticia es equiparable a las ideas del oscurantismo, que detuvieron e incluso propiciaron el retroceso y olvido de los avances legados por culturas ancestrales (griega, egipcia, árabe, romana, asiria, etc.).
Y es que el cambio de paradigma de Kuhn también puede ir en sentido inverso. Hoy, mediante internet, crece la aceptación de “teorías” que postulan que hemos vivido engañados porque la Tierra es plana, o que las erupciones recientes de algunos volcanes alrededor del mundo se deben a conspiraciones políticas, o aquella otra que dice que las vacunas contra el Covid-19 contienen un nanochip que cederá nuestra voluntad a terceros.
En el colmo de la estolidez, los nievegacionistas afirman que la nieve no es agua congelada, sino una sustancia artificial que miembros de la élite mundial (culpan directamente a Bill Gates) hacen caer sobre pueblos y ciudades solamente para complicar la existencia de sus habitantes; ofrecen como prueba que al someter a la acción directa del fuego trozos de hielo este no se convierte en agua, sino que se evapora (ignoran, luego entonces, el concepto de sublimación).
No obstante, hay fenómenos en el mundo que nos rodea para los que la ciencia no tiene todavía una explicación fehaciente. Hablar de ellos y, peor aún, tratar de abordarlos desde una perspectiva científica a veces constituye tanto un agravio para la ciencia establecida como un insulto para los científicos convencionales.
El propio Sagan, en el texto referido, explica que dependiendo del contexto cultural donde se ubique el observador puede ser alentado a hablar de sus experiencias inusuales o, en su caso, callarlas ante el riesgo de ser tildado de ignorante, supersticioso, demente o poco fiable.
Y retomando la obra de Kuhn, decíamos al inicio de este texto que fue afortunada porque contó con la aceptación de la comunidad científica de los años sesenta del siglo pasado. No ocurrió lo mismo con otro libro publicado en 1919 cuyo propósito fue recopilar evidencias y testimonios de primera mano de más de mil fenómenos (1001, para ser exactos) cuya ocurrencia escapó a las leyes de las ciencias vigentes y aceptadas.
El libro de los condenados (1919), del estadounidense Charles Fort (1874-1932), se tituló así porque según su autor…
…por condenados, entiendo a los excluidos. Tendremos una procesión de todos los datos que la Ciencia ha tenido a bien excluir.
Batallones de malditos, dirigidos por los descoloridos datos que yo he exhumado, se pondrán en marcha.
Unos lívidos y otros inflamados y algunos podridos.
En efecto, en su obra, Fort reúne y describe un millar de acontecimientos inexplicables que hoy consideraríamos paranormales o anómalos, y que no ameritaron el análisis riguroso de las ciencias factuales de la época porque, según el propio Fort, la estrecha mentalidad de muchos científicos es equiparable con la de los fundamentalistas religiosos...
Regresando a Kuhn y con relación a los hechos excluidos de la ciencia, en la introducción de su obra asume que la ciencia normal suprime frecuentemente innovaciones fundamentales debido a que resultan necesariamente subversivas para sus compromisos básicos.
Es decir, de vez en cuando aparecen conjeturas que cuestionan todo lo formulado como “explicación” por la ciencia formal, motivando que deban ser “desacreditadas” al comprometer todo lo ya conocido y aceptado hasta el momento.
¿Cuándo entonces un hecho o experiencia amerita ser indagado bajo una óptica científica y abierta a sucesos que escapan a los paradigmas vigentes? El antropólogo Diego Escolar (2010) abona así a esta cuestión, en el resumen de su artículo “Calingasta X-file”: reflexiones para una antropología de lo extraordinario:
¿Qué ocurre cuando cosas que no consideramos reales suceden en nuestro trabajo de campo? ¿Por qué cuando estos eventos son narrados por los actores son exceptuados por los antropólogos de su corral ontológico y relegados al plano de la “creencia” o de las “representaciones culturales” de otra cosa, de otra naturaleza, de otro contexto? Experiencias anómalas que pueden ser vividas no sólo como reales sino también como significativas y cruciales son excluidas de los textos y análisis etnográficos mediante subterfugios retóricos, o bien incorporadas como interpretaciones y discursos de un referente siempre distinto y ontológicamente aceptable.
¿Cuándo entonces un acontecimiento en lugar de ser relegado a la superchería, a la pseudociencia y a la llana creencia subjetiva, amerita un análisis rigurosamente científico?
¿Es posible que este sea el momento de renovar algunos de los paradigmas científicos que rigen nuestro conocimiento actual?
Porque ante circunstancias y eventos inexplicables, tan dañinos resultan los fundamentalismos ideológicos como los dogmas científicos. Tal vez estemos llegando al trayecto del ouroboro, en el que la serpiente se muerde su cola.