No merecemos un mundial.
Tenemos demasiadas defensas rotas y un delantero que, tras la caída, aún no ha recuperado las ideas.
Nuestro mejor jugador juega sus mejores partidos en la banca. Y nuestro portero más veterano sigue pareciendo un niño.
Los jugadores europeos sólo juegan en Europa. Y los nacionales sueñan con elevar sus salarios antes que alzar las manos, agradecidos, tras una anotación.
Un equipo de foráneos y banqueros, el once del tri.
No es de extrañar que nadie ocupe su sitio en el campo.
Eso los jugadores.
Porque como aficionados tampoco merecemos el mundial.
¿Habrá otra afición en el mundo que se aficione a las multas?
Preferimos gritar, antes que el nombre de nuestro país, un sinsentido que cuesta miles de dólares por partido. Somos una afición que dilapida el aire y el dinero; somos ricos en cinismo.
Este año, además, ofrecimos la imagen más lamentable que se haya visto en una tribuna.
Criminalizamos la grada, ese lugar donde los padres deberían enseñarle a sus hijas e hijos las reglas del deporte y no de la supervivencia.
Tácticamente tampoco lo merecemos. Nuestro cuerpo técnico desconoce que la repetición es la base de la excelencia.
Les aterra repetir un once.
El de México no es un once de titulares sino de subtítulos: mientras el partido avanza, los jugadores tienen que leer a qué juegan sus compañeros.
No merecemos un mundial.
Merecemos, eso sí, que en lugar del característico verde, blanco y rojo, vistamos un uniforme negro que encarne el eterno luto del quinto partido. Aunque a día de hoy, jugando como juega, hay quien incluso duda que esta selección sepa contar hasta cuatro partidos.
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