Astuto, serpenteante, temido, osado, sube al poder Carlos Salinas de Gortari, la máxima figura de la modernidad que se enfrentó sin grandes contratiempos al líder ya avejentado y desgastado, aunque aún con fuerte representación simbólica en la CTM, Fidel Velázquez. El otrora temerario líder sindical, que llegara a presidir y controlar de manera magistral y en coadyuvancia con el PRI a la clase trabajadora, tenía entonces 94 años y su figura ya empezaba a ser un negativo de su fotografía original.
Carlos Salinas de Gortari iniciaba un periodo que daría muchas sorpresas. Los rumores sobre la inserción del narcotráfico en el Estado se avivaban. ¿Era así? ¿A qué magnitud? ¿Cuál de las fuerzas era más acentuada: la del Estado o la del narcotráfico?
Pero otro de los contundentes golpes de Salinas en la presidencia se dejó sentir sobre el implacable líder sindical de Pemex. Temido por su manejo sin concesiones, Joaquín Hernández Galicia, la Quina, enarbolaba de manera abierta y con la venia u omisión de los presidentes en turno el peso de un poder desafiante, ensoberbecido y dispuesto a ejercerlo sin titubeos y sostenerlo a sangre y violencia. No simpatizaba con Salinas y no era su candidato.
A un mes y días de haber ascendido a la presidencia, el gobierno salinista asestó el golpe al poderoso líder petrolero, a quien encarceló. Este hecho se conoció como “el quinazo” y convenció a algunos de que, con todo y sus “asegunes”, al poder subía una mano fuerte… y temida. Los rumores del fraude electoral que acompañaban a Salinas se apaciguaron. Con esa estocada quitó los escollos que impedían continuar el modelo neoliberal y consiguió otro efecto: enviar el mensaje de que él, el presidente, tenía la última palabra, se dijo entonces.
Para una mayoría, el golpe asestado a Joaquín Hernández Galicia era una carambola de tres bandas del presidente:
- Enviar el mensaje de su fuerza y su disposición a ejercerla.
- Quitar los escollos para privatizar a la paraestatal.
- El llamado “quinazo” era producto de una venganza del presidente al patrocinio que Hernández Galicia diera a la publicación de un libro titulado Un asesino en la presidencia. El contenido del libro hablaba de un grave incidente ocurrido en el seno familiar, en el que uno de los hermanos, Carlos o Raúl (el hermano incómodo), siendo muy niños, juegan con un rifle, hiriendo de muerte a su empleada doméstica. El hecho –se dijo– fue encubierto por el entonces influyente padre de estos, Raúl Salinas Lozano.
El citado libro había sido publicado en el momento de la efervescencia de la sucesión presidencial, cuando se disputaban el poder tres candidatos. De los tres, Salinas de Gortari era el que representaba una amenaza para la Quina. La publicación del libro llevaba la intención de quemar la imagen de los Salinas. El escritor del libro, José Luis González Meza, y el editor, Guillermo de la Parra, también recibieron su dosis de la revancha. La Quina en la cárcel, De la Parra acusado y encarcelado por evasión fiscal, mientras que González Meza decidió salir del país y, junto con su familia, se refugió en el extranjero.
Raúl Salinas de Gortari, posicionado en diversos cargos de la Conasupo durante el sexenio de Miguel de la Madrid, se vio envuelto en un escándalo al trascender que esa paraestatal había adquirido miles de toneladas de leche contaminada con radiactividad por el accidente de la planta nucleoeléctrica de Chernóbil, ocurrido en abril de 1986. Sin embargo, Raúl Salinas no fue removido de su cargo y continuó durante todo el sexenio de su hermano, el presidente. La noticia fue acallada y nunca más se habló de ello.
Los cercanos a Salinas de Gortari se enriquecían sin pudor ni límite alguno. Los grandes inversionistas se frotaban las manos. México era un botín sustancioso que había que apresurarse a repartir. Aquel que tuviera la habilidad de hablar y comer pinole al mismo tiempo sin ahogarse podía ya estar tranquilo con relación a su futuro.
La reconfiguración de nuevos grupos de ricos beneficiados con la corrupción descarada y por el modelo neoliberal fue significativa. La brecha entre ricos y pobres se fue ahondando. ¿Qué sistema o qué país puede progresar cuando la corrupción tiene las dimensiones que tenemos en el nuestro?
La tecnocracia hacía sentir su cascabeleo discordante. Imprimía su sello de modernidad. La influencia del narcotráfico avanzaba. El 24 de mayo de 1993 el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, ocurrido en el aeropuerto de Guadalajara, fue el inicio de otros más que nunca fueron esclarecidos. La Iglesia no aceptó jamás la versión oficial: “una confusión”.
La economía nacional se cimbraba en el último año del sexenio salinista. Fieles a su ADN, la fórmula aplicada desde siempre en tiempos de elecciones era ya sabida: “sacar dinero de donde sea”. Qué mejor que hacer más obras públicas, inflar cifras. La consecuencia fue un déficit de gran magnitud.
La crisis tiene su clímax durante la administración del presidente Carlos Salinas de Gortari, 1988-1994, quien incrementó el gasto fiscal a niveles históricos antes de terminar su mandato, mientras el peso mexicano se sobrevaluaba. El déficit elevado pudo reducir el flujo de inversiones y la generación de puestos de trabajo, motivo por el cual se decidió alentar las inversiones privadas en lugar de mantener la actividad estatal sin el adecuado control… No obstante, era un hecho conocido que el peso estaba sobrevaluado (al menos un 20 %), pero la vulnerabilidad económica no era bien conocida o era minimizada por los políticos y los medios de comunicación. Esta vulnerabilidad se agravó por varias decisiones de política macroeconómica y otros eventos durante el año 1994, documentaron expertos en el tema.
El aire enrarecido y ya viciado de la vida política cubría el cielo de México. En el escenario, la aparición del EZLN sorprendió a todos aquel enero de 1994. Indígenas encapuchados armados con rifles de madera y un aire de dignidad, antes menospreciados por la misma sociedad, parecían decir con su presencia: “¡Aquí estamos. Amamos la tierra. La dignidad no se vende, nuestro conocimiento es ancestral. Nuestro motor no es la codicia!”.
Su voz se abrió paso hasta los oídos de otros países, de hombres y mujeres que acudieron a escuchar lo que pedían aquellos que eran capaces de enfrentarse a los nuevos mercenarios de la tierra y del aire, y de todo lo que se pudiera vender y tasar en pesos y ganancias. Entre otras cosas, pedían “un modelo de nación en el que la democracia, la libertad y la justicia fueran los principios fundamentales de una nueva forma de hacer política, y el tejido de una red de resistencias y rebeldías altermundistas en nombre de la humanidad y en contra del neoliberalismo”.
Bizarro, profuso, rulfiano, kafkiano, difuso y descarnadamente shakesperiano, vendría luego el asesinato de Luis Donaldo Colosio, quien enfrentaba un drama familiar junto a su esposa, Diana Laura Riojas, cuya admirable fortaleza interna sostenía en pie su frágil cuerpo, mermado por un cáncer en etapa terminal. Imposible no conmoverse ante la tragedia que parecía ensañarse con ella.
Con estoicismo, enfrentó el dolor de ver muerto a su marido y saberse rodeada de hombres de un Estado putrefacto, enfrentados y sumergidos en la vorágine de una de las condiciones humanas más devastadoras y corrosivas cuando no existe el contrapeso espiritual que contenga su desmesura: el ansia de poder.
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