Autoría de 3:17 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

Semana Santa – Víctor Roura

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Se cuenta la historia de un gurú que congregó en un estadio a una importante audiencia con la promesa de que ofrecería una prueba definitiva de la existencia de Dios. Cuando todos esperaban la prueba irrefutable, exhibió con amplios ademanes el Oxford English Dictionary y mostró que contenía la palabra “Dios”. Puesto que la palabra estaba allí, y había una definición, tenía que existir algo que correspondiera a ella.

      Dice el filósofo británico Simon Blackburn (1944) que no tiene la menor idea de cómo pudieron sentirse aquéllos que se encontraban entre el público, “o si alguno de ellos llegó a pensar que el diccionario también mencionaba a Santa Claus y a las hadas, aunque los calificara expresamente de míticos o imaginarios. Pero resulta interesante reflexionar acerca del hecho de que puedan existir palabras con significado a las que no corresponda ningún objeto. El motivo es que una cosa es definir un concepto y otra muy distinta que exista algún objeto que corresponda a la definición”.

      En su libro Pensar (Paidós, 2001), Blackburn dedica un capítulo, de ocho en total, a Dios (“para algunas personas, pensar acerca del alma es casi lo mismo que pensar acerca de la religión —dice en la introducción—. Y pensar acerca de la religión es una de las ocupaciones más importantes de la vida, si bien para otras es casi lo mismo que perder el tiempo”), o por lo menos se sumerge a los argumentos que rodean esta compleja cuestión. Para ello recurre a san Anselmo (Anselmo de Canterbury, Italia: 1033-1109, canonizado casi cuatro siglos después), para quien Dios es el ser “más grandioso que podamos concebir”. Y quienes lo niegan son, sencillamente, unos insensatos.

Anselmo de Canterbury

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San Anselmo argumentaba: “Cuando este mismo insensato me oye decir algo más grandioso que cualquier otro ser que podamos concebir, seguramente entiende lo que le digo, y todo lo que entiende existe en su entendimiento, aunque no entienda que exista (en la realidad). Así, pues, incluso el insensato debe admitir que existe, al menos en su entendimiento, algo más grandioso que cualquier otro ser que podamos concebir, ya que lo entiende cuando se lo dicen, y todo aquello que se entiende existe en el entendimiento. Y sin embargo aquello que es más grandioso que cualquier otro ser que podamos concebir no puede existir únicamente en el entendimiento, porque si existiera únicamente en el entendimiento podríamos concebirlo como existente en la realidad, lo cual significaría mayor grandeza”.

      Lo interesante acerca de este argumento, indica Blackburn, “es que es puramente a priori. Pretende haber demostrado la existencia de Dios a partir de un simple examen del concepto o definición de Dios. Se parece a cierto tipo de prueba matemática que deduce, a partir del concepto de circunferencia, el hecho de que las cuerdas trazadas desde un punto cualquiera hacia los extremos opuestos de un diámetro forman un ángulo recto. El argumento no necesita premisas empíricas: ninguna medición o dato procedente de la experiencia”.

      Ya en la época de san Anselmo, un fraile llamado Gaunilo cuestionó el argumento. “Gaunilo observó —dice Blackburn, siempre dispuesto a hacernos pensar— que si el argumento fuera válido, también podría ser empleado para demostrar toda clase de conclusiones demasiado buenas para ser ciertas: por ejemplo, que existe una isla más perfecta que ninguna otra que se pueda concebir”.

      Desde el punto de vista de Blackburn, el problema de fondo habría que buscarlo en que “el argumento compara las cosas que están en la realidad con las cosas que están en el entendimiento (es decir, en función de una definición, o bien en la imaginación o en los sueños), en relación con propiedades como la grandiosidad o la perfección”.

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El asunto es de suyo complejo, si bien el argumento ontológico, como asevera Blackburn, “ha resultado siempre sospechoso”. El mejor teólogo y filósofo de la Edad Media, santo Tomás de Aquino (c. 1225-1274), se negó a aceptarlo: “Prefirió defender que Dios es necesario para explicar el mundo o el cosmos tal como lo conocemos. Este argumento, conocido como el argumento cosmológico, resulta mucho más atractivo para la imaginación”. Tal como apuntara el inglés Hume (1711-1776) en sus Diálogos sobre la religión natural (publicados en 1776, el año de su muerte): “Si no hay un ser necesariamente existente, toda suposición que pueda hacerse es igualmente posible; y es igualmente absurdo pensar que nada haya existido desde la eternidad, que pensar en esa sucesión de causas, que constituye el universo. ¿Qué fue, pues, lo que determinó que algo existiese en lugar de nada, y confiriese el ser a una posibilidad particular, con exclusión de las demás? Causas externas se supone que no las hay; el azar es una palabra que carece de significado. ¿Fue, acaso, nada? Pero eso jamás puede producir algo. Debemos, por lo tanto, recurrir a un Ser necesariamente existente, que lleve en sí la razón de su existencia, y que no pueda suponérsele no existente sin contradicción expresa. En consecuencia, hay un tal Ser, es decir hay una Deidad”.

      Empero, el también británico Bertrand Russell (1872-1970), siglo y medio después, descubrió que “el argumento de la causa primera tenía un fallo y, por cierto, un fallo único y espectacular, que consistía en que no sólo la conclusión no se deducía de las premisas sino en que de hecho las contradecía. Su idea es que el argumento parte de la premisa de que todo tiene una causa previa y distinta y, sin embargo, termina con la conclusión de que es necesario que haya algo que no tenga una causa previa y distinta, sino que posea en sí mismo la razón de su existencia, en cuyo caso la conclusión niega lo que afirma la premisa”.

      El pensamiento es pertinaz e infinito, ciertamente.

Bertrand Russell

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Siempre se busca una respuesta a todo. Las inquietudes, decía Kant (1724-1804), son inevitables. Cuando pensamos en el big bang, la explosión que los científicos atribuyen al origen de la vida, “la primera pregunta —dice Blackburn— que se nos ocurre es: ¿y eso por qué sucedió? No nos satisface la respuesta por ningún motivo, porque no nos satisface que las cosas sucedan porque sí: nuestro afán de obtener explicaciones es insaciable, de modo que postulamos alguna otra cosa, otra causa que se esconde detrás de ésta”.

      Una cosa sigue de otra hasta el infinito.

      Por eso, la mayoría de las personas se refugia en el fideísmo, “que reconoce la falta de base de los argumentos, aunque defiende el derecho de las personas a creer en lo que quieran. El fideísmo atribuye cierto mérito a la fe ciega, parecido al de la madre que se niega a admitir la culpabilidad de su hijo a pesar de las pruebas que le condenan”.

      Evidentemente, precisa Blackburn, “el hecho de que adoptemos una actitud hacia el fideísmo que permita que ciertas creencias religiosas concretas escapen a la razón, depende en gran medida de los resultados que recientemente hayamos obtenido de ello. Hume nació [1711] cuando todavía no habían pasado veinte años desde la última ejecución oficial por motivos religiosos que tuvo lugar en Gran Bretaña, y él mismo se vio acosado por la entusiasta hostilidad de los creyentes. Si en la época y el lugar donde nos toca vivir lo único que vemos son excursiones parroquiales y obras benéficas, no tendremos motivos para preocuparnos demasiado. Pero hay mucha gente que baja de la montaña pertrechada con sus propias certezas prácticas acerca de cómo deberíamos ser”.

      Por consiguiente, el fideísmo se convierte, así, en un pensamiento intolerante.

      Y Dios se da por sentado que es tolerante.

      Luego entonces…

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Last modified: 14 abril, 2022
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