… it is your sorrow
that has made a slave of me
The day is breaking now
it’s time to go away,
I’m so afraid to leave
but more afraid to stay
Forgive me,
for leaving,
the sadness in your eyes,
forgive me…
Ariel
October Project. 1993
I
No había vuelto a pensar en ella porque creí que al abrir mis ojos disolvería para siempre aquellas nocturnas ensoñaciones. Del mismo modo, pensé que al cerrarlos me sustraería de su perturbadora efigie. Ni lo uno ni lo otro; trece años después de conocerla reaparece en mi vida para provocarme, además de los placeres de observar su indescriptible figura, quebrantos, preocupaciones y agonía.
Apenas ayer la supuse olvidada. Anoche, hoy de madrugada, me asaltó con un beso explosivo, sensual, mortífero. Al igual que otras veces, la imaginé un mal sueño, una pesadilla. Qué equivocado estuve; la impronta de su presencia se ha perpetuado en mi cuerpo, en mi espalda, en las diminutas excoriaciones que luzco en el cuello y a través de la mácula ocre que irrumpe la blancura de mi almohada.
Si tú que me has seguido hasta estas líneas tienes tiempo para leerlo, procederé a contarte una historia que tal vez no sea de todo tu interés, pero que me gustaría exponerte, por un lado, porque es algo que me ocurrió, y un poco también por si algún día te encuentras con ella y la recuerdas como alguien cercana, familiar, aun cuando tengas la completa certeza de nunca haber posado tus ojos en su enceguecedora silueta. Te prevengo: ella es un espejismo obsedente, inconcebible, como si a un tiempo todas las mujeres cuantas conoces se conformaran en una sola presencia ante la que te rendirías sin reparos ni contemplaciones y ofrendarías por completo, desde tu tiempo y razón, hasta la última gota de tu sangre.
II
Físicamente la vi una decena de veces, otras tantas he sabido de ella por cartas, telefonemas, testimonios de terceros e inverosímiles apariciones en video; pero a pesar de ese exiguo acercamiento la sigo poseyendo como indestructible recuerdo, como ensoñaciones que luego de esfumarse dejan huella tangible en el mundo de la vigilia, como estigma lastimero que se contrapone a todo mi entendimiento y convicciones.
Se vino conmigo no sé de qué ignoto sitio, no como persona, sino como esencia que no requirió más que de mis temores y deseos para atormentarme o complacerme, según ella lo quisiera.
Ya se ha marchado, pero cobarde aguardo el momento en que habré de afrontarla de nuevo. A su efímero paso por mi vida me dejó varias pistas que infructuosamente he seguido en su búsqueda, algunas filias, aversiones y manías que no creo superar nunca, y el sentimiento de saberla toda a solas, alimentándose únicamente de recuerdos y esperando impaciente mi partida.
III
Cierta cálida madrugada de verano, por motivos que no viene al caso detallar, deambulaba sobre una calle todavía encharcada por la lluvia reciente. El aroma de la tierra mojada y la humedad conferían un escenario placentero, aunque extraño.
Tras recorrer varias cuadras y ya próximo a mi destino vislumbré una silueta calle abajo. Era una figura femenina. La seguí con la mirada y antes de que doblara la esquina me había resuelto seguirla por encima de mi cansancio y sobre el gélido viento que, repentino, me azotó la cara.
Diez metros frente a mí, de espaldas, su contorno se erguía monumental. Tal vez un metro ochenta de estatura, pelo rubio a media espalda, lacio, con fulgores casi áureos. Chaqueta negra de cuero, falda igual, que expandida sobre unas grandiosas caderas bajaba hasta unos muslos desnudos, capiteles de majestuosas piernas doradas, construidas sobre sóleos y gemelos turgentes, admirables. Zapatos bajos, sin tacón y de punta poco pronunciada. Como guirnalda lúbrica, lucía una fina cadena de oro en torno a su tobillo izquierdo.
Caminé tras ella un par de cuadras. En mi mente un aluvión de dudas se agolpaba violento. ¿Qué hacía a esas horas una mujer tan poco común, sola, en la calle?
Súbitamente, quizá al detectarme, urgió su altivo paso. Una corriente de aire me obligó a protegerme los ojos, al bajar el brazo, se había ido. Corrí desconcertado, desanduve el trayecto y, por más que busqué, no pude encontrarla.
Aturdido, decidí seguir andando sin motivo ni propósito. Momentos después la descubrí sentada, afuera de un restaurante, ajena al ambiente de noctámbulos y trasnochados. La contemplé fascinado. Nadie, excepto yo, parecía advertir su presencia. No le aparté ni un momento los ojos, la miraba como queriendo inspeccionar cada palmo de su rostro, como intentando rescatarla de no sé qué recóndita remembranza, como deseando explicarme su estadía en este mundo.
Acosada por mis atisbos me cruzó con arrogante vistazo. Palidecí. Era un semblante sublime como ninguno había conocido hasta entonces. Sus ojos, esplendentes, de color indefinido, combinaban la grisura del acero con el verde de la esmeralda y restallaban con fulgores cerúleos de dureza y desdén.
Descubierto, me sonrojé como adolescente. Para disimular, mantuve un rato mi vista lejos de ella. Cuando pretendí mirarla de nuevo, ya no estaba en la banca. Intenté alcanzarla sin saber su rumbo. Luego, la perseguí frenético siguiendo un rastro que, presentí, no encontraría jamás.
Fue el primer contacto. Yo no lo sabría, sino hasta hace relativamente poco, pero ella ya había estado en mi vida y permanecería por cuanto durara, tal como lo prometió la última vez que la vi, expresándolo a modo de cordial oferta, a manera de un secreto convenio, como un incondicional pacto de amistad o, tal vez, como una velada amenaza.
IV
Existe un lugar maravilloso en el Estado de México por cuanto en él puede verse. Es tal vez uno de los puntos en donde se tiene contacto más directo con la naturaleza y con la identidad salvaje que uno lleva dentro; además, imprime en quien lo visita la impronta de una historia prodigiosa, pletórica de milagros geológicos, proezas de héroes y gestas de pueblos.
Tendría unos catorce años, no más, cuando acompañado de amigos de la edad acampamos en esa zona. Exploradores novatos, disfrutábamos, aún ajenos a los placeres adultos, del campo, los colores del cielo y los aromas que el viento arrastraba desde sitios remotos. Jugando a descubrir figuras en los nimbos y a identificar los sonidos de la tarde, dejábamos pasar el tiempo tumbados junto a una hoguera.
Buscando un ave que me pareció se ocultaba en un matorral, un leve crujido entre la hierba llamó mi atención. Agazapado busqué cuidadosamente el origen de aquel sonido, localizando a unos seis metros un pequeño venado cola blanca que ramoneaba distraído. Si bien en excursiones anteriores había visto ardillas, pájaros picamaderos, cernícalos y hasta escuchado el lejano aullido del coyote, nunca me había topado con un ciervo en libertad.
Continué observándolo hasta que oteando me presintió y se alejó a saltitos. Mi lúdica alma aventurera me instó a seguirlo y así lo hice por un largo rato hasta que me di cuenta de que la luz de la tarde comenzaba a escasear.
De regreso, las sombras se alargaban y el viento se fortalecía confundiendo su sonido con los ruidos del bosque que, a veces, sonaban lúgubres. Muy lejanos, escuchaba o creía escuchar los silbidos de mis compañeros que ya comenzaban a buscarme.
Un gruñido hizo que el miedo estallara en mi pecho. En la naciente oscuridad intuía formas que por todos lados me cercaban y creí apreciar unos ojos refulgentes entre la vegetación.
Así pasaron unos instantes que me parecieron horas, hasta que impulsado más por el miedo que por el raciocinio, sólo acerté a correr en una dirección; conforme huía, contundentes ladridos hostigaban mi desenfrenada carrera.
Eran perros mostrencos. Ni domésticos ni salvajes. Producto de los malos dueños que, aburridos de sus mascotas, los echan a la calle y los condenan a sobrevivir alimentándose de los desperdicios de los paseantes. En áreas abiertas, como bosques y pastizales, estos cánidos conforman auténticas jaurías que, a diferencia de los coyotes, no temen a los humanos y, distintos a los perros domésticos, son más feroces y temerarios.
Apenas me sentí a salvo procuré recuperar el rumbo. La oscuridad casi completa comenzaba a romperse por una luna bisoña que se levantaba sobre el este. A tientas y guiándome a medias por las constelaciones intenté regresar al campamento. Ya no estaba asustado, pero tenía un poco de angustia, pues ignoraba cuánto me había alejado de mis compañeros. Los ferales, unos 12 o 15, acechaban a distancia, tras los árboles y entre los matorrales. Caminé algunas centenas de metros, quizá un kilómetro, la luna llena que ascendía por la bóveda celeste iluminaba tenuemente la arboleda. Así continué avanzando hasta que arribé a un calvero. Su correr agitado me indicó que los canes, intempestivamente, enfilaban con rumbo contrario al que yo llevaba. Más tranquilo, me senté en el claro e intenté serenarme.
Cerré los ojos y me rendí a la fatiga. Súbitamente sentí una mano sobre mi hombro izquierdo. Sorprendido, pero paradójicamente no espantado, quise descubrir quién me tocaba. Después de eso no recuerdo más que un intenso aroma de flores y humedad.
Desperté en el campamento, cobijado y con una taza de té caliente entre las manos. Me explicaron que llegué solo y caminando, con las ropas mojadas y el cuchillo de monte empuñado, que no dije dónde estuve y alegando cansancio, me tiré en el pasto quedándome inmediatamente dormido, con un sueño pesado, anormal, del que horas después me rescataron con dificultad.
Tal vez soñé, pero vívidamente recuerdo de aquella noche la imagen de una mujer rubia caminando descalza sobre el claro del bosque, de espaldas a mí, con ropa vaporosa tras cuya negrura se traslucía una piel nívea, su pelo dorado reflejaba la pálida luz de la Luna; circundante, percibía una exacerbada fragancia de hierbas, maderas y flores.
Al otro día, aseándome en el río, descubrí amoratada la inconfundible huella de una mano sobre la piel de mi hombro izquierdo y, más arriba, sobre el cuello, reflejándose en un espejo diminuto, un leve verdugón, como raspadura que subía hasta mi mandíbula. La sensación de percibir como nunca los aromas del entorno persistió durante toda la excursión.
En sueños posteriores vi –sentí– a la mujer besándome. Nunca descubrí su rostro, pero luego supe que, aquella noche, Xenia, a las faldas del Xinantécatl, me había hecho suyo para siempre.
AQUÍ PUEDES LEER MÁS “DISONANCIAS”, DE JORGE DÍAZ ÁVILA, PARA LA LUPA.MX
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