V
Unicorns and cannonballs, palaces and piers
Trumpets, towers and tenements
Wide oceans full of tears
Flags, rags, ferryboats
Scimitars and scarves
Every precious dream and vision
Underneath the stars, yes, you climbed on the ladder
With the wind in your sails
You came like a comet
Blazing your trail too high
Too far
Too soon
You saw the whole of the moon
The Whole of the Moon
Waterboys. 1986
Xenia viene, así lo ha manifestado, de Aggtelek; aunque no nació ahí, es donde encontró por largo tiempo el mejor sitio para su insólita existencia. Yo nunca he estado en ese punto, pero puedo decirte que es una compleja galería de simas y cavernas que ciñe por un costado la vasta llanura que se extiende al noroeste del Danubio, en un emplazamiento orográfico que evito citar, porque luego de los estrepitosos cambios geopolíticos de Europa del Este no sé a qué país pertenece. Y es justamente por esa vorágine de acontecimientos, que a la postre culminaron con la caída del sistema socialista, como ella llegó hasta mí. Por un prolongado lapso vecina del Danubio, Xenia tomó de ese anchuroso río el azul iridiscente de su mirada.
Dice que de los primeros años de su vida recuerda bosques extensos de caducifolios y macizos verdes de pinos y oyameles, rememora el aroma de la floresta y, a cada palabra suya, con su aliento, evoca arboledas frondosas del Erdély. Supone que esas imágenes, de hace centurias, su mente las debe a la convergencia de los Cárpatos y los Alpes transilvánicos, de donde la mayoría de los suyos provienen, han vivido o permanecen.
Esos sitios, para Xenia, fueron su paraíso. Cuando el Erdély húngaro se convirtió en la Transilvania rumana mediante el tratado de Trianon de 1918, comenzaron sus dificultades. Décadas más tarde, con la estirpe de los Ceaucescu, padeció, junto con los suyos y con el resto de sus compatriotas, calamidades que no imaginaron, hasta que finalmente, cuando la Perestroika hizo crisis en Europa del Este desmembrando el bloque socialista, fue corrida definitivamente por las penurias que redujeron a escombros las capitales, otrora gloriosas, de los países satélites de la URSS.
Hablo de Xenia refiriéndome a ella, porque en realidad no sé cómo nombrarla. Dice llamarse así, pero en mí no cabe la certidumbre, pues la he visto actuando con otros títulos, por cierto, más acordes a su fisonomía y probable nacionalidad.
La historia de los de su especie está repleta de supuestos y mentiras que la tradición popular ha tejido como mitología en torno a su presunta existencia. Invariablemente se les relaciona con maldad, crímenes y muerte, y tal vez así sea, pero en el caso de Xenia, el único que conozco de primera mano, fue completamente distinto. Si no amor, me regaló una encendida pasión, si bien efímera, de recuerdo indeleble y eterno. Nunca supe que dañara a alguien, lo único de lo que pude culparla es del encandilamiento instantáneo que producía en quienes llegaban a verla. Y muy en sentido contrario, el vincularme con ella me bosquejó el riesgo de la inmortalidad.
VI
Declina la tarde lentamente,
nubes rojas encienden sus fulgores;
muestra el verde maizal sus esplendores,
y el sol se oculta majestuosamente
El Xinantécatl se yergue omnipotente
en el valle ataviado de verdores;
tiende agosto su manto de colores
y es mosaico de flores reluciente
Tras de agosto, septiembre va pintando
de múrice los riscos del Nevado
y de luces los cuestos festonando
Desde mi pobre mechinal amado
la ríspida montaña estoy mirando,
y disfruto el paisaje embelesado.
Rodolfo García Gutiérrez
(15 Sonetos)
La cuarta montaña más prominente del país es también la más bella. El Xinantécatl, señor desnudo, como le llamaban nuestros ancestros, es la más alta elevación –con 4 mil 578 metros sobre el nivel del mar– de las cumbres occidentales, una de las tres cadenas volcánicas paralelas que atraviesan longitudinalmente el territorio del Estado de México.
Quien visita esta maravilla natural, ineludiblemente, regresará una y otra vez. El Xinantécatl en invierno es todo distinto al de primavera y, en cada estación del año, uno encuentra en este gigante un ambiente indescriptible, sea de nieve, verdor, hojarasca o vigorosos riachuelos.
Hombre sensible y apegado a su tierra como era, el general Lázaro Cárdenas expidió el 15 de enero de 1936, mediante uno de sus primeros actos de gobierno encaminados a la conservación del ambiente, el decreto con el que se reconoció como Parque Nacional al Nevado de Toluca, o Xinantécatl, y sus alrededores.
De esta montaña se cuentan prodigios y se reseñan hechos sorprendentes. Se dice que desde su cúspide –en un día sin bruma– se puede observar sin dificultad las aguas del Océano Pacífico; que nuestros antepasados prehispánicos celebraban ceremonias ante las lagunas de sus cráteres en cuyos lechos depositaban ofrendas, muchas de las cuales se han rescatado; que un grupo de republicanos españoles, exiliados del franquismo, ocultaron en las profundidades de los cráteres un tesoro sustraído del Monte de Piedad de Madrid, en 1939, y otras tantas historias que son producto de una amplia tradición oral, sustento de pintorescas historias.
Lo que es posible constatar es la presencia de fragmentos de arena vitrificada –fulgurita, según los geólogos– que suelen hallarse a las orillas de sus lagunas, resultado de elevadísimas temperaturas, remanentes tal vez de sus últimas erupciones. Asimismo, evidente es la espléndida belleza de estas lagunas llamadas de El Sol y de La Luna que rellenan los cráteres, cuyas aguas son las concentraciones lacustres más altas del mundo, por encima incluso del Titicaca. Igualmente, se manifiestan otras circunstancias menos afortunadas: una desmedida tala en sus faldas, avance de la mancha urbana, erosión de los suelos forestales y aparición de la agricultura en lo que apenas hace corto tiempo eran bosques añosos e intrincados.
Una mañana de abril, bajo un cielo límpido y un sol radiante, mis tres hermanos, mis padres y yo ascendimos hasta las lagunas del Xinantécatl a través de la sencilla, pero eficiente, brecha de terracería que posibilita una cómoda subida hasta los cráteres, como en ningún otro volcán del mundo puede hacerse.
Serían las ocho de la mañana de un lunes feriado y nuestra familia era el primer grupo en arribar hasta el puesto de vigilancia que resguarda el camino hacia la cima. Sin contratiempos, franqueamos la caseta y continuamos hasta las lagunas. Antes de llegar, justo en la pronunciada curva que es el vértice de dos laderas, en contrasentido nuestro, una mujer caminaba cuesta abajo, sin abrigo suficiente para esas alturas y sin compañía alguna.
Nadie de mi familia comentó algo al respecto, inhibidos tal vez, según vagamente recuerdo, por el extraño aspecto de aquella dama. El paseo prosiguió cual lo previsto, hasta que un malestar mío adelantó el final de la excursión.
Bordeaba la laguna de El Sol, divirtiéndome como cualquier niño de seis años, aventando guijarros contra la reverberante superficie tratando de formar figuras caprichosas. Un repentino brillo cegó momentáneamente mis ojos. Justo en la orilla, un minúsculo objeto metálico resplandecía. Una vez que lo levanté me percaté de lo que era. Un pendiente dorado, tal vez un arete o un dije que simbolizaba una equis, del tamaño de una moneda pequeña y relativamente pesado para sus diminutas dimensiones.
Lo observé reflejar la luz del sol hasta que mi palma ardió bajo el metal, incomprensiblemente ígneo. Luego, lo guardé en mi bolsillo y regresé donde mi familia se preparaba para el almuerzo. Ya no comimos, un fuerte zumbido en mis oídos y un mareo pronunciado me hicieron palidecer. De inmediato bajamos de aquella cumbre. Al hacerlo, mi padre comentó al guardia algo sobre la mujer que vimos descender. Sorprendido, el vigilante contradijo su afirmación, ya que, explicó, nadie había subido antes que nosotros y entre los huéspedes del albergue ubicado metros abajo no había mujeres; tampoco había campamentos ni atletas entrenándose a pie o en bicicleta. Riendo, calificó de alucinación lo que habíamos visto, producto tal vez de la altitud, y preguntó sobre la razón de nuestra súbita bajada.
Cuando acudimos al médico, me diagnosticó mal de montaña, falta de oxígeno y náuseas por el enrarecimiento del ambiente. Le creí, pero supuse algo más que eso. En mi bolsillo guardé aquella equis que hasta la fecha atesoro como una auténtica reliquia. Desde entonces, ella luce solamente una cadena de oro alrededor de su tobillo izquierdo.
VII
A su breve paso por América, ella escogió como refugio las cumbres del Xinantécatl y sus frondas contiguas, tal y como otros de los suyos lo vienen haciendo desde tiempos remotos, aunque quizá estas tierras no sean un exilio, pues tal vez su origen sea América y no Europa; los Desmodus rotundus ―quirópteros hematófagos prototípicos― son endémicos del nuevo mundo; no existen especies parecidas en los Cárpatos ni en ningún otro punto del viejo continente, de donde se deriva la mayoría de las leyendas de vampiros.
Un cerro cercano al Xinantécatl, así como el municipio en el que se encuentran ubicados se denomina, al igual que en las épocas precolombinas, Tzinacantepetl, Zinacantepec ya castellanizado, es decir, Cerro del Murciélago; incluso algunos lingüistas conceden la misma acepción a Xinantécatl y no el significado de “señor desnudo” que actualmente se le otorga. Y si bien es cierto que en esa zona no hay una significativa presencia de quirópteros ni ninguna especie de estos que sea notoria, es conocido por todos cierta tradición de hechicería que ha conferido a algunos brujos de la región tal celebridad que recurren a ellos, procedentes de lugares distantes del país y el extranjero, cientos de personas en busca de remedio para raros males, enfermedades incurables, conjuros y desamor.
Hoy en día, aún es frecuente escuchar historias de los allí avecindados sobre rituales insólitos que se celebran entre los bosques, así como de ceremonias y acontecimientos inexplicables que tienen lugar en las cumbres y a las orillas de las lagunas de este volcán, concentraciones lacustres que han visto desfilar frente a sus aguas sucesos inconcebibles, personajes inauditos y entes sobrecogedores que alguien ya antes llamó los dueños invisibles de este mundo. De esas lagunas que desde hace once mil años coronan al Xinantécatl, Xenia apresó, para siempre, el verde resplandor en su mirada.
VIII
De Budapest a Bucarest no hay más que dos letras de distancia y en tan corta diferencia, pero en un lapso incomparablemente más amplio, Xenia se movió la mayor parte de su vida. Refiere su origen al Erdély húngaro, pero su huella incluso se ha estampado en la ignota Transoxiana, siendo por un tiempo huésped en las legendarias tierras de Samarcanda.
Luego, los cambios geopolíticos la avecindaron en la Transilvania rumana y, sin saberlo, la transmutaron forastera en Sogdiana hasta devenir, más tarde, en una especie de refugiada en Aggtelek. Finalmente, ella se mudó hasta América para convertirse en la Xenia que conozco y de la que te he relatado, quien se introdujo en mi vida y la afectó hasta el punto de sentirme acosado en la realidad y hostigado en mi onírica subconciencia. De perseguidor, troqué en fugitivo.
La fugaz relación con ella me permitió inspeccionar vagamente algo de su intimidad. Conocí de su acendrada melomanía que le posibilitaba identificar sin yerro cualquier pieza musical desde sus primeras notas, fuera cual fuera su género, antigüedad o procedencia. Así también, la ubiqué en múltiples trabajos musicales recientes, ya como corista o ejecutando algún instrumento; su imagen, incluso, ha aparecido en fotografías de algunas obras y hasta en los créditos, no como Xenia, sino bajo otros nombres euroasiáticos. Aunque no podría asegurarlo, sé que se encubre bajo ellos.
Si eres entusiasta de la música seguro podrás identificarla; solamente refiere cuanto te he contado y verás que de entre un cúmulo de datos o imágenes, ella brota ante tus ojos, en nombre o figura. Es más probable que, si la buscas, la halles en proyectos inscritos dentro de corrientes heterodoxas, desde el new age hasta géneros alternativos, estridentes y dark. Es más, muchas letras de tus melodías favoritas, pertenecientes a estos movimientos, seguramente se inspiraron en la Xenia de la que ahora te hablo. En contraste con lo que dicta la vox populi, ella no es una hematófaga absoluta, sino más bien omnívora, aunque su predilección por la sangre humana no puede disimularla jamás. Por centurias a su refinado y aristocrático gusto por la comida se agregó la delectación por el tejido hemático, siendo este, además, el agente que le confiere su insenescencia. Ella no tiene costumbres ni tendencias necrófilas; sobre las lápidas de los cementerios prefiere sin parangón reposar sobre camas suaves y sábanas de seda. Al contrario de lo que dictan las creencias, a ella le encanta mirarse en los espejos. Y en efecto, no tolera mucho la luz del sol, por lo que su cualidad de nictálope destaca sobre quienes noctámbulos coinciden con ella.
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