IX
The sky is burning
A sea of flame
Though your world is changing
I will be the same
Slave to Love
Bryan Ferry (1985)
Xenia nació el 13 de abril de 1294, antes, vivió veintisiete años como una dama aristocrática en una región de la incipiente Europa que estuvo inmersa en la épica de la última Cruzada y que fue afectada por un tratado mediante el cual Transilvania era cedida al reino de Hungría. Desde entonces, como una suerte de ángel caído, ella supervive a las épocas, las crisis y los hombres.
Xenia no tiene nacionalidad. Tal vez surgió en Europa, pero ha residido más allá de la línea imaginaria que separa esa tierra de Asia y esporádicamente se albergó en América. Igualmente, no reconoce el límite que diferencia la realidad del pensamiento e, indemne, traspasa la frágil frontera entre la vida y la muerte.
A veces sueño con ella y al despertar descubro, distintivas, la huella de su mano sobre mi hombro izquierdo y la marca de sus deletéreos besos en mi cuello. Se imprimió tan hondo su consuntiva presencia que me inquieto en extremo al mirar una rubia, y el color negro me produce nerviosismo; de igual modo, no tolero la sangre y, ante el menor indicio, siento náuseas, laxitud y angustia.
Una vez rehusé beber de su sangre, renunciando con ello a la posibilidad de la persistencia. Paradójicamente, si quiero verla de nuevo, habré de fallecer antes, aunque quizá no del todo. Xenia, al igual que las manifestaciones artísticas de su predilección, sostenía: muere joven y vivirás para siempre.
Intenté el suicidio para acercarme a ella y en mi agonía la vislumbré tomada de mi mano derecha, caminando a mi lado y hablando no sé qué extrañas palabras que me resultaron incomprensibles. Reanimado por los médicos desperté agotado, sudoroso, en medio de un raro aroma a flores y con mi mano diestra totalmente parestésica. Ignoro a dónde me llevaba o cuál sitio era aquel, pero sé que por ahora la única vía para llegar hasta ella es la muerte, aunque una celada en mi sueño podría acortar el trayecto.
La única foto que de ella conservo no hace justicia a su inigualable hermosura. Se la tomaron por sorpresa en un bar de carretera durante uno de nuestros primeros encuentros. La atesoro junto con su X áurea y un mechón de sus cabellos que no cesa de crecer; no la muestro a nadie y, para mi desgracia, producto acaso de un deficiente proceso de fijado, ha comenzado a amarillear, a difuminarse, a perderse como un fantasma en la lisa superficie del papel. No hay modo de recuperar su retrato, pero, en cambio, ya acuñé una respuesta para mis aflicciones: cuando alguien me nota adusto o malhumorado y pregunta qué pasa, invariablemente contesto para su sorpresa: es que… Xenia se pone amarilla.
X
Well let me tell you ‘bout the way she looked
The way she’d act and the color of her hair
Her voice was soft and cool
Her eyes were clear and bright
But she’s not there
She’s Not There
The Zombies (1965)
Xenia vestía invariable e impecablemente de negro. Fúnebre, lóbrega. Se ataviaba tratando de pasar inadvertida. Negra era su vestimenta como las sombras de las que surgía, oscura como la noche de la que era dueña.
Aun cuando nuestras entrevistas fueron escasas, nunca me percaté que utilizara un mismo atuendo. Algunas ocasiones incluso, en un mismo día –o noche– usaba dos o tres distintos vestuarios, siempre infaliblemente negros. Aun sobre ello, su pasmosa anatomía rara vez podía ignorarse: su radiante cabellera rubia era un señuelo para la vista. Aun en penumbra, su cabeza amarilla atraía las miradas, todas.
La última vez que la vi se vistió de rojo; rojo implacable, flamígero, hemático, infernal; rojo púrpura como su boca, rojo como mi sangre, sangre con la que tiñó sus pungentes labios.
Desde las zapatillas hasta la tiara que coronaba su testa, incluso sus ojos destellaban sanguinas. Enfundada en un diminuto strapless carmín, su ebúrnea presencia refulgía sublime. Sus uñas –rojas– nerviosas se enroscaban sobre sí, enfatizando las palabras de despedida que laceraban, al mismo tiempo que mis oídos, mis sentimientos.
Xenia nunca usó bolso ni medias. Jamás me expliqué cómo podía lucir tan pulcra –tan bella– sin un espejito a la mano ni lipstick que retocara su inconcebible y sofisticada hermosura. Y esa tarde, rojiza también, me sentí profundamente halagado al saber que tan portentosa mujer hubiese cambiado radicalmente su apariencia para mí. El desencanto vino después: fue su despedida.
XI
Como indicios, a veces recibo tarjetas postales, recortes de periódicos y fotografías que retratan construcciones, paisajes y lugares de países distantes que ella me envía, como queriéndome hacer partícipe de un itinerario del que deserté, por temor o cobardía. Algunos brevísimos manuscritos, indefectiblemente signados con una X, de cuando en cuando llegan a mi casa y al tiempo de comunicarme lacónicas frases me contagian un estado de ánimo distinto, añorado; una mezcla extraña de sensaciones encontradas, entre ansiedad y calma, se apodera entonces de mí.
Imbuido de esas impresiones rehago mis pasos por los derroteros que nos fueron comunes, revisito los sitios en los que ocasionalmente nos vimos, deambulo por la inercia de nuestros escasos recorridos. Como un paria camino por los lugares donde la descubrí, tratando de capturar del ambiente algún vestigio de su presencia.
La última morada que le conocí amanece hoy bajo un manto estigio. Extraviado de melancolía divago entre la lluvia matinal y la amenaza de tormenta tempranera. Del anubarrado firmamento de la ciudad de Toluca, Xenia, estoy seguro, aprehendió el acerado gris en su mirada.
XII
Hoy me niego a levantarme. Temo que afuera, entre la bruma de este amanecer grisáceo, mis sospechas se disuelvan ante la certeza de su deslumbrante presencia. Los años de extrañarla son nada ante la inmensa opresión de descubrirla cercana, volviendo por alguien que le pertenece, pero que, hasta ahora, se ha rehusado a entregársele…
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