A propósito del Día de las Madres, presentamos un fragmento de “Mi Roma está en la Portales”, serie de memorias infantiles y juveniles de José Antonio Gurrea C., publicada, en 12 entregas, entre finales de 2018 y mediados de 2019.
Regreso a mis seis años. Ya hablé de los recuerdos dulces, ahora toca el turno de los amargos. Estamos en junio de 1966 y es mediodía. Un día después de mi fiesta de cumpleaños juego con mi hermano Fernando a las guerritas con unos soldados de plástico que me regalaron en la víspera: de un lado, los heroicos gringos que nos remiten a Combate, exitosa y maniquea serie de aquellos años; del otro, los malvados alemanes, acompañados de un fiero combatiente japonés con rostro de kamikaze.
Luchamos por el control de Normandía cuando, de pronto, desde la recámara contigua, escuchamos a mi madre pegar un grito de dolor. Mary y Linda, mis hermanas mayores, corren a auxiliarla. Encorvada, con las manos en la zona del estómago, jadea y a gritos dice que siente mucho dolor. Detenemos el juego y, angustiados, también nos asomamos a la habitación. Llegamos en el preciso instante en que mi mamá comienza a vomitar sangre. No sabemos qué ocurre. Empezamos a pensar que Doña Conchita se está muriendo. Recuerdo vagamente la escena: los cuatro hermanos llorando, sin saber bien a bien qué hacer (mi padre, don Fernando, estaba en su trabajo y llegaría poco después). Mi hermano y yo, entre lágrimas y lamentos de desesperación, le suplicamos que no se muera. “Ya nos vamos a portar bien, ya no te vamos a hacer enojar”, gritamos terriblemente asustados.
Mi madre tiene 42 años cuando es trasladada de urgencia al Centro Médico del IMSS, entonces un flamante y enorme conjunto hospitalario diseñado y realizado apenas cinco años antes por el arquitecto Enrique Yáñez (muchos de estos inmuebles cayeron con el sismo de 1985). Ahí, tras varios días de internamiento, le salvan la vida luego del estallamiento de una úlcera gástrica. Al final, todo quedó en llanto y susto. Conchita no murió aquella vez ni en las siguientes cinco décadas. Formalmente, abandonaría este mundo en mayo de 2019, es decir casi 53 años después de ese grave incidente de salud. En sentido estricto, sin embargo, mi madre había muerto sin morir y vivía sin vivir, al menos dos o tres años antes.
La veo a sus 93, a sus 94, a sus 95 años… en agonía perpetua. Imposibilitada de caminar, muy disminuida, desde hace años se encuentra permanentemente atada a un sillón Reposet y a un tanque de oxígeno. A esa edad, y no hay lugar a equívocos, no sólo las rodillas ceden, la espalda se encorva, la mente se extravía y la visión y el oído disminuyen. A esa edad hasta el cabello lastima, hasta la piel arde, quema. Los huesos se hacen quebradizos. La gente encoge, se hace pequeñita.
Mi hermana Linda y, en el año final, también mis hermanos Mary y Fernando hacen guardias, la cuidan. Yo, en Querétaro, siento culpa mientras pienso todos los días antes de dormir que mis consanguíneos me despertarán una noche de éstas para decirme que mi madre ya está descansando del atroz sufrimiento que carga.
No es así, sin embargo. Doña Conchita se niega a irse y se aferra a una vida que ya no es tal. ¿Qué la mantiene aquí? ¿Tiene cuentas pendientes con alguien? ¿Se trata, meramente, del miedo al más allá?, son algunas de las preguntas que nos hacemos los cuatro hermanos.
Ante tantas interrogantes sin respuestas, la única certeza que nos queda es que mi madre se está desmoronando ante nuestros ojos, que su organismo funciona cada vez menos, que su cutis pálido y demacrado y sus ojos sin brillo presagian una muerte pronta, pero que tarda incontables meses en llegar. Nos invaden la desazón, el vacío, la impotencia de no poder hacer algo por ella. Los momentos de más de intensa tristeza son cuando su cerebro comienza a extraviarse: a momentos mi mamá empieza a desvariar y pide pan para alimentar a las parvadas de pájaros que sólo ella ve. A ratos sólo duerme y no despierta ni ante el mayor de los estruendos. En ocasiones no reconoce a hijos, yernos, nueras, nietos, pero pocas horas después está completamente lúcida y conversa, con total coherencia y lógica, con cualquier persona que se acerque a ella. Vamos de asombro a asombro.
Los últimos meses son muy lentos. Mi madre se pasa todo el día durmiendo y quejándose, conectada las 24 horas a su máquina de oxígeno. Prácticamente no prueba alimento alguno, a pesar de que mis hermanas le ofrecen papillas para bebé. Hasta ingerir agua con popote se convierte en un esfuerzo sobrehumano para ella. El rictus de su cara es ya de muerte.
Varias veces, en las guardias de madrugada que realizo cuando estoy en la CDMX, pienso que a mí me tocará verla morir. Me despiertan sus gemidos de dolor, pero cuando llego a ella su cara no muestra emoción alguna… como si ya hubiera fallecido.
No ocurre así, y mi madre sigue padeciendo esa no-vida durante largos meses. Al final, su fallecimiento, a los 95 años, acaba con su exigua existencia, pero, sobre todo, con su enorme sufrimiento. Lloramos su ausencia, y mucho, pero también sentimos alivio al saber que el injusto suplicio que padeció durante sus últimos años ha cesado. Al morir, perdimos a un ser esencial, entrañable, insustituible; sin embargo, dadas sus condiciones, fue muy poco lo que ella perdió.
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Hay otro cumpleaños que me remite a mi madre de inmediato. Posiblemente sea el de los 18 o 19 años. Extrañamente, esa tarde-noche doña Conchita y yo estamos solos en la casa paterna. La familia ha crecido. A los padres y a los hermanos, se han sumado cuñados y sobrinos. No hay nadie, sin embargo. Veo a mi madre poniendo un medio mantel en la mesa del comedor y cargando un pequeño pastel. No recuerdo si lo compro o lo hizo.
Nos sentamos a la mesa. Comenzamos a saborear un atole de fresa. De pronto, me pide que ponga uno de mis discos en el tornamesa. Me quedo gratamente sorprendido. No lo puedo creer. Mi madre, la que tanto critica, junto con mi hermano Fernando, la música que me gusta, y que califica como “puro ruido”, me está pidiendo que yo escoja el soundtrack de ese crepúsculo de junio. Por supuesto, le hago caso. Voy a mi cuarto y tomo uno de las obras más densas que tengo.
Puedo optar por algo más ligero para tratar de agradar y enganchar a mi madre con “mi música”, sin embargo, a los 18-19 años yo era un talibán del rock progresivo: ese género musical era, para mí, el único que tenía valor, por lo que escojo el Tales from Topographic Ocean, de Yes. Se trata de una compleja obra de 80 minutos dividida en cuatro partes llena de sonidos intensos, sublimes, con un gran entramado instrumental repleto de cambios de ritmo y movimientos contrastantes (como en una obra sinfónica). La portada, como casi todas las del grupo, es de la autoría de Roger Dean: un viaje onírico donde la pirámide de Chichen Itzá aparece sumergida debajo de un mar lleno de rocas que parecen selenitas.
El vinil comienza a girar en el plato del tocadiscos. No hay una sola crítica al viaje sónico de más de una hora, y sí una agradable plática sobre el porqué me había decidido a estudiar periodismo (estaba en el último año del bachillerato), acerca de las oportunidades laborales en esa carrera y mi opinión en torno a los periodistas televisivos de moda (Zabludovsky en Televisa y a López Dóriga en la entonces estatal Imevisión), que, por supuesto, era muy crítica con ese par de soldados del oficialismo priista. Qué grato recuerdo. A veces estricta y autoritaria, mi madre en ocasiones tenía esos detalles de gran empatía y generosidad.