Lo destacable ante mis ojos de aquel joven regordete, compañero de primero de secundaria de mi pueblo, era su alegría contagiosa. Me caía bien y me hacía reír mucho por lo fresco e ingenioso de sus comentarios. Pero ante los ojos de las mentes prejuiciosas y cargadas de la ignorancia de la época, y del exacerbado machismo, lo que les resultaba destacable de aquel muchacho de alrededor de 15 o 16 años era su amaneramiento, su inocultable inclinación homosexual. Y entre los tantos epítetos para referirse a Roberto, el de “joto” era de los menos agresivos.
Coincidíamos algunas veces a la salida de la secundaria (Centro Cultural Ignacio Manuel Altamirano). Caminábamos juntos el corto trecho que me separaba de mi casa a la escuela, sobre el camino principal. Y mi padre, al verme pasar con él y escuchar que me despedía con un hasta mañana, farfullaba enojado y entre dientes insultándolo con un “qué te juntas con ese joto”. Apenada y segura de que él le escuchaba, me metía presurosa a casa mientras Roberto apretaba el paso para escapar de la mirada furiosa de ese hombre, mi padre, que formaba parte de un pueblo preso de la ignorancia y de una intolerancia brutal a lo diferente, y tenía por normal el maltrato y vejaciones contra la mujer. Para la mayoría de sus hombres era importante dejar claro que decir “mi mujer” era ser el dueño y propietario de la esposa, de su voluntad, su cuerpo. Dueño y señor de ese patrimonio humano.
Los gritos a los hijos, los castigos con golpes, el cacicazgo y acudir a la zona roja donde las prostitutas del lugar bien podían ser jovencitas menores de edad, entre otras formas de vida construidas, pasaban por normales. Esa era parte del transcurrir de la vida en el pueblo donde crecí.
Roberto era propositivo, inquieto, vital; con esa alegría que le brotaba por los poros organizaba las tareas escolares en grupo, o fiestas en alguna de las casas los viernes o sábados. Nunca me dejaron ir a una de las reuniones. E ir a escondidas a algunas de ellas ¡ni pensarlo! Amén de que no era yo nada fiestera, en el pueblo, en ese entonces de apenas 10 mil habitantes, todo mundo sabía, o creía saber, todo de todos. Para bien y para mal pueblo chico pues.
Terminé el año escolar y me vine a la capital, Roberto siguió en el pueblo, lugar de los murmullos y de secretos, de disimulos. El pueblo de la malicia hacía afuera y de los secretos hacía adentro. La vergüenza que oculta y reprime a algún integrante de la familia con orientación diferente, pero deja convivir entre la comunidad a las “curiosidades” que representan aquellos otros que se manifiestan abiertamente homosexuales. Como fue el caso de los hermanos que llegaron un día a vivir allí. Se decía que eran de algún poblado alejado y que su familia los había corrido.
No se habla de eso… no, no, no
Ignoraba entonces que circulaba un rumor que tenía que ver con un integrante de la familia de mi madre. Un hermano suyo, destacado compositor que permaneció soltero toda la vida y que decían, las lenguas prestas al chisme, era homosexual. En la familia nunca se hablaba de eso. Sus logros y reconocimientos eran el orgullo de todos. Culto, sensible y estudiante de medicina hasta el cuarto año, misma que abandonó para seguir su vocación de compositor y poeta. Alrededor de él se había construido una historia familiar, que era la que yo sabía: una de sus canciones había sido inspirada por una exnovia de la que estuvo enamorado profundamente y cuyo amor fue imposible. Historias que se tejen, fantasías que se construyen para intentar cubrir el “honor o deshonra familiar”. El Bruno que habita en toda familia y cuya existencia se niega.
Valga el apunte: quienes vieron la película Encanto (Disney, Estados Unidos) entienden a qué me refiero. Para quienes no la han visto, la trama aborda los secretos que permanecen ocultos en la familia y la negación a hablar de ciertos integrantes. Pero, si no mal recuerdo, el mensaje esencial de la película está en la importancia de la defensa del individuo a ser lo que se quiera ser y no presionarlo para que cumpla las expectativas que la familia crea sobre cada uno.
El hermano de mi madre murió joven, menos de 55 años. Y supe también por un primo, con el que abordé el tema de la homosexualidad de nuestro tío, que siempre vivió profundamente desdichado. Murió en la casa de mis abuelos maternos, donde nació y creció. Enfermó del páncreas. Sabía que estaba a punto de morir y eligió hacerlo en su cama, entre su familia. Al saber su historia, ligué lo que me había llamado la atención desde un principio y sobre la que había formado mi propia teoría: lo suyo fue un suicidio lento y que al final apresuró con la ingesta de alcohol.
Un día toqué el tema con mi madre: ¿era homosexual mi tío? ¿Por qué nunca hablan de eso en la familia? La respuesta fue inmediata: “¡Cállate hija! Ni se te ocurra tocar eso con tus tías”, contestó mi madre mortificada. Callé entendiendo el dolor que significaba para ella la muerte de su hermano y el secreto que aceptó romper conmigo y comentar ciertas cosas de la infancia de él. Más tarde abordé el tema con otra de mis primas mayores que complementó información al respecto. Me habló de los comentarios que se hacían dentro de la familia, entre las cuatro paredes, y sobre cómo su madre, mi abuela y la familia trataron siempre de esconder la inocultable orientación de mi tío desde temprana edad.
Los dos hechos que comento aquí desataron una serie de interrogantes en mí: ¿Por qué señalar así a quien no hace mal a nadie y que es capaz de hacer poesía y canciones tan bellas? ¿A quién mató? ¿A quién violó? ¿Por qué no dicen nada de fulanito que se sabe es un maltratador con su mujer? ¿O del que se sabe es un violador en potencia? ¿Y aquellos hombres, supuestamente respetables, pero que suelen subir a la sierra donde compran a los padres por algunos pesos la virginidad de sus hijas, jovencitas casi niñas? ¿Y qué hay del macho bravucón, que no tiene empacho en difamar y señalar a cualquier mujer, aunque sea de la misma familia, cuya libertad y autosuficiencia le resulta ofensiva, pero esconde la homosexualidad del hijo, hermano o hermana y quizá la suya propia? Agresivo y bravucón, como el que más, fanfarrón y ambicioso, grita e inventa defectos en los otros para ocultar los que hay dentro de los suyos, y hace coyuntura con los que son iguales a él, y se sientan felices a degustar el mismo platillo rebosante de infamias. Estas y otras preguntas me he formulado a lo largo de la vida, después de ver desfilar ante mis ojos personajes como los que cito.
No más
Regresé hace una semana de estar varios días por allá, en el terruño de mis amores. Mi pueblo languidece y está a merced, como todo el país, de la violencia e inseguridad jamás imaginada. La zozobra está latente. Un pueblo de aproximadamente 25 mil habitantes y que ha decrecido en su población. Un gran número de oriundos han emigrado a Estados Unidos, donde han formado ya su vida, algunos su patrimonio, y no son pocos los que añoran el regreso a su tierra. No tengo duda de que regresarían gustosos si los gobiernos en turno garantizaran condiciones de desarrollo y seguridad para hacerlo. Pero eso parece estar lejano.
Estando allá me enteré que Roberto falleció ya. No pregunté de qué. Pero joven. Cincuenta años han pasado ya de estos episodios vividos, de este cruce de caminos con Roberto. Y cuarenta quizá de lo del hermano de mi madre. En el tema del respeto a homosexuales hay avances. Más tolerancia. Más aceptación. Por fortuna. Y en la semana me encontré con un post recién publicado en la página de la estación de radio local, cuyo director hace una gran labor informativa, cultural y comunitaria y quien publicó este logo que celebro, porque habla de un cambio, aunque paulatino, más civilizado, fraterno, tolerante a toda expresión. ¡Bravo por eso! Deseo y me pronuncio porque no hayan más víctimas violentadas por el machismo enfermizo, no más secretos en familia que repriman la esencia de cada ser, no más homofobia y fabricación de la desdicha. No más.
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