La tarde del martes 14 de junio, una persona que laboraba en las oficinas administrativas de Petróleos Mexicanos (Pemex), ubicadas en calle Estío de la colonia Las Rosas de la capital queretana, fue ejecutada con al menos siete disparos cuando salía de ahí.
El empleado asesinado, según se sabe, trabajaba en la localización de ductos de la paraestatal que estuvieran dañados o perforados y los reportaba para evitar que hubiera robo de combustible.
Un par de días después, la Fiscalía Anticorrupción informó la detención de seis elementos de la Secretaría de Seguridad Pública del municipio de San Juan del Río, debido a que no reportaron el hallazgo de un lugar en el que se extraía combustible de forma ilícita.
A reserva de lo que se encuentre en las investigaciones que realizan las autoridades correspondientes, este crimen y la omisión de los policías municipales dejan un rastro que conduce hacia la delincuencia organizada.
Varios días antes, las autoridades de la fiscalía reportaron el hallazgo de dos cuerpos de personas jóvenes dentro de sendas maletas, enterradas en una fosa clandestina en una obra en construcción, al norte de la ciudad de Querétaro.
Después de un par de meses y días de investigación por la desaparición de ambas personas, la localización de sus cuerpos abrió una sólida línea de investigación: fueron ejecutados por no dar el monto de dinero obtenido por la venta de droga que se les entregó.
Tanto tiempo
Los tres sucesos narrados se constituyen en un elemento nodal para confirmar una realidad que no hemos querido aceptar: la potencial presencia del crimen organizado en tierras queretanas.
No digo una verdad desconocida y la menciono con el exclusivo propósito de que, como sociedad, comprendamos esta condición que invade al país y que, infortunada pero obviamente, está en Querétaro.
Hace poco menos de 25 años, en una de sus primeras entrevistas con la prensa local, el entonces gobernador del estado, Ignacio Loyola Vera (1997-2003) comentaba (cito de memoria) que los narcotraficantes utilizaban a nuestra entidad solamente como lugar de residencia o de descanso, pero no de tráfico ni de disputa de territorio.
La semana pasada, el actual gobernador se convirtió en el primero de los mandatarios de la entidad, después de Ignacio Loyola, que a casi 25 años de saberse que hay presencia de organizaciones delincuenciales en tierras queretanas reconoce este hecho.
Al ahora gobernador le ha costado aceptar esta realidad, pues desde que inició su mandato ha insistido en declarar que en Querétaro no hay delincuencia organizada.
Hasta mayo pasado, sus pronunciamientos han estado acompañados de otras arengas como “la policía no permitirá el acceso de la delincuencia a Querétaro”, “¡vamos a frenar la delincuencia!” o “hasta el día de hoy… podríamos decir que Querétaro está libre del crimen organizado”.
Apenas el viernes de la semana pasada, modificó su discurso y lo matizó para señalar que, como el país vive momentos complicados de violencia, no descartaba su repercusión en Querétaro.
La hora de cambiar
La entidad cada vez está más involucrada en esta lastimosa realidad que vive nuestra nación: violencia, inseguridad y crimen organizado, cuya presencia ha sido confirmada por análisis realizados tanto por el gobierno de Estados Unidos como por el de México. Reconocer esta realidad es el primer paso que debemos dar. No es algo grato ni deseable, pero es lo que se debe hacer.
Asumir que sí tenemos problemas delincuenciales deberá de acompañarse de una mejor estrategia para reducir el margen de maniobra de los criminales en el territorio estatal.
No es factible mantener las mismas acciones y reacciones frente a esta nueva condición.
Aquí es donde cabe una convocatoria a toda la población, abierta, clara y sin matices, para que se sume a esta gran cruzada social.
Varias acciones se podrán realizar. Lo único que no es factible es seguir negando la realidad. Esa es, sin duda, la peor decisión.