Autoría de 7:06 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

Las revoluciones de Bierce – Víctor Roura

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No se sabe con exactitud el día de su muerte, si bien se sospecha que tuvo lugar en la ciudad mexicana de Chihuahua en  el año 1914 debido a su interés por los asuntos revolucionarios con los cuales simpatizaba; sin embargo, el registro de su nacimiento consta de certificaciones que documentan que viera la luz primera en Ohio, Estados Unidos, el 24 de junio de 1842, de manera que estamos conmemorando su aniversario natal número 180.

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En esta vida los amigos dejan de serlo tan pronto como se aparecieron, intempestivamente también un día, en nuestro camino. Pero, asimismo, hay amistades entrañables, a prueba de fuego, inextinguibles, como las del capitán Downing Madwell y el sargento Caffal Halcrow, ambos del regimiento de infantería de Massachusetts, ambos luchadores en la Guerra de Secesión de Estados Unidos en la década de los sesenta del siglo XIX.

      Ambrose Bierce nos cuenta esta historia en su libro, de 1891, Cuentos de soldados y civiles. “En la medida en que la desigualdad de rango y la diferencia en los deberes y consideraciones de la disciplina militar lo permitían, solían estar siempre juntos —dice Bierce en el relato ‘El golpe de gracia’—. En verdad, se habían criado juntos desde la primera infancia. Y una costumbre de cariño no se rompe fácilmente. Caffal Halcrow no experimentaba ningún gusto ni disposición hacia lo militar, pero la idea de la separación de su amigo le resultaba extremadamente penosa; se alistó en la compañía en la que Madwell era subteniente”.
      Caffal tenía un hermano, Creede Halcrow, el mayor del regimiento, “un hombre cínico y taciturno” que no se podía ver con el capitán Madwell. Entre los dos “existía una natural antipatía, que las circunstancias habían alimentado y aumentado hasta una franca animosidad. De no ser por la influencia disuasoria que su mutua relación con Caffal les imponía, cada uno de estos dos patriotas hubiera, sin duda, puesto todo su empeño en privar a su país de los servicios del otro”.

3

Aquella mañana el regimiento cumplía su función en un puesto de avanzada, “a un kilómetro de distancia del grueso del ejército. El piquete fue atacado y prácticamente sitiado en el bosque, pero se mantuvo tenazmente en sus posiciones. Durante una tregua en la lucha, el mayor Creede Halcrow se acercó al capitán Madwell. Tras intercambiar un saludo reglamentario, el mayor dijo:
      —El coronel ordena que conduzca usted a su compañía hasta la cabeza de ese barranco y mantenga allí su posición hasta nueva orden. No hace falta que le informe del peligro que implica esta maniobra, pero si lo desea supongo que puede usted delegar el mando de su compañía en su teniente. No he recibido ninguna orden que autorice esta sustitución; es una mera sugerencia mía de carácter no oficial.
      “Ante este mortal insulto, el capitán Madwell replicó con frialdad:
      “—Señor, le invito a acompañarnos en la maniobra. Un oficial a caballo constituiría un excelente blanco, y desde hace largo tiempo mantengo la opinión de que sería una gran ventaja que se hallara usted muerto”.
      Tales eran sus odios.


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La batalla había sido violenta y continuada, dice Bierce. Sólo bastó media hora para que el escenario se convirtiera en un infierno.

      “El sabor mismo del combate estaba en el aire. Ahora todo había acabado; sólo quedaba socorrer a los heridos y enterrar a los muertos”.

      A poca distancia del lugar “donde uno de los pelotones de enterramiento había establecido su ‘viva que de la muerte’, un hombre con el uniforme de oficial del ejército federal se apoyaba, de pie, contra un árbol. De los pies a la barbilla su actitud revelaba un cansancio agotador, pero volvía la cabeza de un lado a otro con inquietud; al parecer, su mente no descansaba”.

      Cuando todos se marcharon, el capitán Madwell se dirigió directamente al interior del bosque, “hacia el oeste purpúreo, cuya luz le coloreaba el rostro como sangre. Andaba a zancadas, con un aire de seguridad que indicaba que se hallaba en un terreno familiar; había recuperado la orientación. No miraba a los muertos que encontraba a su paso, a derecha e izquierda. Tampoco prestaba atención a los gemidos sordos de algún herido grave a quien no habían llegado los camilleros y que pasaría una noche penosa bajo las estrellas acompañado sólo de su sed”.

      En la punta de un barranco poco profundo, “una mera depresión del suelo, yacían unos cadáveres agrupados. Los vio, se desvió súbitamente de su trayecto y caminó rápidamente hacia ellos. Examinó a cada uno con atención a medida que pasaba y se detuvo por último junto a uno que yacía a una distancia de los otros, cerca de un grupo de árboles bajos. Le observó intensamente. Parecía moverse. Se agachó y le puso la mano en la cara. El hombre gritó”.

      Había encontrado, casi destrozado, a su amigo Caffal Halcrow.

5

“Su uniforme desarreglado parecía haber sido rasgado violentamente y dejaba ver el vientre al aire —cuenta Bierce—. Algunos botones de la chaqueta habían sido arrancados y estaban en el suelo, a su lado, junto a otros jirones de sus ropas desparramados por todas partes. El cinturón de cuero estaba roto y parecía haber sido arrastrado por debajo del cuerpo una vez caído. No había habido mucha efusión de sangre. La única herida visible era un agujero ancho e irregular en el vientre. Estaba sucio de tierra y de hojas secas. De él sobresalía un pedazo del intestino delgado. El capitán Madwell no había visto nunca una herida así en toda su experiencia de la guerra. No conseguía imaginar cómo había sido hecha ni tampoco explicar las otras circunstancias concurrentes: el extraño desgarro del uniforme, el cinturón partido, la piel blanca manchada con la tierra. Se arrodilló y lo examinó más cuidadosamente. Cuando se incorporó, volvió los ojos en diferentes direcciones como si buscase un enemigo”.

      Y lo encontró: una piara de cerdos salvajes, que merodeaba, a unos cincuenta metros, de los cadáveres. Su amigo, “que había padecido aquellas monstruosas mutilaciones”, aún se hallaba vivo dentro de su inevitable muerte. “A intervalos movía las piernas: gemía en cada respiración. Miraba fijamente sin expresión en el rostro de su amigo y gritaba si éste le tocaba. En su tremenda agonía había arañado el suelo sobre el que yacía y entre los puños apretados tenía hojas, ramas y tierra. No podía articular el habla, y resultaba imposible saber si era sensible a otra cosa excepto su dolor. La expresión de su rostro era una súplica; la de sus ojos, un profundo ruego”.
      Sólo el capitán Madwell podía traducir el lenguaje implorante de su amigo. “No había la posibilidad de una mala interpretación de aquella mirada —dice Bierce—. El capitán la había visto demasiado a menudo en los ojos de aquellos cuyos labios conservaban todavía la fuerza necesaria para formular la súplica de la muerte. Consciente o inconsciente, aquel retorcido resto de humanidad, aquella representación suprema del más agudo dolor, aquel híbrido de hombre y animal, aquel humilde, antiheroico Prometeo, imploraba cualquier cosa, todo, el absoluto no-ser, para el regalo del abandono, del olvido”.

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Lo que su amigo Caffal Halcrow pedía era, simplemente, el golpe —o tiro— de gracia, “la bendición de la liberación, el rito de la suprema compasión”.

      El capitán Madwell pronunció el nombre de su amigo. “Lo repitió una vez y otra vez, sin ningún efecto, hasta que la emoción le bloqueó el habla. Las lágrimas le cegaron y salpicaron el lívido rostro situado bajo el suyo”. Ya su pistola no tenía ni una bala. Se puso de pie, sacó su espada de la vaina y colocó la punta de la afilada arma exactamente sobre el corazón de su amigo, y la hundió “en el cuerpo del hombre y después en la tierra a través de su cuerpo”.

      En ese preciso momento tres hombres avanzaron en silencio desde detrás del grupo de árboles bajos que habían ocultado su llegada. Dos eran enfermeros y llevaban una camilla. El tercero era el mayor Creede Halcrow.

7

Las guerras, las revoluciones, las batallas tuvieron una honda trascendencia en la vida de Ambroce Bierce, aunque su característico humor negro todavía le permitiera, en su Diccionario del Diablo, la definición de guerra de esta manera aguda y educada: “Producto derivado del arte de la paz”.

AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX

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Last modified: 20 junio, 2022
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