Ahora que el tema del Tratado de Libre Comercio de la América del Norte, el T-MEC, estará en la conversación nacional por los próximos meses –aunque a causa de malos motivos provocados por el titular del Poder Ejecutivo Federal de México–, conviene revisar varios de los nutrientes de esta relación entre dos de las economías más importantes del mundo y la nuestra. Existen muchos de estos anclajes y vasos comunicantes, pero se puede comenzar por la cultura de la innovación, que resulta central para los objetivos hegemónicos de la mayor potencia del orbe y de nuestro socio comercial más importante: la Unión Americana.
Me refiero aquí a la innovación en tanto proceso de transferencia de la tecnología, que concluye –necesariamente– en la colocación de un producto o servicio nuevo en el mercado y que, para que dicha larga cadena pueda ser transitada de manera efectiva desde la generación de una idea hasta la producción en serie del bien o la provisión exitosa del servicio, demanda la existencia de una infraestructura de gestión de esta transferencia tecnológica; misma que pueda asegurar el vínculo eficiente desde los centros de generación de conocimiento, como las instituciones de educación superior (IES) o los centros públicos de investigación (CPIs), hasta las líneas de producción instaladas en las fábricas o en los puntos de servicio.
En el ámbito de los productos, esta transferencia de tecnología requiere que exista un soporte de ingeniería suficientemente robusto para que el denominado “prototipo feo”, que usualmente es con el que se realizan las pruebas de concepto en los laboratorios de las IES o los CPIs, venza todos los retos que le imponen, por ejemplo, la estandarización, regulación, la evaluación de la conformidad, la optimización de la capacidad de proceso, etc., y pueda convertirse en el prototipo diseñado para el ambiente destino y finalmente en un artículo fabricable en volumen.
Pero, lamentablemente, en nuestro país este es uno de los eslabones que ha faltado para articular de forma eficiente a la parte creadora con la productora; es decir, a las universidades y demás centros de generación de ideas con las compañías que realizan los negocios como su único y legítimo motivo de existencia. El vínculo casi siempre se interrumpe porque los tiempos en uno y otro extremo de esta cadena de innovación son abismalmente diferentes, pero también porque en México nunca se han alineado los objetivos de las dos partes: la generación de conocimiento per se en las IES y CPIs, y la de riqueza en la iniciativa privada. Este divorcio ideológico sí ha logrado conciliarse en nuestros dos principales socios comerciales. Ahí se entiende que el conocimiento científico puede tener una vertiente aplicable que sirve para crear nuevas tecnologías, luego convertibles en productos innovadores.
Pero mientras esta separación no se resuelva en México, nuestra economía seguirá adoleciendo de esa falta de capacidad innovadora que necesita para convertirse en un verdadero socio de la América del Norte, y no simplemente un proveedor de materia prima y fuerza laboral. Quizá una transformación que valdría la pena explorar es la posibilidad de reubicar a la innovación en la política industrial de nuestro país, para que sea esta la que sirva de enlace entre la generación de conocimiento y la producción. Esto podría hacerse, verbigracia, aglutinando al Centro Nacional de Metrología junto con los CPIs, coordinados actualmente por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), que atienden temas de desarrollo tecnológico y probablemente otras instituciones de naturaleza similar, en una entidad equivalente al Instituto Nacional de Estándares y Tecnología (NIST, National Institute of Standards and Technology) de la Unión Americana y que mantenga como cabeza de sector a la Secretaría de Economía. De esta forma, estos CPIs, ahora integrados bajo el Conacyt, podrían coordinarse más eficientemente en aspectos importantes como la gestión de propiedad industrial, estandarización, metrología y regulación, para que su vínculo con la industria aporte un mayor valor agregado a las cadenas de producción, y las empresas transnacionales se sientan más motivadas a invertir en proyectos con un fuerte componente de innovación.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.