La anécdota familiar traspasó generaciones y llegó a mí para formar parte del repertorio de las tantas “ocurrencias” que han tenido lugar dentro de mi familia materna, que tiene entre sus distintivos gozar de un gran humor y aligerar con él momentos dolorosos que nos han acompañado.
Contaban que una sobrina recién casada de mi abuela materna perdió a su primer bebé al nacer. Mi abuela, que estaba en ese momento enferma, no podía moverse y envió a una de sus hijas a llevar un ramo de flores a la doliente, previa recomendación de darle el pésame de parte de la familia. La mensajera, la menor de todas las hijas de mi abuela, se apresuró a cumplir la encomienda.
Al acercarse a la casa vio que la doliente recibía compungida a las visitas. A cada abrazo de las personas que se acercaban a dar el pésame, con la consabida frase de “lo siento”, la prima soltaba el llanto. Al ver a mi tía con el ramo, la afectada lloró más fuerte y abrazó a la mensajera contra sí. Mi tía, conmovida ante el dolor de quien lloraba la pérdida de su recién nacido, no supo cómo dar el pésame y en su afán de dar consuelo soltó la primera frase que se le vino a la mente: “Ay prima, no te aflijas, luego haces otro niño”.
Cuentan que quienes alcanzaron a escuchar tan “original expresión” no pudieron evitar una risita, y que mi tía salió corriendo de allí apenada, al darse cuenta de que así no eran los pésames. Se regresó a casa evitando dar pormenores del encargo cumplido. Pero no faltó quien contara a mi abuela lo ocurrido. Lo que vino luego para mi tía fue un tremendo coscorrón, acompañado de la frase: “¡Muchachita impertinente, y mira qué alcanzada!” (significado en la región de ‘alcanzada’: perspicaz).
Lo de mi tía, más que enojo, movió a risa porque era una jovencita, casi niña. Y lo suyo fue dicho con total inocencia. Pero a lo largo de los años he escuchado las frases más inusitadas y poco afortunadas que nada tienen de inocentes, y denotan falta de sentido común o carencia de sensibilidad para momento tan delicado.
Este episodio familiar salió a colación en estos días en una conversación con unas amistades. Alguien de los presentes comentó algo que movió mi asombro: Hay sitios en internet –dijo– que sugieren qué frases usar acertadamente para dar un pésame. La conversación se deslizó sobre el tema durante un rato, para concluir que no todo mundo tiene desarrollada esa parte de la sensibilidad o del sentido común que permite enfrentar de manera acertada situaciones así. Pero, ¿acudir a un sitio de esos en busca de un formulismo que exprese lo que surge de manera natural y desde la parte sensible de cada quien? Es algo que no logro entender del todo, pero que intento aceptar, partiendo de esa comprensión de la naturaleza humana siempre sorprendente en sus tantas máscaras, con las que cubrimos nuestras carencias o habilidades poco desarrolladas para enfrentar momentos como esos.
He visto y escuchado la ligereza con la que se dicen frases, palabras disfrazadas de aliento, absurdos que salen desde el fondo de algunas personas en situaciones límites. Comportamientos inusitados en esos momentos, cuando saltan partes de lo que hay en lo más profundo de cada uno de nosotros. Actitudes y palabras que van reflejando las sombras y luces que nos habitan. De las más comunes está aquella de “échale ganas”, cuando está una persona alicaída, desanimada; una expresión usada incluso en episodios de más gravedad para con un enfermo en su estado de crisis. Rematamos con el “échale ganas”, dicha con el buen deseo de darle ánimos, pero sin detenernos a reflexionar que hay estados de salud que están más allá de la mera voluntad de quien está librando una cruenta batalla por su vida.
El dios de las samaritanas
Recuerdo ahora el caso de una amiga, cuyo hijo, un niño de 16 años internado en el hospital, enfrentaba en esos momentos una crisis por efectos de quimioterapia. Su estado era por demás delicado y el desenlace incierto. Mi amiga y yo estábamos en la sala cuando llegó a visitarla una prima hermana. La mujer aquella le abrazó al tiempo que soltaba la frase: “Dile a tu hijo que le eche ganas, que Dios a veces suele jalar las orejas para que enderecemos el camino”. Aquella samaritana no podía ser más impertinente (aunque la palabra precisa era ‘bruta’), pensé con cierta molestia al ver el rostro de mi amiga, cuyo rango de “pecadora” estaba a la par de los demás en cuanto a faltas que cometemos todos dentro de lo humano. Me consta porque la conozco desde hace años y la tengo por buena persona y hasta creo que a veces se pasa en su delicadeza y tiento para con los demás. Vi su mortificación en el rostro y a su familiar continuar como si nada. Me retiré de allí dolida por lo que representaba para mi amiga lidiar con esos momentos que no me son ajenos y en los que también he recibido palabras de pretendida solidaridad y errónea (o falsa) magnanimidad.
Me alejé pensando en el rosario de sandeces que solemos decir. En la forma en que proyectamos inconscientemente nuestras propias limitaciones. En aquellas personas que, amparadas en su autoconvencimiento de ser “buen samaritano”, dejan caer sus frases lapidarias en momentos en que los otros están vulnerables. Recordé a una señora que tenía yo por “dulce” y otros la tenían por casi “santa” por su entrega a los hijos, al hogar, y apreciada por la comunidad de su rumbo. La persona de la que hablo al enterarse que una de mis hijas pasaba por un proceso delicado de enfermedad me hizo patente su pena ante lo que estaba pasando. Luego, alzando los brazos al cielo, soltó sin más: “¡Bendito sea Dios que a mí nunca se me ha enfermado ninguno de mis hijos! ¡Diosito me debe querer mucho!”. Me quedé de una pieza. “No sabes qué gusto me da saberlo”, le dije, dándole unas palmaditas en el hombro y despidiéndome rápido de ella.
Más tarde, superados ya los momentos de crisis de la enfermedad de mi hija, cada que veía a la señora, muy a mi pesar, la relacionaba con aquella ocasión. Por supuesto que tenía claro que no era una mala persona, pero detrás de su frase vi su juicio personal, y la ligereza de su expresión me delineó perfectamente el pensamiento que regía su interior. Al cabo del tiempo llegué a experimentar una cierta compasión por ella, dicho esto sin soberbia de mi parte. Entendí que aquella señora se movía en los limitados márgenes de su teatro personal y familiar y tenía el aval de todo el entorno que la rodeaba.
Entiendo que existen personas que no saben cómo lidiar con situaciones de dolor de los otros, porque en ellos (en el dolor de los otros) se refleja nuestra propia vulnerabilidad. Y tenemos miedo de enfrentarlos porque no todos saben –o sabemos– cómo.
Por mi parte, hace mucho que aprendí a callar en momentos así. Solamente dar el abrazo y hacer patente mi solidaridad. Si se trata de un sepelio, suelo presentar mi respeto a los momentos de inevitable dolor que la persona esté sintiendo.
A partir de observaciones sobre la naturaleza humana y de mi propia experiencia en esto que es el teatro de lo humano, en donde caben todos los géneros mayores y menores, uno de los trabajos más difíciles, y por ende constantes, por hacer en mi vida diaria es el de aceptar mis propias limitaciones y salir al encuentro del otro o los otros entendiendo también las suyas. Aunque eso no necesariamente quiere decir aceptarlos en mi mundo cercano. Hay constructos sociales y reglas de las buenas maneras y yo privilegio en las relaciones la civilidad, aprecio a quienes cultiven el buen trato, a quienes saben distinguir lo burdo de lo delicado para con los demás. Porque es verdad que habitamos un teatro humano, pero hay máscaras más grotescas que otras. Y, por lo menos, trato de pulir los ásperos bordes y contornos de las mías.
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