Desde el inicio de este año, cuando se discutió sobre la Reforma Eléctrica, la palabra energía ha estado presente en nuestras conversaciones cotidianas. Sin embargo, tras leer, escuchar y ver todo tipo de foros, debates, audiencias, comparecencias, mesas redondas y discusiones (políticas, académicas y hasta familiares), tengo la impresión de que en general se habla de la energía, pero el concepto no es aún bien entendido por el grueso de la población.
El concepto de energía resulta algo abstracto. A diferencia de algo tangible y material, como el agua o la basura, la energía tiene tantas acepciones que frases imperativas de campañas mediáticas como “¡Ahorra energía!” no son tan fáciles de comprender como “Cuida el agua” o “No tires basura”. En el primer caso, uno podría preguntarse “¿y cómo sé cuánta energía ahorro, si no la veo o la siento?”, o más concretamente “¿cómo la mido?”. Tenemos muy claro cuánta agua hay en un vaso o en un tinaco, o el tamaño del bote de la basura; incluso percibimos su olor, y con esto sabemos que ya se acumuló. La energía, en contraste, no es un concepto claro para todos. ¿Cuánta energía empleamos para tomar un baño caliente? ¿Cómo se compara con la que usamos para hornear un pastel?
Además del problema de la cuantificación, al no ser un objeto material que veamos, olamos, toquemos u oigamos, difícilmente estamos plenamente conscientes de lo que implica su generación, transporte, uso y hasta su desperdicio. Algo tan familiarmente desconocido se presta al esoterismo, la pseudociencia y al abuso con fines de marketing, por ejemplo: “¡vamos a las pirámides a cargarnos de energía positiva!”, “nuestras energías no son compatibles” o “toma esta bebida energética”.
La definición formal, usada en las ciencias y la ingeniería, es que la energía es la capacidad de la materia para realizar un trabajo. Sin embargo, esta definición podría dejarnos insatisfechos si no la explicamos con más detalle y si no entendemos conceptos subyacentes como materia o trabajo. Pero no nos pongamos técnicos; en general, tenemos una idea más o menos clara –quizá hasta innata– de lo que es y lo que implica la energía, y esa idea basta para entender que –por lo menos en la acepción que nos interesa– la energía es eso que permite cambiar el estado de las cosas, ya sea para mover un objeto de un lugar a otro, para generar calor, luz o movimiento, o simplemente para que exista una transformación, como en una reacción química.
Es de esa energía (la que decimos que no se crea ni se destruye y sólo se transforma) de la que trató la Reforma Energética del sexenio pasado y la Reforma Eléctrica de hace unos meses. A raíz de la discusión de estas dos reformas, todos nos hemos vuelto “expertos” en legislación sobre energía, en las diferencias entre lo fósil y lo renovable, en sus ventajas y desventajas, en la intermitencia, en la oferta y la demanda energética, y todos esos temas que están cotidianamente en los medios. No tomaremos posturas aquí, lo importante es más bien reflexionar sobre el poco conocimiento que tenemos sobre un tema del que creemos ser “conocedores” en las sobremesas en familia y en las pausas de café en el trabajo. ¿Realmente lo somos?
¿Qué diferencia hay entre un kilowatt, una caloría o un joule? ¿Acaso se usan para medir lo mismo? ¿Qué unidades son las que pagamos en nuestro recibo de CFE? Cuando cargamos gas, ¿cuánta energía estamos almacenando en el tanque? ¿Qué tan equivalentes son los kilowatt-horas que genera un panel fotovoltaico a los que obtenemos directamente de la red eléctrica que llega a nuestra casa o departamento? ¿Por qué si se nos cae el celular a la tina mientras tomamos un baño no nos electrocutamos, y esto sí sucede cuando es un tostador (como en las películas)?
No pretendemos contestar aquí esas preguntas, ni siquiera indicar dónde encontrar las respuestas. Más bien buscamos reflexionar sobre la importancia del conocimiento de estos temas por la población en general. En este momento de la humanidad, cuando el cambio climático antropogénico y el agotamiento paulatino del petróleo barato están despertando una conciencia colectiva sobre el consumo desmedido de energía a nivel global, resulta importante saber qué acciones son relevantes para mitigar todos estos problemas. Conocer aspectos básicos de la energía, sobre cómo se mide y cuantifica, cómo se genera, cómo se transforma –de eólica a eléctrica, por ejemplo– y cómo se trasmite, es algo importante para poder formarse una opinión acerca de políticas públicas, y en su caso apoyar o rechazar iniciativas gubernamentales, o incluso decidir si vale la pena invertir en celdas solares para nuestra vivienda.
La única manera que se vislumbra viable para mitigar el cambio climático es disminuir nuestro desmedido consumo energético, apoyado quizá por mejoras tecnológicas. Poseer una cultura de la energía (con conocimiento básico) ayudaría mucho a tomar mejores decisiones para lograrlo, al tener elementos para dimensionar nuestras acciones. En la UNAM Campus Juriquilla somos varios académicos trabajando en temas de energía renovable, desde la investigación básica y aplicada hasta la formación de nuevos ingenieros e ingenieras en energías renovables. ¡Y claro! No se nos olvida que tenemos el deber ético y gustoso de divulgar y compartir este conocimiento con la sociedad. Al fin y al cabo, el conocimiento especializado que tenemos sobre ciertos temas supuestamente nos permite explicarlos a los demás en términos simples y entendibles.
El doctor Alejandro Vargas Casillas es investigador de la Unidad Académica del Instituto de Ingeniería de la Universidad Nacional Autónoma de México, Campus Juriquilla
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “DESDE LA UNAM”, LA COLUMNA DE LA UNAM CAMPUS JURIQUILLA PARA LALUPA.MX
https://lalupa.mx/category/aula-magna/desde-la-unam/