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Siempre se ha dicho, como verdad inesquivable, que la gente teme, o no se quiere enfrentar, a las cosas nuevas, o diferentes, que de pronto se dan, sobre todo, en las sociedades masivas. Y podría ennumerar veintenas de situaciones que han causado estupor o reconcomio, o rechazo o reticencia, pero bastaría con mencionar al rock para ejemplificar las desazones que produjo esta novedad musical incluso en la gente pensante, como el propio Carlos Monsiváis quien, en un principio (sólo al principio de esta eclosión sonora), descalificara a los seguidores en México de este naciente fenómeno llamando, peyorativamente, a estos gustadores del rock como los “primeros estadounidenses nacidos en México” a diferencia, por ejemplo, del cubano Alejo Carpentier quien escribiera profundos ensayos, desde el mismo nacimiento de esta música, acerca de su importancia en la energía juvenil.
Me parece que estas consideraciones impulsivas de negar todo valor a aquello que antes no se conocía, o que no existía, puede (o podría) resultar hasta comprensible en las personas instaladas en la convencionalidad cotidiana, pero no en la gente abocada al pensamiento social, tal como ocurrió, en efecto, con Carlos Monsiváis, a quien —luego de que yo mismo lo acompañara a, y le diera a conocer, diversos hoyos fonquis donde tocaban numerosas bandas roqueras clandestinas mexicanas— yo le presentara a algunos músicos en los escenarios undergrounds de la Ciudad de México, fue modificando su punto de vista al grado de incluir al rock mexicano en su libro Amor perdido.
Pero ahora justamente que estamos viviendo algo completamente distinto en materia política, con un discurso nuevo y un presidente contestando injurias recibidas, tratando de tú a tú a la ciudadanía, la clase periodística, en su mayoría, rechaza con encono, llegando a la mofa insultante, este novedoso procedimiento endilgando, como nunca, adjetivos altaneros y denostaciones apresuradas a la figura presidencial morenista, que es, en sí mismo, igualmente una nueva , o por lo menos desusada, forma de oposición opinativa, que ni en los tiempos decepcionantes de la lengua floja de Vicente Fox ocurrieron, presidente panista que, con cortedad intelectual, disminuía a sus contrarios tachándolos, simplemente, de mariquitas sin calzones para dar por zanjado cualquier debate.
Fox, con el control absoluto de la prensa repartiendo el erario a manos llenas a los medios consentidos, ordenó a Ealy Ortiz el despido fulminante de El Universal del periodista Ignacio Rodríguez Reyna, según el propio periodista lo ha expuesto en diversas charlas.
En El Financiero fui el único periodista que denunció, en su momento, a Sari Bermúdez, la presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes en el foxato, como una prestanombres al aceptar firmar un libro (Marta, la fuerza del espíritu) que ella no había escrito, artículo mío que motivara a la familia foxista a no anunciarse en El Financiero mientras yo me mantuviera al frente de su sección cultural, donde permanecí hasta el primer año de Enrique Peña Nieto.
Pero esta discriminación publicitaria a nadie le importó, ni nadie fue solidario con ese periódico, simplemente porque cada medio atiende sus propios intereses económicos, sin importarle las calamidades ajenas: mientras en cada medio el dinero siguiera cayendo a raudales en los contratos con el Estado, ¿a quién le iba a importar lo que sucediera fuera de sus territorios informativos?
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Rodríguez Reyna siempre ha contado esta expulsión que sufriera en El Universal. En una charla en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, durante una sesión del diplomado sobre ética que yo impartía en ese colegio, lo comentó levantando un inusitado revuelo entre el estudiantado.
Sin embargo, el periodista José Antonio Gurrea, director del portal lalupa.mx, nos mostró una cara del periodista pocas veces revelada en los medios mexicanos y que está complejamente fusionada en el embalaje del binomio censura-interés personal montado, a veces con peculiar destreza, por los miembros de la comunicación jugando con estas circunstancias ocasionalmente para provecho suyo.
Gurrea no menciona los nombres de los implicados de este caso ocurrido en 2005, pero yo los apunto: el director era Ignacio Rodríguez Reyna y el subdirector Pascal Beltrán del Río.
La crónica, publicada en lalupa.mx en diciembre de 2020, no tiene desperdicio:
“En un solo mes, el poderoso propietario de medios [Juan Francisco Ealy Ortiz] ha impedido la publicación de dos reportajes de portada ya impresos, y listos para ser distribuidos: en uno se mencionaba a uno de los amigos del dueño [Olegario Vázquez Raña] como beneficiario de los permisos para centros de apuestas entregados por Santiago Creel, quien fuera secretario de Gobernación en épocas de Vicente Fox. El otro, abordaba la transferencia de recursos al equipo de transición también de Fox, cuando éste era presidente electo.
“En el índice de una de las revistas queda, por descuido o con toda la intención, el rastro de un reportaje no publicado, lo que a la postre da las pistas sobre la mano censora.
“En el diálogo, a momentos tenso, llevado a cabo una tarde-noche en el legendario Café La Habana de las calles de Bucareli y Morelos, quien esto escribe [Gurrea] le hace ver al director de la revista [Rodríguez Reyna] sus evasivas y sus mentiras de días pasados cuando a pregunta expresa, éste negaba que hubiera censura.
“—Los reportajes no se publicaron porque les falta solidez.
Punto. No había más. Ahora, después de que la nota de un semanario político muy influyente [Proceso] ha evidenciado sus falacias, el director [Rodríguez Reyna] reconoce que sí ha existido la censura. Aunque insiste en que no mintió, pues los reportajes [publicados en la revista semanal de El Universal, que dirigía entonces Rodríguez Reyna] no eran lo rigurosos que debían haber sido.
“No es el único tema espinoso de la plática. Al director también se le plantea la posibilidad de renunciar.
“—¿Qué vas a hacer si la próxima semana o el próximo mes te vuelven a silenciar? Tu subdirector [Pascal Beltrán del Río] es el único que hasta el momento ha mostrado dignidad, pues renunció después del segundo caso de censura…
“(Paradojas: el entonces subdirector es hoy director editorial del diario [Excélsior] propiedad del empresario beneficiado con los permisos para centros de apuesta y cuyo caso provocó el primer golpe de censura [en El Universal en el año 2005, época en la que José Antonio Gurrea entrevistó a estos dos personajes involucrados en estos casos de la supresión expresiva]).
“Sin embargo, el periodista que carga en sus hombros con más de 20 años de experiencia [Rodríguez Reyna, ahora ya con casi cuatro décadas de experiencia] niega, enfático, cualquier posibilidad de hacerlo.
“—La lucha debe darse desde dentro —asegura—. No hay ni habrá la más mínima posibilidad de renunciar —y pide la cuenta, un tanto molesto, pero sin abandonar los buenos modales que dicta la corrección política.
“Pocas semanas después el director es despedido. Se entiende su jugada. Era justo lo que él deseaba, que lo corrieran, para hacerse de una muy buena liquidación, pues así lo establecía su contrato laboral. La mayor parte del equipo que elabora el semanario se va con él sin indemnización alguna.
“Entre quienes se quedan a laborar con el nuevo director [Raymundo Riva Palacio] designado por el dueño del diario [Juan Francisco Ealy Ortiz, el que promoviera las censuras] se encuentra uno de los reporteros censurados. Hasta hace unas semanas [habría que recordar que estamos en el año 2005] se encontraba indignado por los actos perpetrados contra su reportaje por parte del poderoso empresario de medios. Empero, su discurso se ha adaptado a la medida de los nuevos tiempos, de los nuevos intereses (¡muera el rey, que viva el rey!, faltaba más).
“—¿Cuál censura? —me dice—. Finalmente se descubrió que el ex director inventó todo. Se hizo la víctima para que lo corrieran y le dieran una buena indemnización…
“—¿Y tu reportaje, entonces…?
“—Él lo censuró… hizo todo este teatro para hacerse la víctima…
“El ahora ex director [Rodríguez Reyna], por su parte, funda una nueva revista [MX, cuyo cabezal ya vendió a Rogelio Cárdenas Estandía, asociado, paradojas de la vida, con Ealy Ortiz, el mismo que expulsara de su Universal a Rodríguez Reyna]. En el editorial del primer número [de MX] se admite sin cortapisas, ahora sí, la censura: ‘… a fines de julio de 2005, directivos del más alto nivel de esa compañía editorial [que publica El Universal] decidieron intervenir y darle un giro de 180 grados al contenido del semanario: ordenaron no publicar material que incluso ya se encontraba impreso, listo para su distribución…’ No se habla más de reportajes poco rigurosos. Tampoco de dar la lucha desde dentro: Ante la imposibilidad de seguir haciendo periodismo (…) la mayor parte de los editores, reporteros, columnistas, diseñadores y fotógrafos decidimos renunciar”.
En efecto, luego hay censuras convenientes (la de Carmen Aristegui, pese a la visible intolerancia peñanietista, fue una censura bienhechora financiera para la expulsada, sin duda) y disgustos y enconos entre los mismos periodistas, que a veces no se miran, no se escuchan, no se leen, no se soportan, censurándose unos a otros.
Yo conozco a varios de ellos completamente satisfechos con sus respectivas liquidaciones a causa de sus, ¡ay!, insanos despidos.
Por eso luego las censuras se calibran, o se sopesan, de distintas formas: hay periodistas orgullosos de ser censurados continuamente. O de recibir licencias económicas, ajustados a los pruritos que dictan las convenciones (¡que las hay, y vaya si no!) periodísticas.
A mí, hasta este momento, no me han despedido de mis cargos sino, en todo caso, he renunciado antes de que lo primero aconteciera. Y me han dicho pendejo por ello, pero yo estoy bien conmigo mismo, que es lo que más me importa.
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Ahora las cosas se han puesto demasiado serias como para no tomarlas en cuenta, al grado de que un intelectual tan lúcido como lo ha sido siempre el poeta Javier Sicilia haya declarado, en CNN el lunes 21 de septiembre de 2021, que Andrés Manuel López Obrador está logrando el “silenciamiento” de los medios para conseguir el poder totalitario, perspectiva que ha alcanzado ya a muchos periodistas de respeto reflexivo que habían concordado en que todo lo que sonara a “nuevo” perturba, de un modo o de otro, a las sociedades acostumbradas a los conservadurismos rutinarios que no transgreden los entornos sociales.
Cada medio, unos más que otros (con la supresión silenciada de la prensa independiente, eliminada de la repartición publicitaria oficial, hábito indiferenciado por los medios placenteramente cooptados por el sistema), vivía cómodamente a expensas del gobierno que las proveía con generosidad, a las distintas empresas de comunicación registradas y reguladas, mediante un elevado pago previo, en el padrón controlador de medios avalado por la Secretaría de Gobernación, de modo que la solidaridad ha sido, históricamente, un término inusual entre los periodistas y la prensa misma, atenido cada uno a su propia búsqueda de beneficios y solvencia pecuniarios.
¿Desgañitarse un medio porque a otro no le dieron el dinero que el primero ya recibió? ¿Ocuparse de un asalto político en Excélsior en 1976 cuando todos los otros medios no dejaron de recibir sus compensaciones económicas? ¿Alarmarse porque un medio independiente es desterrado sistemáticamente de la distribución monetaria oficial cuando todos los demás medios establecidos son remunerados consecutivamente sin remilgo alguno? ¿Descatalogar a un periodista venal cuando precisamente gracias a sus intensas relaciones políticas un medio es retribuido con gentileza económica? ¿Informar sobre uno o unos cuantos despedidos en algún medio cuando una empresa periodística entiende que mientras menos personal se posea más dinero podría generar la directiva?
Una prensa comprada, o controlada, o sostenida por, o amparada en, el Estado (desde la tribuna se la denomina “prensa vendida”, como el título del libro de Rafael Rodríguez Castañeda) no iba a tener tiempo, nunca, de atender otros problemas que no fueran los suyos, así se tratasen de problemas generados en el mismo gremio: cada medio debía velar por sus particulares intereses. Y esta parecía ser, en efecto, una regla no escrita pero estrictamente llevada a cabo en cada medio.
Quizás por eso mismo en el momento en que las condiciones económicas empiezan a ser distintas en el obradorismo en una nueva, inédita, condición con los medios es que las reacciones, ahora sí, comienzan a burbujear masivamente: los intereses económicos, por vez primera en más de ocho décadas, estaban siendo tocados, o rozados, o alterados, o quebrantados, o disminuidos, o detenidos, o mermados.
Lo “nuevo” esta vez afectó altaneramente los intereses monetarios. Y eso es algo muy delicado. De ahí que las cosas se hayan puesto, o se están poniendo, demasiado serias como para no tomarlas en cuenta.
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¿Pero por qué esta situación alarmó a periodistas y escritores de cavilosas y moderadas opiniones?
Esa es la pregunta inquietante, que me tiene aún sin una respuesta coherente ni esclarecedora. Porque, y que me disculpe mi admirado Javier Sicilia, yo no veo que los medios se hallen o se hayan silenciado en absoluto. Yo nada más escucho, veo y leo majaderías e iras contra las acciones gubernamentales obradoristas, y no de modo silencioso.
Y esta escandalera rabiosa se dio justo en el momento en que los intereses económicos de los grandes medios comenzaron a ser afectados en la repartición publicitaria del Estado, cosa que no hubiera ocurrido, y estoy cierto de mi afirmación, de no haberse tocado la nómina de los medios que se completaba, o se generaba en su totalidad, con la emanación financiera proveniente del gobierno. Podría estar ligeramente en desacuerdo, digamos, la revista Nexos en ciertos decires con la Presidencia pero no habría pasado a mayores discusiones porque, finalmente, los millones de pesos continuarían entrando en las arcas de aquella revista.
Recuérdese que la “crítica” era tolerada por la clase política siempre y cuando no se saliera de la ruta establecida, siempre y cuando la “crítica” se asumiera de igual modo neoliberalista, como las críticas de un Carlos Fuentes, de un Fernando Benítez, de un Ricardo Garibay, de un Carlos Monsiváis, cuyos escritos no se extralimitaban de la literatura permisible sobre asuntos políticos, jamás radicalmente insurgentes, permanentemente cuestionadores sin alterar las vestiduras ni los cargos políticos.
Con la erradicación del sustento gubernamental a los medios hemos sido testigos de la modificación de los criterios, cómo no.
¿Pero, repito, por qué esta situación ha alarmado a periodistas y escritores de cavilosas y moderadas opiniones?
Porque esta severa puntualización intelectual y este encono visible, y no creo estar equivocado en la apreciación, se vieron más demandados a partir de que la revista Nexos fuese descatalogada de la publicidad oficial y castigada con dos años de suspensión de contratos federales por una ilegalidad en sus papeles descubierta por la Función Pública, sanción levantada en agosto de 2022.
Pero, vamos, ni el propio Aguilar Camín estuviera en estos momentos ideando desplegados contra las manifestaciones políticas de López Obrador si el presidente de la República no le hubiera reducido a nada su economía personal. Y sé muy bien que lo que estoy diciendo es imposible de comprobar, pero el pasado de este intelectual, para su infortunio, habla con elocuencia de sí mismo.
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Escucho, una y otra vez, a distintos intelectuales hablar en la industria mediática sobre la corrupción (por ejemplo, un escritor no dejaba de recalcar los acomodamientos de Porfirio Muñoz Ledo desde el sexenio de Gustavo Díaz Ordaz hasta acabar como izquierdista en Morena), ese mal, la corrupción, que ha simulado la democracia en México… casi todos ellos —intelectuales y académicos— al servicio de Héctor Aguilar Camín!, cuyo acomodamiento político lo ha convertido en un empresario exitoso desde hace poco más de cinco sexenios mirando sólo lo que le ha convenido compartir… ¡ante el silencio de su cofradía!
Porque esta verdad no tiene nada que ver con las posturas políticas: es decir, no estar de acuerdo con el grupo Nexos no significa (o no significaría) estar adherido a la denominada Cuarta Transformación, como es manejado desprolijamente por los seguidores de este conjunto intelectual que no quiere admitir, o se empeña en negarlo, que el problema, como siempre en las sociedades contemporáneas, radica en factores económicos: el retiro multimillonario de la publicidad oficial a los medios de comunicación, que en ello basaban su supervivencia —los más modestos— o su franco enriquecimiento —los más nutridos empresarialmente.
Pues uno de los problemas del gobierno de Andrés Manuel López Obrador se finca, o está fincado, precisamente en el retiro, digamos inconsecuente, de este alimento económico de los medios, por lo menos en los no electrónicos, que no pueden vivir, de plano, de otro modo, de ahí los numerosos recortes de personal en varios medios porque la lógica capitalista no se altera ni en estas profesiones supuestamente nobles: los dueños de estos medios (los más de ellos) han visto mermados sus elocuentes emporios —y la única manera de exhibir sus irascibilidades es apretando las tuercas a la figura presidencial subrayando la inconveniencia de que todo, absolutamente todo, gire en torno del mandatario, como si esto no hubiera ocurrido nunca antes (Daniel Cosío Villegas incluso escribió un ensayo sobre el “estilo personal de gobernar” que remarcaba todas estas facultades impuestas por el Ejecutivo, apenas percibidas por los medios a casi medio siglo de aquella observación del intelectual que viviera 77 años de edad fallecido en marzo de 1976). Y no era, ni es, bueno que esto aconteciera tanto ayer como hoy.
Sólo algunos bocados: pese a reducir sus ganancias en un 70 por ciento, si las comparamos con el año 2018, Televisa y TV Azteca, como siempre, obtuvieron de cualquier modo las más altas cuotas en 2019: 303 y 284 millones de pesos, respectivamente. Periodistas como Joaquín López-Dóriga, Pablo Hiriart o Ricardo Alemán, por ejemplo, no obtuvieron un quinto en sus portales personalizados (¡el primero había logrado contratos, sólo en 2018, por más de 40 millones de pesos!)… Enrique Krauze sólo recibió, por Letras Libres, poco más de 140,000 pesos en 2019 cuando un año antes, con Peña Nieto, había cobrado más de 4 millones. La empresa que edita TVNotas perdió más del 80 por ciento en 2019 de lo percibido en 2018: de 38 millones sólo obtuvo casi 5 millones. El Universal en un año ingresó sólo 85 millones de pesos, “perdiendo” aproximadamente 200 millones si comparamos la nueva cifra con la anterior de 2018. Se dice que El Heraldo vio reducida su tasa porcentual anual en un 70 por ciento mientras MVS perdió ocho pesos por cada diez que ganó en 2018. El grupo que publica Excélsior redujo en 2019 más de 350 millones de pesos al recibir sólo 140 millones de pesos, incluso mucho menos que La Jornada que obtuvo, en 2019, más de 250 millones de pesos, siendo la empresa periodística más beneficiada en estos tiempos lopezobradorianos. Se sabe, asimismo, que Milenio ascendió en sus montos federales más del 60 por ciento comparado con 2018 y, por fin, periódicos locales como Tabasco Hoy y el meridense Por Esto fueron incluidos en la nómina publicitaria federal con poco más de 40 millones de pesos cada uno, con lo que se confirma, con estos dos últimos casos, que no hay como la cercanía con la clase política en el poder para ser considerado en la repartición presupuestaria oficial.
El dinero, o la falta de, acumula, o compila, rencores indecibles.
Incluso con reacciones inesperadas, a veces.
(Y hay más de medio millar de medios inscritos en el padrón calificador, imagínese usted la circunstancia. El gobierno sólo repartió en 2019 una cifra cercana a los 3 mil 200 millones de pesos en publicidad oficial, con lo que la distribución monetaria tuvo que ser reajustada a los medios que, de antemano, (varios de ellos) daban por conquistados los merecimientos a obtener tales partidas presupuestarias sencillamente porque estaban acostumbrados a ello. Y al mirarse, y sentirse, excluidos de aquel beneficio se consideran arbitrariamente disminuidos, sujetos perjudicados por el nuevo gobierno, como si un derecho muy suyo les fuera arrogantemente arrebatado.
(Dos puntos. El primero: debido a estas cancelaciones abruptas o recortes presupuestarios en los contratos publicitarios con los medios es que puede entenderse la inmediata entrevista de López-Dóriga con Aguilar Camín —amigos ambos al fin— en el momento en que Nexos recibió la inhabilitación negociadora por dos años con cualquier dependencia oficial, porque ambos periodistas hablaban desde su propia intranquilidad al verse de pronto descartados del beneficio gubernamental. Y el segundo punto: durante su campaña presidencial, López Obrador hablaba de una revisión, no supresión, en la entrega de publicidad a los medios para, decía, equilibrar esta balanza enteramente parcializada… pero al otorgarle a La Jornada más de 250 millones de pesos sólo en el año 2019 e ignorar a muchas publicaciones independientes la equidad aún, visiblemente, no es la prometida; cuando retomé la dirección de La Digna Metáfora, en noviembre de 2018, y al acercarnos a la nueva Secretaría de Cultura, ya en 2019, para contemplar la posibilidad de algún anuncio en esta nueva etapa sexenal, ¡contestaron los nuevos funcionarios que no sabían quién era Víctor Roura, razón por la cual nos dieron con la puerta en las narices!… con la diferencia de que en este caso López-Dóriga no me llamó con urgencia para entrevistarme.)
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El punto nodal del problema con los medios tendría que discutirse a profundidad sin rasgos voluntariamente sesgados: la presente repartición inequitativa del gasto publicitario (¿por qué a unos sí y a otros no, por qué a unos más y a otros menos, habría que seguir enriqueciendo a los enriquecidos por encima de los más modestos tal como lo aprecia Artículo 19, en qué se basa la aceptación de los contratos en unos y en otros no, está inmiscuida en estas elecciones la credibilidad, es considerada la simulación periodística, el consenso valúa la honorabilidad, también la venalidad?), igualito que en los sexenios anteriores (ahora es La Jornada como ayer El Universal, por ejemplo, ¿sólo por favoritismo?) con la salvedad de que antes nadie decía nada porque la repartición era, digamos, más agraciada a los medios y a los periodistas que siempre han vivido a costa del gasto público… y si reclamabas el desbalance te arriesgabas, peor, a ser jamás considerado entre los afortunados.
Habría que hablar, sí, de esta desproporcionada nueva lista de beneficiarios de López Obrador, pero apuntando que jamás antes hubiera existido esta discusión entre periodistas. Porque mientras siguieran recibiendo aludes de dinero los medios y los periodistas acomodados en la clase política nunca hubieran puesto el grito en el cielo ni desencadenado esta añeja estructura de la “libertad de expresión”, un término, por lo menos en México, demasiado voluble y tomado según las conveniencias de quien o quienes lo debatieran.
Por eso hablo de la inequidad presupuestaria, otra vez, en la distribución publicitaria en la prensa, porque mucha de la irascibilidad mediática radica precisamente en ese asunto… que será siempre negado por los empresarios de la comunicación ya que de aceptar abiertamente este “ahogamiento” económico sería como confirmar, a plenitud, la mancomunada alianza centenaria entre informadores y políticos desenmascarando, o poniendo en tela de juicio, la supuesta armadura ética expresiva de cada medio. En pocas palabras, si los mandatarios anteriores respetaban la libertad de expresión es porque ellos mismos la tasaban de acuerdo a los presupuestos con que contaban. Porque, sencillamente, estaba a la venta. Y se pagaba muy bien por ella para que funcionara, esa libertad de expresión, perfectamente a modo.
El debate debía girar en torno a estas simas —sumas— de contrariedades acumuladas desde hace veintenas de años, no convertir el debate para favorecer, tal como siempre ha sucedido, a determinados o localizados periodistas y medios cuyos bolsillos se han visto mermados (es un decir) por esta nueva (¿también infortunada?) repartición publicitaria obradorista. ¿Por qué varios de los 650 personajes que aparecen firmando un desplegado convocado por Héctor Aguilar Camín no lo hicieron, si de verdad son de la creencia que la libertad de expresión está bajo asedio, por su cuenta y riesgo sino como respaldo a un intelectual apegado —y nadie puede, ni se atrevería a, negarlo— al sistema priista por convenir a sus particulares intereses pecuniarios?
Por eso se dice, sotto voce, en los ámbitos académico y periodístico que habla más el que no aparece en el desplegado que el que notoriamente se luce a espaldas del director de Nexos.
Cada quien habla con las palabras que mejor se ajusten a su criterio.
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En el sexenio obradorista se ha insistido en hablar de censura gubernamental cuando, paradójicamente, hasta se pendejea públicamente al presidente de la República sin que ocurra nada. En la televisión se hace mofa o burla, o escarnio de, o se ironiza a López Obrador por cualquier cosa que haga o diga cuando este uso de la palabra no era permitido en las administraciones anteriores. Cuando Carmen Aristegui sugirió que Felipe Calderón era un ebrio en Los Pinos o cuando habló de la Casa Blanca de Peña Nieto de inmediato sufrió censuras, continuadas por ingratitudes de su mismo gremio que se volcó contra ella (por la segunda información incluso fue castigada con el despido de la televisora MVS). Periodistas del mismo canal electrónico la acusaron de protagónica, pero nadie, curiosamente (sino nada más ella), hablaba de censura.
Censura yo recibí en el unomásuno y en La Jornada. Censura ocurrió en El Universal en 1971 cuando Juan Francisco Ealy Ortiz ordenó que no se hablara de Avándaro al finalizar este festival roquero por órdenes expresas del presidente Luis Echeverría, quien quería exhibir las “perversiones drogadictas” de la juventud mexicana. Un ex colaborador de Letras Libres me dijo que había sido censurado en esa revista por escribir un ensayo con cosas inconvenientes sobre Estados Unidos, texto que publiqué entonces en las páginas de El Financiero. Censurado está mi nombre en Nexos. Pero para el medio intelectual estas anécdotas no eran censura, sino silenciosas conveniencias o ajustes editoriales. Carlos Payán, subdirector del unomásuno antes de dirigir La Jornada a partir del 19 de septiembre de 1984, me llamó a su oficina muy contrariado porque alguien le había informado que yo estaba escribiendo algo sobre las protestas de los trabajadores de Bellas Artes justo enfrente del Palacio de mármol.
—¡Aquí no vas a venir a armar ninguna campaña contra Bellas Artes, cabrón! —me gritó el subdirector Payán Velver ante mi turbación.
—¿Cuál campaña? —le respondí—, sería cosa nomás de que se diera una vuelta en la explanada de Bellas Artes para que viera el irigote que yo no he armado…
No dejaba de gritarme porque yo era, según él, el responsable de aquella protesta, lo cual evidentemente era una acusación absurda e infundada.
—¡No va a salir aquí ni una nota sobre eso! ¿No sabes que Bellas Artes paga anuncios en este periódico? —sentenció zanjando la discusión.
Nada se podía decir en contra de los anunciantes que solventaban económicamente al periódico, ¿acaso no podía percatarme de ello?
Era una cortesía, no una censura.
Y me tenía que quedar muy claro ese asunto, ¡carajo!
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Antes la censura no era denominada censura, sino probablemente licencia económica para sufragar a la empresa periodística. La censura, aunque lo fuera, no era considerada como tal. No era censura la censura, porque uno debía entender que perjudicaba a su empresa.
—¿Para qué patear el pesebre donde te alimentas? —me llamaban la atención.
Porque antes de llamarla censura lo que debía conocer era el procedimiento interno de la prensa, que dependía irremisiblemente del Estado. Y si no entendía esta premisa entonces el problema era enteramente mío, no del medio donde yo laborara, de manera que todos, periodista y prensa, tenían la obligación de entender que la censura no era el acto de supresión expresiva sino la necesidad de invisibilizar algunas cuestiones que no convenía dar a conocer para no exponer la economía propia.
Carlos Monsiváis censuró, al igual que Fernando Benítez. Pero esas censuras no tenían ninguna importancia. Es más, hasta parecían no ser censura sino actos de gracejadas inofensivas. La censura no era censura, aunque lo pareciera.
La censura en la intelectualidad es muy otra cosa, me advirtieron cuando yo emprendía mi carrera en el periodismo al principio de los años setenta.
—O debía recibir otro nombre —me instruían con severidad—. Porque un intelectual, cuando censura, no censura: alecciona a reflexionar de otro modo, o estimula a cavilar lo escrito hacia otras tesituras del pensamiento. Algún morigerado enemigo de las ideas, que nunca faltan, quizás se empeñe en mal llamarla cooptación, que no es la misma cosa que una censura si bien posee el dejo de la reprimenda dolosa. Los discípulos de Gramsci siempre andarán en la busca de un adjetivo para tratar de inferiorizar a un intelectual que coincida con las suertes políticas.: estos deficientes juzgadores jamás entenderán que una censura no lo es en el medio intelectual. Ni tampoco se llama cooptación.
No olvido el calificativo de “los discípulos de Gramsci” para minimizar la posible crítica endurecida a los intelectuales y académicos perfilados en las simpatías del poder político, porque con ese adjetivo (“discípulos de Gramsci”) se escudaban a sí mismos previamente de cualquier alteración a su estirpe.
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José López Portillo dijo que no pagaba a los medios para que le pegaran, y los negociantes dueños de los medios lo comprendieron a cabalidad: la entrada de dinero a sus empresas no reñía con su moral periodística.
La censura tenía entonces otro nombre. Los censuradores en realidad no lo eran, sino acomodaban la información según los intereses de su directiva, y muchas veces incluso de ellos mismos.
¿Raúl Trejo Delarbre era un redomado priista cuando aceptó dirigir el suplemento político de El Nacional, el periódico del régimen salinista? Un periodista cultural, afamado, trabajó todo el tiempo con Sari Bermúdez mientras la locutora presidió el Conaculta sólo por haber sido, ella, amiga de Marta Sahagún, pero nadie señaló al periodista, nunca, de panista. Un literato un día me dijo, vía telefónica, que era “un gatillero” de Consuelo Sáizar cuando la editora fue presidenta del Conaculta en los tiempos de Felipe Calderón y no recuerdo que alguien lo llamara, despreciativamente, panista. Carlos Fuentes era amigo de Luis Echeverría y de Salinas de Gortari, sacando provechosa ventaja de ello, pero nadie lo considera priista. El novio de la hija de un poeta jamás debía ser considerado priista cuando fungió de autoridad en el departamento de literatura del gobierno peñanietista, pero sí debía clasificarse de irredento morenista a todo aquel que trabajara en el gobierno de López Obrador, calificándolo de supino laborista.
Cuando invite a un poeta a escribir un artículo semanal en Notimex, antes de ser emplazada a huelga esta agencia, me contestó (con ira, no sé por qué):
—Si me censuran en el periódico donde colaboro, ¿qué no me censurarán en la Notimex de López Obrador? —me cuestionó.
Y yo le prometí que eso no sucedería.
—Si a mí me censuraran en el periódico para el cual colaboro renunciaría de inmediato —le dije, cosa que no hubiera sucedido, nunca, en la Notimex mientras yo estuviera al frente de la sección cultural.
Y de suceder esa villanía, yo renunciaba junto con el escritor en ese preciso momento.
Al decirle esto, mi amigo el poeta no volvió a dirigirme la palabra, ni a contestarme ni una sola vez más en el teléfono ni en el correo electrónico.
Pero hay una anticipación de los hechos inducida por la animadversión política.
¿Entonces quién censura a quién?
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Es curiosa la manera de trastocar las cuestiones: cuando yo describo ciertas situaciones periodísticas me hago la víctima de esas circunstancias, aunque no me queje de ellas; pero cuando hay lamentaciones de dichos sucesos, como cuando se lamentó Nexos, entonces son víctimas de sus padecimientos. No se hacen las víctimas, como yo, sino son verdaderas víctimas por padecer las sujeciones que están viviendo.
Las víctimas en el periodismo no existían en las pasadas administraciones, sino es una nueva figura del sexenio morenista: los periodistas ahora sí son víctimas, sujetos de incomprensión oficial, abandonados en sus requerimientos financieros. (¡Y hasta el mismo presidente de la República, en un acto sin precedentes, los nombra respondiendo —atreviéndose a responder— sus argumentos atizando muchas veces un fuego que antes era ignorado porque había otras maneras de apagarlo sin recurrir a ruidos mediáticos!)
La victimología periodística, por lo tanto, es también una novedad en este turbio sexenio.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX
https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/victor-roura-oficio-bonito/
¡Ah Víctor Roura! eres un verdadero marginal -como yo- y me encanta.
Por otra parte, gracias por arrojar tanta luz, sobre un tema casi tabú con tal honestidad periodística. Realmente aleccionador sobre la realidad mexicana en esta “materia” es este magnífico ensayo. Lo que sí, debo decirlo, me extraña tu amistad con un sin honor como Sicilia, quien además, no es en modo alguno un poeta.
@Hasardevi