En una entrega anterior, se abordó el concepto de paradigma establecido por Thomas S. Kuhn en su obra La estructura de las revoluciones científicas, que constituye un constructo esencial de la ciencia moderna para, a partir de leyes universalmente aceptadas, brindar explicación a la mayoría de los fenómenos que nos rodean.
En ese artículo, homónimo del presente, también se mencionó que algunos hechos no pueden explicarse con base en los paradigmas existentes, provocando entonces las revoluciones científicas que pretenden replantearse y reformular el conocimiento a fin de dar respuesta a dichos sucesos.
El peligro entonces ocurre cuando el conocimiento no cuenta con explicaciones que demuestren fehacientemente las causas de tales acontecimientos, provocando no sólo un cisma en la ciencia, sino que esos hechos ―aún inexplicables―alimentan teorías apocalípticas y paranoides que, potenciadas por las redes sociales, promueven no la reflexión ni el análisis crítico o revolucionario, sino la salida fácil de atribuir sus orígenes a causas enigmáticas (extraterrestres, seres de ultratumba, conspiraciones, magia, etc.).
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En este contexto, siguen suscitándose acontecimientos que, en efecto, a la luz de la ciencia factual y actual, aún carecen de explicación ya no digamos verosímil sino factible. A continuación, dos ejemplos, no para conjeturar sino para reflexionar al respecto.
Morgellons disease
Así, en inglés, porque aún no se sabe si es un síndrome, una parasitosis, una dermatitis o una afección imaginaria.
Sin etología ni agente patógeno identificado, esta “enfermedad” provoca la sensación de hormigueo bajo la piel. Los pacientes refieren sentir algo que se mueve bajo su epidermis, ocasionándoles prurito, a veces insoportable.
La medicina convencional lo atribuye a la mente de los afectados (parasitosis delirante) y la descarta como una enfermedad real. No obstante, hay evidencia de filamentos (artificiales) que se han extraído a los pacientes.
No es nueva. De hecho, se denomina así porque la bióloga Mary Leitao quien la investigó en los tiempos recientes (2002), descubrió que los síntomas que uno de sus hijos presentaba eran semejantes a los descritos por el polímata inglés, Sir Thomas Browne, en 1690, al analizar las pústulas enquistadas y pilosas que aparecían en la espalda de unos niños de la región francesa del Languedoc y que popularmente eran conocidas como morgellons (nombre provenzal antiguo para pequeña mosca). (Montaner, 2006).
En la ficción, un padecimiento semejante es relatado por el escritor estadounidense Philip K. Dick a lo largo de su obra Una mirada a la oscuridad, que así inicia:
Había una vez un individuo que estuvo todo el día sacándose piojos del pelo. El médico le dijo que no había ningún insecto en su cabello. Se duchó durante ocho horas seguidas, soportando el agua caliente hora tras hora y sufriendo el picor de los animalitos. Luego salió de la ducha, se secó… y los piojos seguían en su pelo. En realidad, los tenía por todo el cuerpo. Al cabo de un mes los piojos invadieron sus pulmones. (1977).
Y aun cuando el mismo Dick advierte que su novela no tiene ninguna moraleja, la verdad es que representa un alegato contra el abuso de las drogas que, al final de la historia y tras padecer largas y molestas afecciones (como Morgellons), es la causa de la muerte de todos sus amigos.
La ley de Benford
De acuerdo con las matemáticas que nos enseñaron en la escuela (desde primaria hasta profesional), las probabilidades de sacar una hipotética bolita marcada con un número del 1 al 9, de un cuenco o un sombrero, es de 11.11 (resultado de 1/9), ¿cierto?
Pues en la realidad resulta mucho más complicado, ya que de acuerdo con la Ley de Benford (o ley del primer dígito) el número uno (1) es el dígito que con mayor frecuencia aparecerá en las cifras de la vida real, es decir, las cifras que comienzan con el uno (1) son más comunes que las cifras que inician con cualquier otro número (2 al 9).
De hecho, el número 1 aparece 30% más veces que cualquier otro número en las cifras que nos rodean tales como precios, números de habitantes, tasas diversas (intereses, natalidad, mortalidad, desempleo, etc.). Y para evitar suponer que se trata de una convención social, el número 1 también aparece 30% más en las dimensiones y longitudes de fenómenos geológicos y naturales (ríos, montañas, profundidad de fosas, pesos y tamaños de especies animales…).
La ley de Benford se llama así porque el físico estadounidense Frank Benford observó que en muestras numéricas ―de magnitudes y constantes de la Física y la Química, funciones matemáticas, direcciones de personas, y números de publicaciones y revistas, entre otras― las cifras que iniciaban con el número 1 concentraban 30% de los datos.
La historia dice que antes, en 1881, el astrónomo estadounidense Simon Newcomb había llegado a una conclusión parecida al notar, en los ejemplares de las tablas logarítmicas que existían en la biblioteca del observatorio en el que trabajaba, que las primeras páginas presentaban un desgaste inusual respecto al resto de las hojas. Deduciendo con ello que el número 1 aparecía con más frecuencia en dichas tablas, consultadas por estudiosos de una gran variedad de disciplinas.
En la actualidad, la Ley de Benford o “Ley de los números anómalos” se aplica para detectar distribuciones numéricas que incumplen con este principio y, revelan, luego entonces, que no son naturales, sino que están intervenidas por la mano del hombre, como en declaraciones fiscales, sufragios en elecciones y, hasta resultados deportivos.