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En el número de febrero de 1987 la revista Nexos, en su sección “Numeralia”, tomó de Radio Mil el siguiente dato: cantidad de veces que las Flans repite el estribillo “No controles” en su canción del mismo nombre: 77.
Me pareció una exageración, pero me dio pie entonces para reflexionar en este asunto de las líneas repetidas en las canciones radiofónicas…
En efecto, a menos que las Flans hayan grabado otra versión más alargada de esta pieza, en el disco normal sólo se cuentan 51 veces el estribillo no controles, la cual es una cifra natural dentro del sistema de los compositores que a falta de una mayor propuesta literaria hallan en la reiteración lineal el modo adecuado para atraer al escucha: otra canción de las Flans repite 42 veces la palabra corre.
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Si hacemos a un lado la música afroantillana, donde el estribillo es parte fundamental de la composición (por ejemplo, la línea son de la loma puede incluso llegar a repetirse, si la pieza se alarga, hasta en 50 ocasiones sin perder fuerza rítmica ni caer en la irritable monotonía; Jorge Barrientos, director de Recuerdos del Son, explica: “La repetición se hace para darle oportunidad al cantante a improvisar… la improvisación vocal es esencial en el son”), tenemos que es la balada la que encuentra en esta reiteración vocal su garantía auditiva y, por lo tanto, su permanencia en los aparatos mediáticos: mientras menos “complicado”, léase literario, sea un tema más facilidad tiene de introducirse en el mercado, según las reglas implantadas entonces por los directores artísticos.
Porque, desde la aparición de Juan Gabriel en el mercado discográfico en 1971, la música popular dice más tratando de decir que diciendo. Las canciones insinúan (ni siquiera llegan, las más, a la sugerencia) porque da la impresión que los mismos cantores no saben plantear con corrección lo que realmente quieren decir. Ante este problema de ausencia literaria, no queda sino recurrir a las formas elementales de la poesía de primer grado o, de plano, distraer la atención justamente con la técnica o la táctica de la repetición insaciable de las palabras. Así, cuando menos, el receptor se queda con esa inacabable sensación de que algo se le quiso decir o que se le dijo sin claridad: el mensaje no es el contenido, sino lo que se queda grabado. Nada más. A tales grados a veces es la propia inercia de los cantores que no saben lo que están cantando que, acaso sin percatarse de ello, vocalizan equívocamente sus decires, de ahí que, por ejemplo, Vicente Fernández cantara alegremente los versos tristes y se entristeciera cuando debía estar alegre.
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Esto no es nuevo, pero sí cada vez va siendo un procedimiento más socorrido (las demasiadas canciones en la Internet corroboran el empleo de la reiteración ciñéndose a la práctica de la espontánea memoria). No es lo mismo, ciertamente, oír decir 32 veces la palabra tiburón a Mike Laure en la pieza “Tiburón a la vista”, de Florentino Ruiz, que a Juan Gabriel y a Rocío Dúrcal escucharles repetir, a dúo, 28 veces la frase te quiero mucho.
La canción que interpretaba Laure tenía por lo menos un sentido musical (esa búsqueda del juego humorístico con la relación sensual; esa familiaridad en el albur; ese vínculo muchas veces ingenuo de la cumbia con las palabras de doble sentido), pero en cambio la de Juan Gabriel no sólo cae en la inconmovible demanda amorosa sino que posee esa rígida quietud de la declaración afectuosa, como en su pieza “Déjame vivir” cantada también a dúo con Rocío Dúrcal y en la cual ambos, en un lapso de tres minutos, dicen 82 veces la palabra nada. La canción, por supuesto, no es creíble; pero sí es capaz de retener al receptor mareándolo con la frágil reiteración de una sola palabra. Hay canciones que se dejan oír no por lo que dicen, como ya he dicho, sino por lo que nunca llegan a decir.
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La palabra love en la pieza “Todo lo que necesitas es amor” es cantada 111 veces. Y hey Jude se repite en 48 ocasiones, sin contar que la onomatopeya na que sirve de coro para esa misma canción de “Hey Jude” se dice 222 veces. Y la frase don’t let me down, en otra rola, se repite 19 veces. John Lennon, como solista, grabó en 1971 la pieza “Well” y exactamente esta palabra la repite 116 veces…
Creo que en la música sí es válida la repetición, incluso la insistencia desbordada de ciertas palabras, siempre y cuando se integren al contexto de la composición. Los gritos continuados de “Well” que hasta en ciertos momentos pueden llegar a ser desagradables en Lennon, están precisamente conformados con esa textura vocal para impacientar al receptor.
Lo que no me parece legítimo artísticamente es la vacua cantaleta, la melodía redundante, las muletillas de relleno, la sustitución del poema musical por la ocurrente palabrería, la duplicidad de los cantos, la reproducción innecesaria de frases para llenar los huecos instrumentales.
Sin embargo no todas las canciones populares requieren de reiteraciones o de muletillas para afianzarse en las cabezas de los espectadores…
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… Pues con las redes sociales se percibe, ahora, una evidente modificación en la órbita de la melomanía consistente en la reducción de los parámetros básicos desde los cuales se calificaba un proyecto musical, eliminado drásticamente a partir de las aprobaciones —apropiaciones— digitales reforzadas, las más de las veces, por empatías personales, no a través de un conocimiento de la materia.
Anteriormente se promulgaba una popularidad mediante la promoción pagada en la industria mediática: las discográficas monetarizaban la difusión de las canciones hasta el hartazgo para convencer al espectador en sus gustos musicales, de manera que se convenciera, tras escuchar cientos de veces la misma canción, de sus preferencias artísticas sin percatarse de la enajenación a la que era sometido, porque los enajenados ignoran su propia enajenación. Juanga es popular a fuerza del sometimiento radiofónico, no así, digamos, un Rigo Tovar, que primero fue popular y, por eso mismo, luego grabara discos con la seguridad, para la discográfica, de la venta articulada debido a la numerosa audiencia que lo había ya previamente idolatrado. No sabemos si eso hubiera ocurrido con Juanga, porque la situación en su caso fue enteramente opuesta: el empresariado musical lo lanzó al ruedo como mercancía musical, como sin distingo alguno arrojara a Mijares, Emmanuel, José José, Timbiriche, Luismi, Lucerito, Daniela Romo, Pandora, Ana Gabriel… consiguiendo no sólo hacerlos populares sino, primordialmente, recuperando las arrojadas inversiones para poder posteriormente desglosarlas de manera acaudalada. Porque así es, o era, el negocio de la popularidad en la música (que muy luego fueran adorados o venerados, como Juanga, es otra situación, motivo de otro análisis).
Gente como Chico Che, Rigo Tovar, Los Tigres del Norte, el propio Alejandro Lora u Óscar Chávez se cuecen aparte porque su crecimiento popular fue proporcionalmente inverso a sus posteriores dominaciones en el mercado de la música, pues lograron, con denodado esfuerzo personal, primero su popularidad para, después, alcanzar su arribo al éxito financiero.
Dos cosas muy distintas.
Porque también en la promoción empresarial hay lanzamientos fallidos como, digamos, el de Juanello, acaso un artista que por el mismo clasismo discriminatorio empresarial no consiguiera concretar la expectativa comercial del emporio discográfico por un sencillo acto de negación física: Juanello no era un hombre atractivo, de modo que sus actuaciones en la televisión, que las hubo, tenían que estar apegadas a ciertos cuidados nunca antes vistos, como mantenerlo distante de los reflectores o bajo una luz de sombras para no delatar su “fealdad”, así de racista es la prominencia económica.
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“¡Toda la ciudad se sabrá esta canción, lo juro!”, grita, entusiasmado, el ejecutivo de la música al preparar la primera canción de Enrique Guzmán antes de darla a conocer en la radio —mediante la payola, el término de la corrupción en la radiofonía: las disqueras pagaban con puntualidad a las empresas diales para difundir su mercadería musical— y de pagar los moches a la prensa de espectáculos, siempre servicial, para que se deshiciera en halagos al artista en cuestión.
Esta escena, transportada de la realidad al cine, pertenece a la película La juventud se impone, del año 1964, dirigida por Julián Soler (cuyo nombre real era Julián Díaz Pavia, nacido en Chihuahua en 1907 y fallecido 70 años después en la Ciudad de México en 1977), donde se vislumbra —quizás sin ser esa la intención del personal fílmico— la adecuada fórmula capitalista para popularizar a los futuros ídolos.
Todos los artistas conocidos que uno considera populares fueron inducidos a ello: desde Juanga hasta Luismi pasando por José José o Marco Antonio Solís recibieron la aprobación empresarial para poder llegar a tan altas cotas de la profundidad popular, sencillamente porque antes de la aparición de las redes sociales la “popularidad” requería de un indulto proteccionista de la clase empresarial. Si los directivos de la RCA Víctor no se hubieran fusionado con Televisa, simplemente Juanga no sería el Juanga que todos conocemos, porque sus canciones jamás se hubieran difundido por ningún medio privado, pues esta industria siempre ha funcionado con la práctica monetaria.
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Pero las cosas ahora han cambiado, ciertamente.
Un individuo como el coreano Psy, con su pieza “Gangnam Style”, no necesitó conocimientos musicales para volverse un millonario de la música con sus más de 4 mil millones y medio de vistas en la Internet. Los comentarios a su ejercicio melódico sobran ante el garbo desairado de sus seguidores que no requieren de lecturas críticas para saber si lo que están oyendo vale o no la pena (musicalmente), aunque el más visualizado en las redes sociales, hoy en día, sea el puertorriqueño Luis Fonsi con su canción “Suavecito” (“Deja que te diga cosas al oído para que te acuerdes si no estás conmigo”, dice, entre otras cosas, nomás como para constatar, sin que nadie se lo pidiera, que la mujer sigue siendo miserable, buscadora frugal de amores ilegítimos, traidora) que, a la fecha, ha conseguido casi 8 mil millones de visitas, el número de habitantes que tiene el planeta entero, con lo que ya Fonsi puede dormir tranquilo económicamente el resto de sus días.
En esta nueva regulación de los éxitos, posea o no calidad sonora el buscado en la Internet, lo de menos es la voz crítica de los comentaristas porque a los apegados a la web no les interesan los pormenores de la música sino la frágil transitoriedad de la misma. La revista estadounidense Rolling Stone contaba, entre sus atractivos periodísticos, una interesante sección crítica sobre novedades discográficas donde se traslucía la temperatura creativa de los hacedores de la música, apartado que ahora a nadie conmueve pues aunque se diga, por ejemplo, que la producción musical de Justin Bieber es deficiente, de cualquier modo las personas no dejarán de mirar su ramplón video “Sorry” alcanzando ya la estratosférica suma de 3,587,507,876 vistas en la red, porque a nadie pareciera ya interesarle el razonamiento crítico sobre la música, de manera que por allá luce, entre los visualizados con más de 3 mil millones de visitas, gente como Enrique Iglesias y Shakira.
Sin embargo, se tiene que decir que el video musical más visto de todos los tiempos —desde que la web estableciera sus pagos por este nuevo orden mercenario musical— pertenece a una compañía “educativa” de Corea del Sur: Pinkfong, cuyo video infantil “Baby Shark Dance” ha rebasado las 11 mil 400 millones de vistas corroborando, ampliamente, que lo que menos importa hoy en día es el razonamiento crítico sobre el entorno de la música.
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Si bien una canción popular no necesariamente aloja en ella calidad musical, ni la asistencia multitudinaria a un concierto certifica la garantía de la exposición musical, ni tampoco la reducción de audiencia simboliza anticipadamente un defectuoso preámbulo musical, lo cierto es que cantidad no siempre conlleva calidad, ni la calidad va a configurar de inmediato, o rabiosamente, un alto índice de seguidores.
Ni una cosa ni otra son asertivas en este mundo desigual. Yo he estado en conciertos masivos frente a agrupaciones irregulares y estado presente en audiciones minoritarias escuchando prodigios musicales. Estuve en Bellas Artes en la audición de gala de Juanga donde, tras memorizar las canciones del artista, la fiesta la hizo el público después de asimilar que se hallaba —o de corroborarse— en un espectáculo televisivo. “¡Toda la ciudad se sabrá esta canción, lo juro!”, dice un ejecutivo de la música en la cinta La juventud se impone jubiloso de impulsar, según el guión cinematográfico, a Enrique Guzmán, promesa que cumplían, a cabalidad financiera, las directivas de los emporios discográficos al lanzar a la gente confiados —los emporios— de su mando y de su control monetarios. ¿Quién no se aprendía de memoria todas las canciones que se transmitían de Juanga, de Luismi, de José José, de Alejandra Guzmán, de Gloria Trevi, de las Flans?
Unos más ordinarios que otros, en efecto, pero todos con similar ambición pecuniaria.
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Se habla mucho, ahora, de equidad de género y la regulación de los asuntos demasiado patriarcales, pero en este último punto el discurso puede ser camuflado, o distendido, o tratado con parsimoniosa templanza, o ajustado según los vericuetos, o las variantes, del asunto, porque, vamos, es sabido que, en música, nada como las asociaciones gruperas o los combos reguetoneros para dilapidar, o disminuir, a la mujer, lo que no les quita sus inmensas popularidades, de poseerlas, porque en las circunstancias culturales nada tiene que ver una cosa con la otra (cantidad y calidad, calidades y cantidades).
Por ejemplo, una canción como “Ya supérame”, de Edgar Iván Barrera, Horacio Palencia Cisneros y Nathan Galante, que interpreta la banda grupera Firme, es por supuesto una irrefrenable demostración patriarcal común a las expresiones de estos grupos —mayoritariamente— victimizados por las mujeres, rara vez nobles o leales en los contenidos líricos de tales agrupaciones melódicas. “¿Qué parte no entiendes cuando te digo que no? ¿La N o la O? Tu tiempo se acabó. Te juro que ya no te quiero ver. Si de todos lados ya te bloqueé, no sé cómo sigues pensando que me tienes a tus pies. ¡Ya, supérame!”
José Alfredo, prácticamente injuriado en los tiempos que corren supuestamente por ser un compositor machista, jamás le hubiera pedido en sus canciones a una mujer que lo superara situándose en un escalafón superior, inalcanzable, tal como lo declara, sin rubor alguno, el grupo Firme: “Porque yo ya te olvidé. Ando tan feliz sin ti. Deberías hacerlo tú también. Esta historia se borró y no pienso escribirla otra vez. ¡Ya, supérame! Y deja de hablar mal de mí. Tienes que saber perder, igualito que sabes mentir. Ya cambié de corazón y tú no vuelves a entrar aquí. ¡Ya, supérame! Que no te arda estar sin mí. ¡Ya, supérame! Porque yo ya te olvidé…”
(Probablemente lo que los autores de esta canción quisieron decir, no diciéndolo por una ausencia de rigor literaria, es “ya no necees” o “ya olvídame” o “ya aliviánate” o “ya supera el pasado”, pero han dicho muy otra cosa por un descuido elemental del lenguaje, característica suprema en estas bandas que no dicen denotativamente lo que quieren decir connotativamente.)
La letra no me sorprende, ya que continúa la temática grupera: en este mundo los hombres no tienen la culpa de enamorarse de mujeres desfachatadas, traidoras, inferiores, mosquitas muertas que nomás andan pescando, o cazando, a los pobrecitos e infortunados hombres que, desprevenidos, caen (caemos) en las garras de estas astucias femeninas.
No estamos ante nada nuevo, sino delante de un discurso reiterado y envuelto en lamentos masculinos que miles de seguidoras, no necesariamente fans, respaldan coralmente. Timbiriche nos lo ha dicho de manera orgullosa con las simpatías aprobatorias de sus millones de fans femeninas: “Te gusta ir con unos y con otros. Y pasas de mí, te olvidas de mí. Te la armas bien con todos, menos conmigo —cantan con desenfado en una letra exitosa de Edgard Barbosa y de Guido Vitale—. Tus ojos son dos verdes bofetadas. Y los miro yo y gritan que no. Y andas por ahí con todos, menos conmigo. Te gusta reír delante de mí, sigues en tu papel de sirena feliz. Y pierdes el control con todos, menos conmigo. He llegado a pensar más de una vez que burlarte de mí te produce placer. Y buscas el amor con todos, menos conmigo. Pero yo sé que dentro de ti esa clase de amor no echa raíz. Y te sale mal con todos, menos conmigo. No me llames jamás ni por error, no te pongas así que llorar no te va. Vuelve a tu soledad con todos, menos conmigo…”
Yo agradecería no estar con esta mujer, pero el sufrimiento de los pobres hombres es inacabable en las canciones populares. Yo he presenciado masas enteras derritiéndose por esta canción. Y he visto y escuchado a millares de mujeres, frenéticas, corearla. Porque la mujer, me parece, ya sabe que su papel en las canciones es de victimarias. Por eso, desprejuiciadas, corean, jubilosas, “¡ya supérame!” aceptando su propia disminución femenina. Por eso una canción como “La traidora” de José Alfredo se queda muy pequeña ante los dos portentos líricos transcritos previamente: “Ya supe todo y estoy que no me aguanto. Oí a tu amante hablando de tu amor. Contó tu vida con todos sus detalles y yo, escuchando, muriendo de dolor. No sé qué dijo sacando tus retratos. Habló de cosas que no quisiera creer. Y al final de cuentas se rió de tus encantos con una risa que yo sentí muy cruel. Aunque en la cárcel me hundieran para siempre, podría matarlo y llevarlo hasta tus pies. Pero él no tiene la culpa de tu infamia: fue buen hombre y tú mala mujer. Mañana mismo me voy no sé pa dónde”, porque, de quedarse, la mataría sin remedio, de ahí su final indubitable: “Mañana mismo te olvidas de mi nombre, que yo del tuyo también me he de olvidar”.
Pero en estos tiempos, no sé exactamente por qué, José Alfredo es un canalla pero Firme no, ni Timbiriche.
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Políticamente, las cosas son muy distintas. Porque cualquier canción puede revertirse en bien de los respectivos intereses añorados (Óscar Chávez, con su finura y mordaz sentido paródico de la vida política, se dedicó a alterar las letras de populares canciones para revertirlas en sus contenidos adjudicándoles otras intenciones ideológicas), hallar en las canciones una ironía fragante o una premisa idónea que no podríamos decirla de mejor manera sino induciéndola al sarcasmo alrevesado (por eso una canción como “Ya supérame”, de Firme, puede ajustarse de manera idílica a una oposición morenista que no cede en sus rencores ni acepta razonamientos políticos): “El rey”, por ejemplo, podría ser la parodia perfecta del ultraderechista irredento, pero también la del hombre infortunado en amores o la del empresario de comunicación desamparado en el sexenio obradorista: “Yo sé bien que estoy afuera, pero el día que yo me muera sé que tendrás que llorar. Dirás que no me quisiste, pero vas a estar muy triste y así te me vas a quedar. Con dinero y sin dinero, yo hago siempre lo que quiero y mi palabra es la ley. No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el rey. Una piedra en el camino me enseñó que mi destino era rodar y rodar. También me dijo un arriero que no hay que llegar primero, pero hay que saber llegar…”
Las canciones son una idónea piel de la conspiración arrebatada o dulcificada.
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Los tiempos para la reseña de la música son ya otros. Ahora he escuchado a gente cabal decir que basta con calibrar el gozo de las multitudes para saber que se está frente a una banda de singular importancia, como la saturada alabanza que recibiera el grupo Firme por su actuación gratuita en el Zócalo capitalino el pasado 25 de septiembre, que congregara, según las cifras oficiales, a 280,000 personas con las calles aledañas abiertas, situación que no ocurrió con la audición del beatle Paul McCartney, lo que hace, por supuesto, una gran diferencia en el flujo ciudadano.
Empero, envueltos de lleno en la algarabía del frescor grupero, hasta algunas feministas han olvidado que Firme, cómo no, pese a su juventud y a su cobijo comunitario, es una banda, como las de su especie, orgullosamente patriarcal.
Y no hay vuelta de hoja en el asunto porque, para comenzar, a nadie se le habría ocurrido pedirle a una mujer que ya, que ya superara, ¡por Dios!, a un hombre.
La conversión política que se le ha hecho a esta canción no es sino una muestra afectiva del humor obradorista, pero ello no impide el verdadero simbolismo lírico patriarcal de la pieza.
Lo que sí es un hecho es que con estas nuevas cualidades o pesquisas intelectuales (“lo importante es el gozo masivo”, “mientras la algarabía del pueblo se desdoble lo de menos es el análisis sonoro”, “cantar las canciones al unísono crea una cultura popular desenfadada”…), el papel de la crítica musical pierde, o extravía, su fundamento originario.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LA LUPA.MX
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