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En el mes de junio de 2019 el poeta David Huerta, enfadado por la información que había salido en Notimex —no de forma exclusiva, pues ya anteriormente se sabía por las notas de medios como El Universal o La Jornada— sobre una lista de los beneficiados económicamente por el sistema cultural en los sexenios priista y panista —donde se incluía con claridad el nombre del hijo del glorioso poeta Efraín Huerta—, mencionó a Sanjuana Martínez, la nueva directora de la agencia de noticias del Estado mexicano, como criminalizadora y delatora, adjetivos que no dejó de repetir hasta el día de su muerte —el pasado lunes 3 de octubre—, los cuales me han inquietado bastante desde entonces no por su explosiva sonoridad sino, sobre todo, por sus significados básicamente porque fueron dichos por un riguroso catador del lenguaje.
En el caso de “criminalizadora” el significado es evidenciador: que criminaliza, y he aquí lo que apunta la Real Academia de la Lengua al respecto: “La criminalización es un fenómeno multifacético que se ampara de leyes y disposiciones del código penal para atacar a los defensores de los derechos humanos con el objetivo de obstaculizar su trabajo”, muy distante (o muy cercano, según la afectación del poeta) a las intenciones íntimas del poeta porque, para comenzar, la directora de Notimex no escribió el reportaje sino, amparada en la libertad expresiva, dicho material fue desplegado durante su gestión periodística, carga —o responsabilidad, como todo buen periodista sabe, o debe de saber— que todo atildado editor asume si lleva a cabo su trabajo sin la censura a cuestas. Todo aquel que no es periodista, o no entiende el proceso periodístico, por supuesto se va a hacer a la idea de que todo lo publicado en cierto espacio proviene de la ordenanza del cuerpo directivo, y no es así, aunque sin duda hay publicaciones atenidas a las sujeciones o caprichos de los dueños de tales empresas.
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Al llamar criminalizador a alguien, pues, podría significar —o lo más probable es que se señale— una acusación grave de obstaculización a ejercer determinada actitud a favor de elementos reivindicatorios humanos, pero no era el caso porque la información no impedía, ni impidió, los derechos de terceros: sencillamente fue desplegada una lista de favorecidos financieramente por el aparato cultural, siempre inclinado, y no es nuevo mi decir, a consentir a un específico grupo intelectual, al grado de que el propio Instituto Nacional de Bellas Artes, por ejemplo, clasificaba a los escritores en A, B o C para beneficiar a los primeros, por lo general integrantes de la cúpula cultural, zahiriendo a los últimos, de menor rango económico. Este proteccionismo imperó desde el momento en que Rafael Tovar y de Teresa fue designado rector emérito de la cultura nacional hasta su fallecimiento, el 10 de diciembre de 2016. Ejerciendo el funcionariato de la élite intelectual desde 1974, a sus 20 años de edad, cuando fue nombrado jefe de asuntos culturales de la Secretaría de Hacienda, y de ahí no dejó de ascender, apadrinado por José López Portillo, hasta haber sido el primer secretario de Cultura en la gestión peñanietista, cuyo rasgo básico, e inesquivable, fue el apoyo incondicional —esencialmente monetario— a la mafia cultural y sus adláteres, que vivieron, ¡vaya si no!, con solvencia a veces desmedida.
Sólo existían ellos, y los que los festejaban. Porque el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, obsequio del salinato sobre todo a Octavio Paz para beneficiar a los suyos, recompensaba —elocuentemente— a los que estaban de su lado, desfavoreciendo (porque entonces el gobierno, y esto era cosa natural, hacía sobrevivir con su aporte económico a los medios nacionales, incluyendo a uno que a otro autoconsiderado “independiente”) a los que, con sus comentarios, criticaba sus procederes, asunto que venía resbalándose, como mantequilla caliente, a los ojos de la intelectualidad, circunstancia que pervivió en México como una costumbre cultural a lo largo de ocho largas décadas.
Por eso cuando comencé a practicar mi periodismo, a principios de los setenta, lo que miraba en mi entorno eran acuerdos no escritos, pactos simbólicos, conveniencias colectivas, sumisiones derogadas, cautelas críticas, silencios interesados. No en balde Vicente Fox, durante su mandato, “castigó” al periódico El Financiero por haberse atrevido, su sección cultural, a levantar su voz disidente con argumentos que contrariaban las acciones de la entonces presidenta del Conaculta: Sari Bermúdez, “problema” económico que el director de ese diario, Rogelio Cárdenas Sarmiento, solventó mediante sus conexiones con las instituciones privadas, pero el buen Rogelio no me despidió, como era la malsana intención del presidente panista.
Señalar periodísticamente un hecho no necesariamente es criminalizar sino es documentar, si esta información es una verídica escena de la realidad. Si es un mal informe, si es una noticia falsa, basada en supuestos, el acto, en efecto, puede denominarse “criminalizador”, sobre todo cuando su propósito es avieso, no así cuando su finalidad es meramente informativa.
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La otra palabra (“delatora”) tampoco se ciñe, según mi apreciación, a su demoledora intención, ya que el diccionario apunta que delator o delatora es una persona que “denuncia, acusa o delata a alguien, en especial si lo hace de forma secreta”, que no es el caso porque el reportaje se aireó, fue público, no se anduvo por las ramas del entredicho, ni fue, de ninguna manera, algo entre voces, ni algo no sabido, mucho menos secreto, si bien el término quería ser usado despectivamente, decir una cosa semejante a “acusadora”, que ya en sí mismo es retadoramente severo, porque un delator y un acusador, aunque sinónimos, son completamente diferentes en el fondo: un acusador no requiere hacerlo, es decir acusar, de forma velada, en cambio el delator, para serlo (delator), sí.
Y aquí caben entonces varios, o diversos, cuestionamientos asentándonos en otros casos. Julian Assange, por ejemplo. ¿es un delator, o un acusador, por haber filtrado papeles supuestamente secretos? El gobierno estadounidense considera que hizo lo que no debía, tal como algunos escritores beneficiados por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes —el precedente de la Secretaría de Cultura— se han sentido aireados por Sanjuana Martínez cuando lo único que hizo en junio de 2019 —y que cualquier buen editor, como buen editor lo fue Assange, lo hubiera hecho— fue haber difundido, mediante sus reporteros, un hecho inexcusable, porque no delató ni acusó, como tampoco lo hiciera el australiano Julian Assange, a nadie en específico sino sólo los papeles hablaron por sí mismos. Si ese acto es “criminalizador”, entonces los que lo adjetivan de ese modo también, acaso sin querer, le están dando la razón a los censuradores asentados en el poder estadounidense cuando, ofendidos al saberse desnudados en sus ideologías guerreras y embaucadoras, señalan a Assange de “delator”.
Y, al parecer, no es, este tema, un asunto de accesible resolución.
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Ambos términos, en la concepción contemporánea, están íntimamente vinculados con el factor mediático: para las autoridades conservadoras de Estados Unidos, Assange es un criminalizador y un infame delator, pero para los que aspiramos a una entera libertad expresiva lo consideramos un aireador de verdades cognitivas, un impecable —y acertado, y consecuente, y consciente, y congruente— editor (bastión elemental de la rama periodística que sujeta, o coacciona, la libertad de cada individuo, porque no necesariamente un editor es un periodista en el entendido de que éste fabrica su propia mensajería y aquél —el editor— no), pues hay, en efecto, demasiados editores censuradores e irreprimidos al servicio no de sus principios sino de los acaudalados sostenedores de las empresas donde laboran, aunque a partir de estas premisas hay numerosas personas que confunden, o no quieren entender, el cabal significado del término, aprovechando coyunturalmente la ocasión para acomodarse en el centro de las discusiones mal utilizando los cargos, o supliéndolos indebidamente, para su propia equívoca coronación: ¿Julian Assange es como Loret de Mola o Peniley Ramírez es una réplica de Julian Assange?
Nada de eso.
Lo cierto es que, al no entenderse las causalidades verídicas de este entramado periodístico, es dable usar (o reiteradamente mal usar) la referencia para provecho de personas que no se ciñen a las cuotas de responsabilidad social que tienen maniatado a Assange por haberlas sabido usar, como no las han aplicado legalmente decenas de periodistas que no saben distinguir la magnesia de la gimnasia: uno —Loret de Mola— por depender de una empresa situada a la derecha proporcionalmente opuesta a la línea obradorista y la otra —Peniley Ramírez— por ocuparse de un proceso aún en curso, premisa que todo buen periodista debía —o debe de— saber, donde Assange nada tiene que ver en estas capitalizaciones personales que, sin embargo, reflejan el hondo desconocimiento del proceder libertario de expresión.
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No estoy denostando a mi amigo David Huerta, que en esta vida ya no está, sino me atengo a sus palabras para, a partir de ellas, cuestionar —y cuestionarme— algunas irradiaciones de la morfología lingüística.
“Hay un fusilado que vive”, fue la frase que Rodolfo Walsh escucho por parte de un desconocido mientras el periodista argentino jugaba una partida de ajedrez. A partir de tal revelación, Walsh fue hurgando, recogiendo pistas, testimonios y nombres para escribir Operación Masacre, libro publicado en el año de 1957 que aborda un fusilamiento clandestino realizado por la dictadura cívico-militar de la denominada Revolución Libertadora en la República Argentina. Entre el periodismo de investigación y la literatura, Walsh dio a conocer un secreto que habitaba en los sótanos del poder político en su país natal, ventilando así un abuso de poder que terminó con las vidas de varios inocentes, excepto de un hombre que se convirtió en la causa por la cual Operación Masacre cimbró la manera de realizar el oficio del periodismo en aquel país sudamericano.
¿Fue delator Walsh al revelar aquella vivencia?
Antes del surgimiento de la Internet y de la enorme facilidad que, hoy en día, existe para buscar y corroborar ciertos datos en la web, a finales de la década de los ochenta un escándalo sacudió al futbol mexicano: el seleccionado nacional en la categoría de menores de 20 años de edad, durante sus partidos de clasificación a la Copa Mundial de dicha categoría alineó a futbolistas que, ilegal y tramposamente, rebasaban el límite permitido de años cumplidos para disputar tales competencias. Así, al hojear el Anuario oficial elaborado por la Federación Mexicana de Futbol, algunos periodistas mexicanos descubrieron el engaño fraguado por las autoridades futbolísticas mexicanas, dándolo a conocer publicablemente en abril de 1988 y, a raíz de tal revelación periodística, se causó la suspensión del balompié nacional de todas las justas internacionales por un lapso de dos años.
¿Fue delación o un acto de arrojo periodístico aquella noticia?
Cuando averigüé, por mi cuenta y riesgo, que el libro Marta, la fuerza del espíritu no había sido realmente escrito por Sari Bermúdez, como se apuntaba en la portada de dicho volumen, sino sólo la futura presidenta del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, durante el foxato, había prestado su nombre —a cambio de un respaldo económico favorecedor— por convenir a sus intereses políticos, ¿fui delator o periodista? Recuerdo que cuando publiqué aquella información —tres días seguidos— nadie más, ni Proceso ni La Jornada, se ocuparon mínimamente del tema restándole importancia.
Cuando Ricardo Rocha develó los videos de la artera matanza contra campesinos en Aguas Blancas, en junio de 1995, ¿fue un delator o un periodista ejemplar?
La línea que cruza la frontera entre el periodismo y la farsa acaso sea sutil, apenas perceptible, mas, para los informados, resulta absolutamente visible pese a los numerosos extrañamientos que se hace de ella.
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He sabido de una honrada mujer que, aquí sí, delató a su hermano asesino que, al no conocerla a fondo, le había confesado su acto criminal. Cuando su madre se enteró de la delación de su hija, simplemente cortó cualquier tipo de relación con ella llamándola “vil delatora” porque, de no ser por ella, su lindo hijito anduviera todavía libre por las calles mirando, tal vez, a quién fregar. Por decir la verdad, incluso el esposo de esta mujer le pidió el divorcio asumiendo que no podía compartir su vida con una “delatora”.
Los riesgos de la verdad, ciertamente.
Y los prejuicios de la mentira, efectivamente.
De ahí que sea más sencillo ocultar las actitudes —acritudes— de la realidad que develar las premisas de la falsedad, que implica ya, de suyo, una compleja trama de éticas jamás discutidas.
Por eso la costumbre tácita se apodera de los individuos librándose —liberándose— de posibles perjuicios personales: en esta vida, en consecuencia, es más fácil callar que hablar, de allí que, a ojos vistos, los políticos no delaten a los políticos, ni los periodistas delaten a los periodistas. Porque nada es tan cómodo como sentarse a la diestra del principado, cual sea éste su forma, aunque, con ingenua dignidad, se critique —con agudeza o sin ella— esta manera de andar plácidamente por la vida. El poeta Nobel de las letras Octavio Paz es un transparente ejemplo de esta conveniente y holgada dualidad.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LA LUPA.MX
https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/victor-roura-oficio-bonito/
Otra triste rourada. Es decir, esa tradición patética de Víctor Roura de hablar mal de un personaje (más importante y más célebre que el del autor de triste figura llena de mugre y greñas sucias) una vez que ha muerto. ¿Miedo a que le respondan? Creo que, más bien, miedo a que no le respondan. Vaya, ni Aguilar Camín se tomó la molestia de responder a sus escupitajos. Tanta bilis de Roura mal correspondida. Escupir sobre los muertos tiene esa ganancia: Justifica el ninguneo y sigue cobrando su sueldo de burócrata.