Aceptar una derrota es harto difícil para muchas personas; aceptar un revés en elecciones es mucho más complicado si la persona, el partido político o el movimiento perdedor no tienen vocación democrática.
En la presente década ya hemos visto dos casos de este perfil. Uno, el de Donald Trump en Estados Unidos, y el otro, mucho más reciente, el de Jair Bolsonaro en Brasil. Ambos casos tienen un común denominador: el hecho de que los personajes poco o nada simpatizaban (simpatizan) con la democracia.
Los dos demostraron ser malos gobernantes. Guiados más por su visión personal de la vida y de la política, causaron desastres en sus respectivos países.
Trump se tornó en el primer negacionista del Covid-19, al grado de minimizar las medidas sanitarias, y con eso condujo a la estadounidense a ser una de las tres poblaciones nacionales del mundo con mayor cantidad de infectados y de muertos por el virus.
Al igual que Trump, de Bolsonaro hay un sinfín de ejemplos de cómo su actuar fue a contracorriente de lo que la lógica ciudadana indicaba.
Su política antiecológica causó severos daños a la selva amazónica al permitir la invasión de industrias en este gigantesco pulmón mundial. Y, al igual que el exmandatario estadounidense, fue laxo en la aplicación de medidas sanitarias frente a la reciente pandemia.
Divide, ¿y vencerás?
En los dos casos, su arribo al poder estuvo marcado por campañas electorales que se enfocaron en la división de la sociedad; fueron maniqueistas al provocar la confrontación de sus conciudadanos y la extrema polarización. Coinciden también estas administraciones en la no aceptación de los resultados electorales.
Trump instigó a la toma del Capitolio, símbolo del poder gubernamental norteamericano, para mostrar su rechazo a la derrota comicial.
Y si bien es cierto que Bolsonaro no ha hecho algo similar, a una semana de los resultados de las elecciones presidenciales tampoco había reconocido su derrota ni, por consecuencia, el triunfo de Lula.
Sus comportamientos se explican, reitero, a partir de la concepción construida personalmente (y solapada por sus respectivas formaciones políticas); su visión moral y ética del ejercicio gubernamental. Es decir, nada que ver con la división caduca de la política de “izquierdas” o “derechas”.
Esta separación de izquierda y derecha –nacida en el seno de la Rusia bolchevique– se ha ido diluyendo en la medida en que los gobernantes son electos por su presencia individual, sus mensajes en las redes sociales, su apariencia, por su popularidad, por sus dichos y estridencias.
Poco o nada han tenido que ver en las elecciones de los últimos 20 años los programas de trabajo, sus proyectos de gobierno o, incluso, el partido o partidos políticos que los arroparon.
Los partidos políticos cada vez son más casuísticos que ideológicos en sus propuestas de programas de gobierno. Esto es, cada vez más responden a la coyuntura política, y se “adaptan” a las propuestas del candidato, que a una visión ideológica de la vida y el gobierno.
Igual que en México
Me parece que el presidente mexicano forma parte, junto con Trump y Bolsonaro, de una generación de políticos que crecieron al amparo de sus discursos estridentes, de su constante intención de polarizar a la sociedad, de prometer la ejecución de programas sin realizarlos y, peor aún, de decir que combatirían la corrupción y ser cada vez más corruptos.
Por eso es que resulta sumamente complicado identificar al actual gobierno mexicano como de izquierda o de derecha.
Y por eso (también) es que las tres sociedades (estadounidense, brasileña y mexicana) tienen que repensar cómo lograr que sus países corrijan el rumbo y evitar lo que parece una ofensiva concertada para intentar modificar las reglas electorales en beneficio personal.
Es cierto que en México se requiere una reforma electoral, pero ahora no es el momento oportuno, ni lo es el sentido que propone el partido político del gobierno.