Cuando pensamos en la palabra entrenamiento, seguramente lo primero que nos viene a la mente es un gimnasio, rutinas de ejercicio o la idea de tener músculos o una mejor figura. ¿Qué pensarías si te dijera que nuestras células también pueden ser entrenadas? Y no me refiero a que pierdan unos kilos de más (o unos picogramos, en este caso), más bien a un entrenamiento que les permita realizar su función de manera eficiente. Esto se hace con las células del sistema inmunitario, cuya función principal es defendernos de todo aquello que nos pueda causar una enfermedad.
En primer lugar, debemos de entender que nuestro sistema inmunitario está compuesto por un grupo de células y mecanismos que se van desarrollando con el paso del tiempo, tienen memoria y se adaptan a todo aquello a lo que hemos estado expuestos, incluso desde nuestro nacimiento; por ejemplo, cuando estamos en contacto con la microbiota (conjunto de bacterias que generalmente son benéficas para nuestra salud) de nuestra madre al momento de nacer o con aquella infección que tuvimos cuando éramos niños. El sistema inmunitario se desarrolla para no olvidar este tipo de experiencias, a pesar de haber transcurrido mucho tiempo. ¡Sería maravilloso que nosotros también tuviésemos la capacidad de recordar con tanto detalle algo que ocurrió hace años!
El sistema inmunitario se entrena todos los días al estar en contacto con patógenos (bacterias, virus o parásitos) que se encuentran en el ambiente y que representan un peligro potencial a nuestra salud. Este sistema cuenta con células que tienen el trabajo de reconocer patógenos y eliminarlos. Esas células son llamadas fagocitos (término derivado del griego phagein, que significa “comer”, y el sufijo “cito”, que significa célula, es decir, células que comen); también pueden alertar a otros actores del sistema inmunológico, como son los linfocitos que pueden producir anticuerpos (como los linfocitos B) o aquellos que pueden atacar directamente al patógeno, o los que eliminan aquellas células que se encuentran infectadas (como los linfocitos T).
Hoy en día contamos con vacunas que “entrenan” al sistema inmunitario. Sin estar expuestos a un patógeno que puede provocar una enfermedad, las vacunas les dicen a nuestras células qué es lo que debe de reconocer de ese patógeno para que, al enfrentarse a este, nuestras células actúen en consecuencia y eliminen la amenaza. Pero, ¿qué pensarías si te dijera que nuestro sistema puede ser entrenado con nanopartículas? Pareciera algo sacado de una historia de ciencia ficción, pero hoy en día es una posibilidad.
Las nanopartículas son definidas como materiales de un tamaño entre 1 y 100 nanómetros (por poner un ejemplo, algunos coronavirus pueden medir entre 20 y 220 nanómetros). En la actualidad, podemos encontrar que se utilizan algunas nanopartículas en productos de uso diario. Por mencionar algunas, tenemos nanopartículas hechas con plata, las cuales se pueden utilizar en pastas dentales, jabones o sanitizantes de aire, o partículas de titanio o de zinc utilizadas en productos cosméticos.
En cuanto al uso de nanopartículas para programar a nuestro sistema inmunitario, se ha explorado la posibilidad de utilizar este tipo de materiales para hacer que nuestro sistema se active o se apague por igual. Para ello, las partículas funcionan como “acarreadores” de moléculas que pueden ser identificadas por algunas células del sistema inmunitario como lo hacen las vacunas, pero también pueden llevar otras moléculas que sirven como un “interruptor” que enciende o apaga al sistema de defensa según nuestra conveniencia.
Podríamos, por ejemplo, pensar en la posibilidad de usar nanopartículas para controlar una enfermedad autoinmune o una alergia, casos en los que el sistema inmunitario reacciona de manera exagerada a componentes propios de nuestro cuerpo o a estímulos que normalmente no representan ningún peligro. En ese caso, las nanopartículas pueden ser construidas con moléculas inmuno-reguladoras que, al ser reconocidas por células fagocíticas, generan una respuesta del tipo tolerógeno; es decir, con las nanopartículas “apagamos momentáneamente” nuestro sistema inmunitario para que este no nos ataque a nosotros mismos en el contexto de una reacción alérgica.
Esto se ha probado con éxito en modelos animales, por ejemplo, con nanopartículas de oro capaces de disminuir la inflamación del sistema nervioso central, que tienen potencial de tratamiento contra enfermedades autoinmunes como la esclerosis múltiple, un padecimiento autoinmune causante de parálisis (Figura 1A).
En el sentido opuesto, las nanopartículas también pueden servir para dar más fuerza al sistema inmunitario y que este actúe de manera eficaz en enfermedades como el cáncer, el cual puede progresar debido a que el sistema inmunitario se ve imposibilitado para eliminar a las células cancerosas. Estudios in vitro sugieren la capacidad de las nanopartículas de activar a las células fagocíticas para que puedan reconocer específicamente a las células cancerígenas, lo cual ayudaría a su eliminación.
Esto representaría una gran alternativa a los tratamientos con los que contamos actualmente, como las quimioterapias, cuya gran desventaja es que en el proceso de eliminación de las células malignas también se afecta a células normales, provocando efectos secundarios que disminuyen la calidad de vida del paciente. En otras palabras, se pueden diseñar nanopartículas que modifican la conducta de las células del sistema inmunitario para que sólo ataquen a las células cancerígenas (Figura 1B). En nuestro laboratorio, realizamos investigaciones a fin de identificar moléculas capaces de entrenar al sistema inmunitario y desplegarlas en nanopartículas para uso terapéutico.
En definitiva, el uso de nanopartículas promete ser una alternativa segura y eficaz para entrenar a nuestro sistema inmunitario y, gracias a la capacidad de este sistema de recordar muy bien todo a lo que se enfrenta, no tendremos que preocuparnos por pagar la mensualidad de un gimnasio para nuestras células.
Referencias
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El doctor Alejandro Magallanes Puebla es investigador posdoctoral y la doctora Luz María López Marín es investigadora titular en el Centro de Física Aplicada y Tecnología Avanzada de la Universidad Nacional Autónoma de México, Campus Juriquilla
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