La curiosidad humana es infinita, probablemente tanto como el cosmos mismo. Prueba de ello es que el universo que conocemos ha ido expandiéndose con el paso del tiempo. Esta expansión del universo conocido, tanto hacia sus objetos más grandes –los cúmulos de galaxias, por ejemplo– como hacia los más diminutos –las partículas subatómicas, entre otros–, queda reflejada en la manera en que nos referimos a ellos; es decir, tanto en las cantidades que definimos para medirlos como en los múltiplos y submúltiplos de las unidades de estas medidas, que necesitamos para cuantificar sus tamaños.
En 1795, cuando en la Academia de Ciencias de París se acuñó el primer sistema métrico decimal y la Convención Nacional (francesa) promulgó el decreto que hizo legal y obligatorio el uso de este sistema de unidades de medida “republicano”, el mundo conocido era agreste y por lo tanto podía describirse con el metro, el área, el litro, el gramo y el bar, como unidades respectivas para la longitud, la superficie, el volumen, la masa y la presión. En ese entonces, los objetos que se comercializaban tenían tamaños que se nombraban con sólo tres múltiplos y submúltiplos, las decenas y décimas, las centenas y centésimas, y los millares y milésimos; es decir, las fronteras de ese universo eran los “kilos” (103) y las “milis” (10-3).
Poco tiempo después, el mundo comenzó a hacerse más complejo, llegaron nuevas tecnologías, como las generadas por el electromagnetismo, y entonces, ya en los albores del siglo XX, fue necesario ampliar la cobertura de lo medible para incluir unidades como el ampere, el volt y el ohm, que cuantificaran la intensidad de la corriente eléctrica, la tensión y la resistencia eléctricas, respectivamente. Surgieron más tarde otras unidades, como la candela para medir la intensidad luminosa, o el kelvin para hacer lo propio con la temperatura termodinámica.
Pero el conocimiento del universo en el que habitamos no sólo se ha ampliado para comprender las nuevas tecnologías, sino que también ha empujado sus fronteras macro y micro, lo que se ha plasmado con cada vez mayor ritmo desde que en 1960 el desarrollo científico y tecnológico de la humanidad hizo necesario incorporar seis nuevos prefijos en el entonces flamante Sistema Internacional de Unidades (SI), a fin de poder nombrar los tamaños en el orden de los millones (mega), miles de millones (giga) y billones (tera); así como sus contrapartes ínfimas: las millonésimas (micro), milmillonésimas (nano) y billonésimas (pico); entregándole al universo nuevos límites de 1012 y 10-12.
Cuatro años más tarde, en 1964, el SI hizo patente la extensión del conocimiento humano sobre el microcosmos, incluyendo los prefijos para llamar a las milbillonésimas y a las trillonésimas partes de las cosas y seres vivos, los femtos y los attos, alcanzando con ello a 10-18 como el extremo infinitesimal. En 1975 se emparejó la escala en la parte superior para incluir también a los miles de billones (peta) y a los trillones (exa), con los que el universo del conocimiento llegó a 1018. La última expansión de múltiplos y submúltiplos que experimentó el SI en el siglo XX sucedió en 1991 con la llegada de los miles de trillones (zettas) y de los cuatrillones (yottas), así como de los miltrillonésimos (zeptos) y los cuatrillonésimos (yoctos), que nos permiten medir tamaños desde 10-24 hasta 1024.
Pero como la humanidad devela permanentemente nuevos confines del universo, este 18 de noviembre de 2022 la Conferencia General de Pesos y Medidas ha nombrado cuatro prefijos más que nos ayudarán a describir cosas tan grandes que sólo podrán medirse en miles de cuatrillones (ronnas) o en quintillones (quettas), y tan pequeñas que necesitarán nombrarse en milcuatrillonésimas (rontos) o quintillonésimas partes (quectos); estableciendo los nuevos límites en 10-30 y 1030. Ahora podremos decir con toda propiedad que la masa de la Tierra es de seis ronnagramos y estaremos listos para comprar discos duros de un quettabyte, pero también hablaremos con mayor exactitud de los rontojules o quectojules de energía, presentes en la radiación cósmica de fondo que permea el infinito.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.