Pelé fue mi abuelo. No encuentro otra palabra para describirlo. Mi padre y los de su generación me hablaron de sus hazañas, el tono con el que las referían era el mismo que se emplea para decir frases como: “Tu abuelo hizo cosas importantes, sin él no estaríamos aquí”. Yo no tuve manera de corroborar su gloria, o mejor dicho nunca la puse en duda, se hablaba con tanto respeto y cariño hacia él que siempre di por ciertas sus hazañas.
El único testimonio que puedo dar de él es que Pelé fue uno de esos abuelos que siempre estaba bien vestido; nada de lujos ni extravagancias. Saco, camisa y corbata; pantalón y zapatos de vestir. La alineación perfecta. Fuera a donde fuera, Pelé respetaba su edad y su leyenda: no la decoraba pero tampoco la rebajaba. En ese sentido, como un buen abuelo, le enseñó a sus nietos que quien es grande no hace alarde de su grandeza, pero tampoco le falta al respeto.
También me dicen que era un rey. Uno que nunca olvidó que un día fue un plebeyo.
Pelé honraba su monarquía sin llevar puesta una corona.
Me sorprende cuánto tiempo vivió así, acostumbrado a que a todos los lugares a los que fuera le hicieran la corte, se le pidieran unas palabras y se le rindiera “pleitesía”. Supongo que se habrá cansado, pero no lo demostró, y eso también requiere trabajo y entereza. Fue un hombre elegante, eso quiero decir. El carisma lo hacía sentir cercano, la ropa, honorable.
Pelé fue un hombre honorable que en su juventud forjó su leyenda y que en su vejez respetó las venideras. Ocupó con dignidad y alegría las gradas y la periferia de lo que un día fue suyo: el campo de juego.
Ahora ya no está.
Los abuelos eso hacen, irse. Pero unos se van más a tiempo que otros.
Y el rey del futbol se fue con puntualidad.
Partió sin ensombrecer ninguna fiesta, ni la del mundial ni la de año nuevo. Se marchó sin querer hacer ruido, pero es normal que su ausencia resulte ensordecedora: nada más necesario en una sociedad que los héroes humildes.
Descanse en paz, abuelo y rey Pelé.
