¡Qué hermoso es caminar la ciudad! Especialmente en día de partido de la selección nacional, porque esos días Buenos Aires sólo la transitan los vientos, los gritos sepulcrales de euforia o de rabia, los desafortunados, y yo.
“Ya ni mis amigos me contestan”, se puede leer escrito en varias rampas peatonales de la ciudad, desde Palermo hasta La Boca.
Es únicamente en ese silencio, intermitente entre goles, que uno puede escuchar a la ciudad, que suspira hálitos putrefactos, declama astutos grafitis y se emperifolla con joyas, tanto con sus parques esmeraldinos, como con los perfumes ácidos de la calle Esmeralda.
“No me baño, no te debo nada”, dice la cornisa de una tienda departamental abandonada.
Buenos son los aires de gloria antigua en este lugar. Como los de las tumbas de Recoleta, cuyo mármol y hierro corrompen las raíces que crecen desde los cuerpos olvidados. Patrias malditas que sólo visitamos los turistas.
“Cuida tu hora, porque hay en cada vida una hora única. Es la de la gracia o de la caída, de la justicia o de la iniquidad, la del amor, la de la inspiración, de la torpeza o de la muerte. Descuidado: cuida tu hora” (Epitafio de Carlos F. Melo).
No obstante, los monumentos en esta ciudad se preservan, se quieren, se necesitan. Se les ponen vallas para que la gente, molesta, no los roce; como el McDonald’s del obelisco que, por años, ha sido destruido por los hinchas y las barras bravas. Porque el hombre y el Blanco sólo existen cuando se le reconoce en la estética y la imagen. El salvaje, la vida bacanal, son para olvidarse.
“Plata y miedo, nunca tuvimos”, testifica otro muro, en el barrio de Retiro.
El corazón de esta nación tiene dos arterias, el futbol y la guerra de las Malvinas. Entre sístoles y diástoles, la gente canta en la calle, los conciertos, las escuelas e iglesias: En Argentina nací, tierra del Diego y Lionel, de los pibes de Malvinas que jamás olvidaré. No te lo puedo explicar, porque no vas a entender. (…) Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar, quiero ganar la tercera, quiero ser campeón mundial.
“La guerra está en el alma del hombre”, responde la fachada de un edificio debajo del cual duermen un hombre y una mujer sin techo.
En la radio se escuchan las llamadas y los textos de los radioescuchas, mentando a Messi cuando pierde, y orgullosos argentinos cuando gana. Un día se celebra el triunfo en el obelisco, que está a pocas cuadras de los tribunales donde se sentenció a la vicepresidenta Fernández de Kirchner, algunos días atrás. Ruegan los comentaristas por el triunfo de la selección, por la necesidad de que algo bueno les pase, porque falta el dinero y falta la justicia, pero merecen la ilusión.
“Odio este presente”, grita una pared ignorada en San Telmo.
Mientras tanto, de los botes de basura un hombre arranca las figurillas que promocionan a las prostitutas de la zona, para que pase otro, más tarde, y las pegue de nuevo: Luna y Jazz, Independiente, Morocha Ardiente, Pecadoras, Cachorritas Ardientes, Tatiana, Melody (pendeja atrevida), Mily, Nuevita en la Zona, Primitas, Sole, Mimosa, Nicol, Cielo, Dulce y Mimosa (Jazmín), Nuevitas, Morocha Exuberante, Jesica y Tamy. Todas con ambiente climatizado, frigobar y servicio las 24 horas.
“Buenos aires, por las noches”, leí en un tronco.
Los pacos platican con la gente, siempre se les ve a pie hablando con la ciudadanía, cuidando los mismos sectores. No deja de impresionarme la cercanía que hay con ellas y ellos, teniendo en cuenta el precedente de la dictadura. Cuando la gente sale a manifestarse o a celebrar a la calle, cuando cierran la cuadra para hacer una fiesta, la policía está presente, generalmente sonriendo. Cuando Argentina ganó el mundial, permitieron que la gente se subiera a cuanta estructura escalable encontró: semáforos, señalizaciones, quioscos, el asta bandera y el obelisco. A la mitad del día, los camiones antimotines activaron sus mangueras hacia el cielo, para refrescar al pueblo.
“¿Qué haces con lo que pretenden de vos?”, sentencia una ventana del barrio de Once.
II de III.