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Memorias de una ciudad – Enrique I. Castillo

I. Una ciudad levantada sobre ruinas y sangre

Un ave descendió hasta Motecuhzoma Xocoyotzin, llevaba un espejo atado al cuello. El tlatoani miró dentro del espejo y éste le mostró imágenes de muerte y destrucción. Le reveló un hombre de cabello y barba largos, oscuros, su armadura fulgurante, montado sobre un animal imponente, desconocido en aquellas tierras, espada en mano, sembrando la muerte. También le mostró el rostro de una fiera con cara de hombre, de piel muy blanca y el cabello rojizo, de ojos encendidos y hambriento de sangre. Detrás de Hernán Cortés y Pedro de Alvarado, vio a los demás españoles que, montados sobre aquellos animales, hombre y bestia parecían un solo ser. Motecuhzoma consultó con sabios y adivinos y ninguno le dio buenas noticias. Antes que ver su pueblo destruido, Motecuhzoma prefirió tomar el camino hacia el mundo de los muertos. Se dirigió hacia el cerro del chapulin, hasta una cueva que anunciaba la entrada al inframundo. Pero no le fue permitido quedarse. Fue devuelto para que sufriera el mismo destino que su pueblo. Encerrado dentro de la Casa de lo Negro, Motecuhzoma reflexionó sobre lo qué habría de hacer, cómo evitar el funesto sino que se avecinaba. Sin embargo, era inevitable su caída.

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El 8 de noviembre de 1519, en la ciudad lacustre de Tenochtitlan, en algún punto indefinido de la antigua calzada de Iztapalapa, dos formas de pensar y concebir la vida –dos mundos– se encontraron de frente. Quinientos años después, nos sigue resultando difícil aceptar que provenimos de ese encuentro entre el tlatoani Motecuhzoma Xocoyotzin y Hernán Cortés.

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Después de limpiar la sangre que inundó los caminos de Tenochtitlán, una vez que se recogieron los miles de cadáveres que quedaron sembrados en la ciudad, y que comenzó la destrucción, piedra a piedra, de templos y viviendas, el jumétrico y alarife Alonso García Bravo, cordel en mano, trazó el inicio de este monstruo, mezcla de cielo y de infierno, en el que habitamos. El cruce de las calles actuales de Argentina y Guatemala fue el punto cero, el cruce de caminos, desde ahí se desprenden calles, avenidas, carreteras… el axis mundi.

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Los indígenas fueron obligados a destruir su pasado y con esas mismas piedras –con los despojos de sus vidas– se vieron forzados a edificar las casas e iglesias de aquellos que los conquistaron.

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Alonso García Bravo llegó al nuevo continente con el enviado por la corona española como gobernador de las tierras del Darién, Pedro Arias Dávila (Pedrarias). En el Darién, este Pedrarias conoció a Vasco Núñez de Balboa. Lo hizo su yerno y después lo mandó decapitar. Núñez de Balboa fue el europeo que vio por primera vez, y al mismo tiempo, el Atlántico y el Mar del Sur (el Océano Pacífico). En esa expedición, a Balboa lo acompañó un soldado, también destinado a pasar a la Historia, llamado Francisco Pizarro. Al seguir el hilo conductor que une a estos cuatro personajes se puede llegar a la configuración de las ciudades de la Nueva España, Panamá y el Perú.

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La ciudad tiene memoria. Desde sus fundamentos, Norte y Oriente han sido lugares de barrios populares y de comercio. Tepito existe desde entonces, era un sitio de casuchas construidas para los indígenas, para gente pobre, los excluidos de la sociedad novohispana. Los invisibilizados. A pesar de que existía, no aparece en la mayoría de los mapas. Al Oriente, desde épocas prehispánicas, el barrio de La Merced ha tenido su vocación comercial. Ahí desembocaba el canal de La Viga, por el que llegaban los productos procedentes de Xochimilco, Chalco e Iztacalco. A fines del Siglo XIX, hacia Occidente y el Sur se fueron moviendo las familias acaudaladas, huyendo de la hediondez, de la pobreza que se extendía y acaparaba la ciudad. Santa María la Ribera, San Rafael, la Colonia Americana, la Roma, San Ángel, fueron los puntos hacia los que desplazaban los adinerados. Se movían tan lejos como pudieran para no estar cerca de la plebe. La ciudad tiene memoria y en nuestros días podemos constatarlo. La dinámica parece no haber cambiado.

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Nuestras necesidades, aunadas a la falta de planeación, han hecho de la ciudad un monstruo sin límites definidos. Sobre todo hacia el Oriente, la zona pobre de la ciudad. La migración de personas de otros estados llevó al surgimiento de colonias creadas con casas improvisadas, sin servicios básicos. Zonas que crecieron hasta formar las colonias de hoy día. De un lado de una avenida podemos estar en la Ciudad de México, en Iztapalapa, y del otro en Ciudad Nezahualcóyotl, en el Estado de México. Y, de alguna forma, está bien que no haya límites claros porque las fronteras son de las cosas más estúpidas que hemos inventado los humanos.

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Esta ciudad comenzó en la esquina de las calles Argentina y Guatemala. Bajo ese mismo punto, pero quinientos años después, la ciudad antigua de los mexicas resurgió de entre los escombros. El 21 de febrero de 1978 emergió de la tierra la Coyolxauhqui: desmembrada, desnuda y monolítica. A partir de ese descubrimiento quedaron atrás esos quinientos años de olvido. Ahora tenemos conciencia de que nuestra ciudad se levanta sobre las ruinas de otra, conquistada, derruida.

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La ciudad ha sobrevivido tanto a la fuerza natural como a la mano del hombre. En 1629, a causa de una tormenta, la ciudad quedó inundada durante cinco años. Al cabo, fue necesario reconstruirla. En 1985 un sismo derribó gran cantidad de edificios, causó miles de muertes. Treinta años después no acabábamos de levantarnos de entre los escombros cuando otro terremoto volvió a removernos las entrañas. Las corrientes ideológicas también la han modificado. Muchas de las construcciones de estilo barroco, edificadas con tezontle (piedra ligera, óptima para un suelo inestable como el de la ciudad) fueron destruidas para dar paso a otras de estilo neoclásico, construidas con piedra de cantera (mucho más pesada y que provocó hundimientos). Luego llegó la influencia francesa y la ciudad tuvo que aguantar más modificaciones. No sólo nuestra ciudad es un resultado de esa mezcla. Nosotros mismos provenimos de esa amalgama de pensamientos.

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La historia actual no difiere mucho. Ahora tiramos construcciones que llevaban años o siglos formando parte del paisaje urbano y “aprovechamos” cualquier baldío disponible (cada vez hay menos) para levantar edificios más altos, cuadrados y sin mucho interés arquitectónico pero, eso sí, funcionales. Grandes plazas comerciales o complejos habitacionales en los que se nos vende la idea de que podemos encontrar todo, si necesidad de salir de ahí. Claro, siempre y cuando se tenga el dinero para residir en estos lugares. Hemos ganado comodidad pero poco a poco hemos perdido las calles, nuestras calles. El futuro no es nada prometedor.

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La ciudad sobrevive a nuestros intentos de destruirla.

II. La ciudad de mi infancia

Una parte de la ciudad de mi infancia, el ahora Centro Histórico, se conserva en mis recuerdos, apabullante e imponente, de la mano de mi madre. Calles que me resultaban interminables, edificios tan grandes que al verlos pensaba que de un momento a otro caerían sobre nosotros. Gente y más gente desplazándose presurosa. ¿A dónde van con tanta prisa?, solía preguntarme. No parecían tener temor a perderse, ni parecían notar aquellas construcciones imponentes. Yo no entendía que no había tiempo para perder en esas nimiedades, que su prisa se debía a la urgencia de llegar al trabajo, o de ir a buscar el sustento, de ir a comprar algo de aquello que sólo se encuentra en estos lares, de encontrarse con alguien… En fin, sobrevivir al día a día.

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Iztapalapa también es la ciudad de mi infancia. La primaria fue donde forjé mis primeras amistades, que duraron cinco o seis años y que después olvidé sin remordimiento. Los primeros encuentros con niñas, el vacío que se formaba en las entrañas cada vez que estaba frente a alguna que me gustaba. El sudor, la inseguridad que me inundaron antes de besar a una por primera vez. El mismo sudor y la misma inseguridad que me sobrevienen todavía.

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Había que conocer bien las calles del barrio, para salir con los amigos e ir en bicicleta hacia donde vivían aquellas niñas que nos gustaban, ya fueran de nuestra escuela o de otra, o por la simple aventura de llegar a lugares que no conocíamos. Y había que conocer bien esas calles porque los niños de otros rumbos no veían con buenos ojos nuestras incursiones. Siempre es bueno saber las rutas de escape.

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Las campanas de una iglesia, la música de la camioneta de los helados, el motor de un vocho, el sonido de la flauta de caña que anunciaba al afilador de cuchillos, el ruido que resultaba de poner un bote vacío de frutsi en la rueda trasera de mi bicicleta, los gritos de un montón de niños y niñas a la hora del recreo, la risa de un bebé –mi hermano–, son los sonidos de la ciudad de mi infancia.

III. La ciudad cómplice

Las calles oscuras cerca de la secundaria eran el lugar perfecto para los primeros encuentros eróticos con las niñas. Ya no sólo los besos sino mis manos reconociendo sus formas; algunas incipientes, otras desarrolladas con premura. Esos mismos callejones eran el escenario de las peleas a la hora de salida, un espectáculo que congregaba lo mismo alumnos que vecinos.

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Otras calles, más iluminadas, se convertían en nuestro campo de futbol. Antes de la escuela jugábamos en un torneo en una cancha callejera. El torneo era organizado por uno de nuestros maestros que, ahora lo veo, lucraba con nosotros. Por la noche, al salir de la escuela y los fines de semana, cualquier plaza, calle amplia o terreno baldío era lugar idóneo para jugar. No recuerdo que hayamos roto ventanas ni molestado a los vecinos. Lo que sí recuerdo es a un grupo de tipos más grandes que nosotros, por el olor, era claro que habían ingerido, al menos, alcohol. Estábamos en su territorio, una unidad habitacional cerca de la secundaria. Para dejarnos jugar, dijeron, debíamos hacerlo primero contra ellos. Se regocijaron al bombardearnos con tantos balonazos como pudieron. Parecían más apuntar hacia nosotros que a la portería improvisada. Pero aguantamos. Teníamos que aguantar. Al final, ganamos. Adoloridos pero ganamos aquel partido y nuestro derecho a utilizar ese espacio. Se convirtió en uno de nuestros predilectos.

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Así nos apropiábamos de la calle y de la ciudad, las volvíamos parte de nosotros. No lo supe entonces pero es un privilegio que hemos perdido. Esas mismas calles se han vuelto inseguras, los habitantes de esta ciudad ya no nos atrevemos a hacerlas nuestras. Sobre todo por las noches.

IV. La noche y la ciudad

Para conocer una ciudad, hay que caminarla. No hay duda de eso. Las calles del Centro parecen estar imantadas y algo en mí responde a esa atracción. Desde hace varios años las recorro en cada ocasión que puedo. Durante el día, abarrotadas de gente, lucen vivas, vibrantes. Aunque las prefiero por las noches, mejor en las madrugadas. Esas mismas calles y los edificios revelan la pátina que los vuelve tan vivos como las personas. Si se presta la suficiente atención, es posible escucharlos hablar entre susurros. Tienen buena memoria y recuerdan a la gente que los ha caminado y habitado. También se burlan de nosotros, de lo efímero de nuestra existencia.

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Los sonidos del Centro por las madrugadas, ya sin gente, son fantasmales. Hay ocasiones que se escucha un bullicio constante: gritos que anuncian mercancías, charlas que evidencian regateos. Ahí donde estuvo el Parián. Entre las calles que están atrás del actual Palacio Nacional, las noches en que la luna es propicia, una dama vestida de blanco, que se desplaza como si flotara, anda sin descanso hasta desparecer cerca de Circunvalación. Siglos han pasado y todavía llora y se lamenta porque no sabe qué será de sus hijos. Durante las noches de junio, hay que caminar sobre Tacuba, hasta la Alameda, y más allá si es posible, un largo recorrido plagado de gritos y arengas, tal vez las voces atrapadas en el tiempo de los españoles mientras huían, aquella noche de 1520, después de la matanza del Templo Mayor.

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En las noches de la ciudad se revela la doble moral del mexicano, dice el maestro Jorge Arturo Borja. Una persona que durante el día está atrapada en cuestiones laborales y familiares, por la noche encuentra libertad para sus instintos. La oferta de la ciudad es variada. Ya sea entrar a alguna cantina y encontrar alivio del alma con el pasar de los tragos, dar rienda suelta a la lujuria en los espectáculos de sexo en vivo, o buscar alternativas al tedio de las largas relaciones en pareja al ir a lugares de encuentros swinger. La noche es donde podemos medir qué tanta libertad ofrece una ciudad a sus habitantes.

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Algunas de las cantinas que me ofrecieron un resquicio de paz han desaparecido. Una buena parte de la vida de la ciudad se fue con ellas. Una buen aparte de nosotros mismos también. En los últimos años cerraron varias: la Dos Naciones, La Esperanza, el Salón Madrid, la Nuevo León, El Negresco, La Taberna… en fin. Esto no es nuevo, cada cierto tiempo sobreviene una racha en que lugares que congregan la vida nocturna cierran o son obligados a cerrar. Ante esto, siempre llegan espacios clandestinos, refugio de la gente que habita la noche. Bienvenidos sean.

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La palabra gentrificación es horrible. Tanto por su sonido como por su significado. Eso es lo que se vive hoy día en la ciudad.

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Las madrugadas del Centro me han dado cosas entrañables. Paseos en solitario, acompañado nada más que de alguna canción. Callejones y rincones propicios para coger. Hoteles baratos en los que alguien trata con necedad de abrir la puerta del cuarto, mientras estás entre las piernas de una mujer. Mismos cuartos que han sido utilizados para abandonarse a otras drogas diferentes al sexo, o en los que, nada extraño en esta ciudad, se han cometido asesinatos. Caminatas sin rumbo fijo con un par de amigos, cada quien con su trago en mano. Lugares para beber y descubrir mis limitaciones. Encuentros con policías que están en la búsqueda de su mordida, al acecho de ebrios de alcohol y vida.

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La noche de la ciudad es una droga. Como sucede con otras adicciones, uno piensa tener el control, pero es ella, la ciudad, quien decide hasta dónde llegas. Según te comportes con ella, puede ser amable, abrirse a ti y enseñarte algunos de sus rincones secretos. Si quieres ir más allá corres el riesgo de que te trague y al final te escupirá hecho nada más que un despojo humano. La noche de la ciudad puede ser implacable.

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Last modified: 30 enero, 2023
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