Como tantos ciudadanos atónitos por el presente mexicano, Víctor Roura mira y escucha el Sistema Público de Radiodifusión del Estado Mexicano, y halla ahí las incoherencias y contradicciones de nuestra vida en común, y se pregunta, nos pregunta:
—¿Por qué tanto caradura y tanta post verdad en el gallinero actual de la intelectualidad mexicana?
Comienzo por La Fuente de la que extrajo las declaraciones de Luis Estrada y Alejandra Frausto sobre el apoyo al cine mexicano.
Desde su fundación en 2010, este aparato (SPR) no ha estado al servicio del Estado mexicano sino del gobierno en turno, como ha ocurrido desde la presidencia de Luis Echeverría hasta la del licenciado Andrés Manuel López Obrador, aunque con otras siglas. Esta es una verdad tan evidente que no requiere demostración, porque está en cientos de miles de programas en las videotecas y fonotecas públicas y privadas. Por ello, cuando llegó el licenciado Obrador a la presidencia era lógico que nombrara a Jenaro Villamil como director del SPR, porque el primero como político y el segundo como periodista representaban en 2019 la esperanza de que por primera vez en la Historia las empresas públicas de comunicación fueran de los ciudadanos, no del partido en el poder.
Lo que descubrieron, en cambio, fue que el poder es el Poder; en consecuencia, ni siquiera en el nefasto periodo del PRIAN el sistema público de comunicación del Estado mexicano estuvo tan descaradamente al servicio del presidente de la República y su idea de gobierno, que yo no alcanzo a ver como una ideología; esto es, como una disciplina filosófica sino como el conjunto de ideas que caracterizan a una persona (Google). No las discuto aquí. Sólo agrego que la televisión y la radio públicas no se abrieron al debate de las ideas y a la pluralidad de las opiniones (y menos a la creatividad artística), como pidieron el licenciado y el camarada Villamil por tantos años, cada uno desde su micrófono.
Lo entiendo; se dieron cuenta que el enemigo dominaba los medios y que el SPR era su trinchera. Cuando divides a la sociedad entre buenos y malos se acabaron los puentes; hay barricadas. Lo que lamento es que los humoristas de izquierda se hayan convertido en analistas políticos. Perdimos el ingenio de los moneros y los satiritas y ganamos el tedio de la barra más solemne del mundo, viniendo de quienes nos hicieron reír a carcajadas. En la utopía de 2019 la radio y la televisión públicas eran un campo de flores, por decirle así, a la esperanza de que aquel espacio se convirtiera en la floración de la Opinión Pública, más allá de los partidos y el gobierno en turno.
En cambio, tenemos la televisión cultural más obsoleta del mundo (Canal 22); asistimos a la degradación de un proyecto de televisión pública que costó más de medio siglo colocar en un lugar creíble de la televisión abierta (Canal 11), en boletín de Palacio. Toda la red es un campo de propaganda. Si fuera de resistencia tendría al menos el aliento de la tragedia (Pinochet bombardeando la radio de la Unidad Popular).
[El clima de hostigamiento social es tan confuso que me permito subrayar que ésta es una mera analogía emocional, jamás una sugerencia.]
Como diría un cómico español, citando mal a José Emilio Pacheco: es que os habéis convertido en lo que siempre habéis odiado. Ya no en críticos, sino propagandistas del poder.
Aquí es oportuno señalar que los gobiernos del PRIAN jamás consideraron la importancia y la potencia de los medios públicos. Educados por Televisa (no por la BBC de Londres), los políticos mexicanos de centro y derecha le dieron derecho de picaporte a los poderes fácticos, y a plena luz del día tuvieron concubinato. La historia de la radio y la televisión pública es un acto de sobrevivencia, ésta sí de resistencia en contra de la falta de presupuesto, atraso tecnológico, conflictos laborales, captaciones políticas y, sobre todo, en contra de la falta de visión de la clase política por crear una televisión y una radio públicas autónomas, capaces de crear un nicho entre la verdad eterna y la posverdad de Trump y el licenciado López Obrador.
En otras palabras, Villamil recibió un sistema quebrado en muchos sentidos, entre ellos el laboral, y hasta donde mis fuentes me informan el pueblo bueno que representan los trabajadores de base no han recibido una mejoría económica y la renovación tecnológica es muy lenta. Por lo mismo, uno esperaría que ante tantas limitaciones se utilizaría la imaginación para hacer programas subversivos, artísticamente hablando. Precisamente lo que hacían moneros y satiritas en tiempos neoliberales en sus cartones y crónicas. En teoría la subversión artística no respeta partido clase ideología ídolos. Y están Bertolt Brecht y sus varias maneras de decir la verdad. Y su Teatro Épico que en apretadísima síntesis aconseja: para que el pueblo bueno e ignorante descubra la verdad, primero hay que divertirlo, no hacer mesas redondas de cómicos en retiro porque han renunciado a la más alta misión de los bufones: decirle al Rey que está en pelotas.
En este orden de ideas las declaraciones de Luis Estrada ante Fernando Rivera Calderón tienen el mismo sentido que tantas otras: ninguno. Con la salvedad de que Rivera Calderón ya hacía en tiempos neoliberales lo que hace hoy en la televisión pública (que está transformando al país tan profundamente que aún no lo notamos en la superficie): Ser un hombre de bien. Todos lo quieren porque no finge lo que es. Es un buen hombre con cierto oído musical, al que seguramente Luis Estrada avasalló con su ímpetu de director del momento, pero sin Oscar. Aquel trío de contemporáneos de Hollywood le debe estrujar los cojones.
Aunque desde mi punto de vista tiene algo a su favor: batallar ya no sólo por los derechos de autor de su obra, sino por los derechos comerciales. No es el lugar para exponer quién se lleva la taja del León en la nueva distribución del producto audiovisual que antes llamábamos cine, pero Netflix brilla con luz propia. Negociar la parte del león para el creador del producto es una batalla por el gremio. Aunque sólo sea por la consecuencia.