Recién inicié mi vida fuera del DF caí enfermo. Lo que imaginé que era una cruda en realidad fueron tres días tirado en cama soportando el cuerpo cortado y combatiendo la fiebre con baretos y cualquier platillo que un viajero puede encontrar para recordar un pedazo de casa.
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Al cuarto día logré levantarme y para el quinto decidí perderme la fiesta y descansar. Pensé en lo frágil de las cosas a la distancia, una vulnerabilidad por ser un desconocido para un pueblo; rascarse con las propias uñas es imprescindible. Quizá siempre ha sido así, es sólo que dimensionar la profundidad de la soledad en que me encontraba fue lo que me enfermó. Sigo creyéndolo hasta hoy.
Un año después salí del país para recorrer Sudamérica, un viaje pensado meses antes de la pandemia que varias veces me arrancó el sueño, después entendí que fue el llamado de mi voz interna. Así que me cumplí el capricho y el recorrido comenzó en Bogotá. Decidí festejarlo y la fiesta que en días se convertía en borrachera se extendió por una semana.
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Mañana a mañana leía un poco de La rebelión de Joseph Roth, un libro que subestimé en cuanto al tiempo que le dedicaría, son menos de 200 páginas, y que terminó por sacudirme desde el fondo. Aquellas letras se sienten como una catástrofe que no termina de producirse, siempre a la expectativa del estallido.
Andreas Pum, hombre de 45 años, veterano de guerra y mutilado (perdió la pierna izquierda) como consecuencia de una esquirla que lo gangrenó, y sobrevive en Viena de inicios del siglo XX tocando el organillo.
Cuenta con el permiso del gobierno para desempeñar sus actividades, en su credencial de identificación lo acreditan y junto con su insignia al valor, recorre las calles de esa ciudad compartiendo melodías tan dulces, extraídas del fondo del corazón siendo el único parangón su devoción al gobierno. Un eterno agradecido con la benevolencia del Estado.
Tras cerrar el libro para darme un respiro pasaba los tragos amargos de las descripciones con ginebra, resultó poco agradable acompañar a aquel organillero, la vida de un hombre que tenía un lugar para dormir, mas no un hogar, junto a una pareja compuesta por una cajera de almacén y un ladrón de embutidos aguardando con paciencia el golpe que lo sacará de la escasez.
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Las alegrías de Andreas son identificar a la mayor cantidad de “infieles” o bien, individuos malagradecidos que se quejan del gobierno, reprimir las groserías de un grupo de indigentes y excombatientes, también mutilados, quienes se alimentan a costa del Estado, y con el paso del tiempo, los brazos de la señora Blumich.
El oficio de escritor de Joseph Roth radica en las zambullidas que vive Andreas, esas contradicciones que oprimen el alma en el silencio de la noche, cuando el corazón intenta evitarle desilusiones mientras el deseo lo empuja a continuar a pesar de saber el desenlace.
Y es que para un mutilado la vida es diferente, lujos como una pareja son incosteables y prohibidos, ¿qué puede ofrecer alguien discapacitado? Un individuo que depende de una prótesis de madera para caminar puede exigir poco, y demandar cariño es ridículo. Son el tipo de creencias que carga Andreas.
El organillero se entrega, cede al anhelo, ¿hay forma de evitarlo cuando una mujer de extremidades gruesas (justo como los brazos maternales donde le gusta pensarse al protagonista), viuda y de voz angelical que acompaña el sonido del organillo, abre las puertas de su hogar?
Si bien Andreas nunca se ha quejado de su condición, por primera vez siente que su dios le ha sonreído; al calor de ese lecho se suma la bondad de Blumich, quien le consigue un burro para aminorar el peso de la carga, y la inevitable sensación de pertenencia al compartirse día a día.
¿Dónde está la gracia en los caprichos del destino? Si el señor Arnold, acaudalado empresario, hombre que camina por su estancia dictando cartas mientras el entarimado solloza bajo la contundencia de sus suelas, de acuerdo a su situación económica hubiera optado por un carro en lugar de tomar el tranvía para la vuelta a casa, se habría ahorrado la excitación de aquel día en que se cruzó de manera funesta con el organillero.
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Una revuelta en el tranvía que inició Andreas, a juicio del señor Arnold quien imagina que miente respecto a su carencia de pierna y, peor aún, usar insignias del ejército para mendigar dinero, obliga al conductor a impartir justicia; entregado a las finas ropas del empresario, solicita la identificación a Andreas.
La altivez del organillero encuentra su núcleo en el sentimiento que le inspira Blumich, son bríos renovados por el hogar, por mantener un sitio donde descansar y el orgullo de hacer valer su individualidad tras todo lo que ha entregado a la patria.
Además de negarse a mostrar su identificación, se defiende de la furia de la masa que lo cree bolchevique gracias al señor Arnold, un grupo de gente que aprieta los dientes ante cualquier cosa que signifique revolución; pronto lo envía al piso, una caída estrepitosa donde pierde su credencial, recuperada por el conductor quien la entrega al oficial responsable.
Tras escuchar su versión, Blumich aprovecha para liberar la frustración contenida, noche a noche cree merecer algo más que aquel organillero, y lo corre de casa; antes se regodea llamándolo discapacitado, recalcándole lo arrepentida que está de vivir a su lado. Lo deja pasar una noche más en casa, pero ella duerme fuera, en brazos diferentes mientras cierra el trato por la venta del burro.
El desconcierto ante el arrebatador rechazo de su mujer es aminorado con la esperanza de explicar al gobierno (la policía) su situación, sería sencillo tener a las instituciones de su lado y recuperar su credencial. Una ilusión que lo alimenta, es la energía suficiente para solucionar bajo cualquier vía el malentendido, y que termina por volverlo violento ante la negativa de los oficiales a concederle la razón. El resultado: seis semanas de encierro en la obscuridad de una celda bajo tierra y un pequeño tragaluz que sirve de puente con la realidad.
¿Había cambiado el mundo? Los días con Blumich lo alejaron de la normalidad. Para nada, el mundo ha sido siempre igual, sin cambios, sólo cuando se es afortunado se evitan angustias, pero nuestro destino es causarnos extrañezas.
Como sonidos desafinados de organillo las ideas atormentan a Andreas, de la noche a la mañana todo es distinto; su fortaleza diaria resultó falsa y mientras se desmorona de a poco, sin noción del tiempo, su altanería se mantiene. Consagrado a la muerte, el organillero sigue con vida para rebelarse contra las autoridades, el gobierno, el mundo y Dios. Se rebela contra sí mismo, acaba con el peor de los enemigos: las ideas propias. Todo sucede a mitad de la diminuta celda, en medio de la humedad encargada de intensificar los dolores reumáticos en medio de una opresión en el pecho y las molestias de su pierna inexistente.
Andreas sabe que es una conjura contra él, un proceso donde ve derrumbar sus creencias, y cuando ha abandonado toda esperanza, su afinado oído ante la obscuridad percibe el canto de un pájaro. Ni siquiera es esperanza, es una última petición a Dios: permitirle alimentarlo.
¿Cuál es la reacción correcta en el abandono, cuando queda claro que nada será concedido? ¿Así de castigado debe ser un hombre entregado a la buena voluntad del Estado y estricto practicante de la religión que lo invita a permanecer agachado?
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La rebelión de Roth es el tránsito por el costoso proceso de atreverse a cuestionar al destino, a poner en tela de juicio nuestras ideas, por aventurarse a romper estructuras pretendiendo ser distinto al despertar. Un proceso doloroso, enfrentarse al espejo para ridiculizarse, desarmar una a una las verdades construidas desde una experiencia juiciosa. Extraviarse para encontrarse.
Hace falta un derrumbe que destroce la base para sentirse solo o bien, aceptar la fragilidad de ser un desconocido para todos, sin alguien que te extienda la mano o puedas confiar de cubrirte la espalda.
En menos de una semana Roth me hizo sentir la distancia, la vulnerabilidad que antes me tomó un mes aceptar, y como es un trago demasiado denso para beberse de fondo, decidí sobrepasar la intensidad de sus palabras acompañado de ginebra. Las resacas fueron lo peor, si en el alcohólico se profundiza la culpa, la lejanía empuja a la desolación.
Tras el último párrafo de La rebelión me surgió una duda: si un mutilado se rebela contra sí mismo, ¿qué me lo impide a mí?
Tienes millones de mundos y no sabes qué hacer. ¡Qué impotente es tu omnipotencia! ¿Tienes miles de millones de asuntos y no aciertas a resolver uno? ¿Qué clase de dios eres tú? ¿Es tu crueldad una sabiduría que no entendemos?
Lo arriesgado de las rebeliones es que, mientras se llevan a cabo, las dudas carcomen, lo incierto del resultado vuelve minado el camino. Se inicia la revolución si bien nos va quizá con un objetivo que alcanzar, aunque pareciera que el destino nos empuja a la sublevación sin esperarlo. Es aquí donde se conoce el temple, Joseph Roth renegó de Dios a pesar de su tradición judía, fue un nómada refugiado en el alcohol, Andreas Pum buscó consuelo en el amor y la música, combinación de resultados desastrosos.
Quizá se encuentre refugio en la idea de que al cambiar uno será mejor, el perderse conlleva a aceptar que jamás seremos iguales con la bandera de la esperanza por delante, el anhelo de encontrarse puede funcionar, aun con la posibilidad de que lo descubierto al final del camino sea más desagradable que al inicio.
Joseph Roth recorrió Europa impulsado por su empleo, jamás sabremos las veces que renegó de su vida, tal vez el mero hecho de plantearnos la posibilidad de reiniciar sea el inicio de la negación a las ideas. Un camino que, como cualquier otro, acarrea consecuencias, quizá hombres como Roth fueron constituidos de una materia hecha para enfrentarse a sí mismos.
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