Sucede cuando me embriago: de pronto deseo acometer las empresas más extravagantes y grandiosas que mi imaginación es capaz de alumbrar.
Luego, presa de la resaca, deviene la angustia, el dolor, la desesperación de todos los días, pero magnificadas por la lupa del síndrome de abstinencia. Entonces me enfrento a la escisión, un camino que bifurca en direcciones casi opuestas: beber o resistir.
Digo casi opuestas, pero no del todo, porque beber es resistir y resistir es un acto de locura que rara vez encuentra desenlace afortunado, como tomar mezcal sin mesura.
Mientras pienso en esta “y griega” en la vida de todo bebedor, contemplo las palabras de Josefina Vicens; esa novela intitulada El libro vacío, la cual narra la historia de José García, un hombre que tribula en las lides del alcoholismo. O que más bien es la vida de José García. Esto se puede decir de pocas novelas, que sean la vida de… muy pocas, en realidad, son las novelas que ostentan la vida como poderosas vigas atravesada en el papel.
En fin. Después de beber y leer, entremezclando los efectos de ambas substancias, me pregunto si José García tiene derecho a inmiscuirse en mi vida. De hacerla más gris de lo que es. Más clara en su mediocridad. Más obtusa. Menos brillante. Menos gloriosa. Más desesperante.
Hay quienes piensan que José García es un gran personaje de novela, que no hay nada heroico en él, un tipo del montón con sueños grandilocuentes que no puede alcanzar, y que por eso mismo es entrañable, un gran sujeto, que a diferencia del lector sufre de manera infértil, y se debate entre la vida común y corriente de cualquier oficinista y la posibilidad de consagrarse en unas cuantas líneas, como escritor.
Hay quienes leen esta novela y piensan que el conflicto que yace tras el andamiaje de José García es el de escribir o no escribir; esto me parece una falsificación. El conflicto que realmente desgaja a este hombre de carne y hueso es el de luchar contra su propia mediocridad.
Respira, vive y sufre angustias porque se sabe devorado por los engranajes invisibles de este mundo; porque sus dos hijos tendrán, a pesar de su sacrificio, una vida no muy diferente, quizá idéntica a la de José García; y porque su mujer, a la cual ama y aborrece después de años de matrimonio, no es capaz, como él mismo, de mandar todo al carajo y empezar de nuevo. En ello radica el horror, que visto desde cierto ángulo hasta tiene visos de humor, como todo lo verdaderamente sin sentido.
Por otro lado, hay quienes creen que Josefina Vicens es una escritora infravalorada. ¿Qué autor fuera del canon literario no lo es? Por el contrario, pienso que la autora de El libro vacío ocupa el lugar que le corresponde. Es un contrapunto, un estandarte solitario en un campo de batalla. Un sitio que quizá ella misma hubiera anhelado, como amante de las lides taurinas. Un lugar transversal en nuestra literatura, porque su novela atraviesa nuestro costado. Esa pequeña obra cuyo nombre resulta engañoso es una de las narraciones de mayor calado en nuestras letras. Tiene el lugar que se merece, y más importante aún, el que precisa: es el espejo en que nos miramos los mediocres. Y como tal, es necesario tenerlo a nivel del rostro, para vernos en él. Un reflejo que resulta horroroso, y el cual sólo transmuta bajo el hechizo del licor en esperanza.
Comparada con otras novelas de igual importancia, hasta resulta más nuestra, más cercana. Siempre a la mano, y no en un pedestal inexpugnable. A la altura del rostro, como dije. Piénsenlo, Pedro Páramo es un poema en prosa que reinventó un país entero, no sólo su literatura, y uno se siente intimidado no más cruzar el umbral de “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre…”; La región más transparente es una catedral cuya arquitectura desalienta a los visitantes debido a su magnitud y opulencia; o bien, Noticias del Imperio, un portento del lenguaje; pero El libro vacío es tan sutil, cercano, casi familiar, que difícilmente intimida al lector.
Su propio nombre es un acertijo que, como cuando somos niños, queremos descifrar. ¿Dónde está el vacío en el libro?
José García es nuestro. Que se jodan los que piensan, si acaso piensan, que nuestro reflejo en el espejo merece tesis y ensayos y artículos sesudos en los suplementos culturales. Él nos pertenece a la horda de miserables que día tras día abordamos el Metro y sucumbimos al odio y odiamos y en el odio nos encontramos idénticos; él es el signo y la carne de nosotros los oficinistas, los mendigos del provenir, los que no poseemos títulos, tierras o propiedades. Él es a quien debemos nuestro nombre en los registros del Seguro Social; si acaso estamos registrados. Él es cada uno de nosotros.
Y cada uno de nosotros —ejército de anónimos que se mira en el espejo cada mañana, antes de salir de casa— deberíamos repetir: Yo soy José García, como un mantra.
Yo soy José García.
Volviendo a Josefina Vicens, porque su nombre nos convoca en esta ocasión, diré lo siguiente. Sus novelas no merecen lectores masificados por la industria editorial. Lo que sí merece son más ediciones, sin importar qué tan minúsculas resulten. Más libros impresos para que, en cien o doscientos años, cuando el libro sea una bagatela o un artículo de museo, aún se pueda encontrar a los lectores de El libro vacío. No dudo que los habrá. Porque si algo es seguro es que la explotación del hombre por el hombre, la angustia que esta inflige al corazón, la carne y los huesos, nunca será erradicada. Como tampoco serán erradicados los lectores, porque saben que el dolor puede expresarse en palabras para ser conjurado.
Mientras estas existan, las palabras, José García nos seguirá hablando de su verdad. Una verdad minúscula, quizá. Pero por ello más acuciante y verdadera. La pequeña verdad del hombre de a pie. El hombre que sufre porque engaña a su esposa, pero que no repara en mientes cuando se traiciona a sí mismo. El hombre que batalla con sus demonios, en un cuarto en penumbras, mal ventilado, mientras el mundo lo devora. El prototipo del boxeador que ha perdido todas sus peleas, pero no renuncia, porque es adicto al dolor, y sólo así sabe lidiar con el mundo. Inmerso en el camino del dolor.
Un perro, dirán algunos. Un mediocre, diría ese mismo hombre postrado frente al cuaderno en blanco. Un hombre entero, decimos nosotros, los de su estirpe. Un tipo cualquiera que pierde el tiempo imaginando, recordando, anhelando y, por qué no, escribiendo en su libreta —duplicada en el caso de José García— con la intención de depurar lo escrito. Así como otros tantos sueñan con depurarse a sí mismos, pidiendo por las noches al creador otra oportunidad para ser mejores, más dignos, menos insolentes.
Han transcurrido más de sesenta años desde su publicación. El libro vacío, tan pleno de materia humana, desbordante de vida, tiene lo necesario para vivir otros sesenta sin complacencias, sin maquillaje, tal y como vino al mundo de la mano de Josefina. Confío en que, para entonces, esta novela siga hablando por nosotros —cuando ya no estemos aquí—, por José García y por el ser humano que se oculta detrás de las miserias, los miedos y las angustias de esa figura de cera que llaman el hombre moderno, y que sería mejor llamar el hombre vacío.
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