El camino de regreso lo hicimos sentados juntos en una camioneta para diez personas, batallando todos contra el calor y en el silencio que envuelve a los desconocidos. Es duro cuando lo único que puedo hacer es pensar, materia para reflexionar, cuando el pensamiento parece conducir a ningún lado. Encima teníamos que recorrer una hora de trayecto.
De a poco las ideas configuraban historias, hacía sentido la indiferencia de Yaz en días previos, todo en ella fue distinto, con menor ímpetu. Apenas un par de horas antes me había enterado que ella salía con alguien más. Ante verdades a medias o por descubrir por completo mi mente se encarga de llenar el resto de la historia con imágenes que algunas veces son ciertas.
El proceso es complejo, y de escenarios catastróficos y violentos brinca a sitios donde la traición predomina; en contadas ocasiones las cosas son alegres. Hablando de mujeres hay una sola pregunta que me carcome saber la respuesta.
Yaz decidió visitarme tras varios meses de insistencia, una y otra vez recalqué lo sencillo que sería con su empleo a distancia. Cuando por fin se animó acordamos que serían cuatro días donde nos dedicaríamos a hacer el amor, alimentarnos, beber y perdernos en cualquier placer.
La conocí en un empleo, el último previo a la pandemia y a lo largo de casi diez meses nos demostramos nuestro amor con sexo a la menor oportunidad. Sucedió hace tanto que decidimos olvidar las cosas que más nos lastiman. Aunque de recordarlo hubiéramos ido a la misma decisión, lo hemos experimentado varias veces; imaginamos que habrá más fortuna, creemos que ya nada tenemos que perder, que ya conocemos los límites de nuestro aguante y siempre nos equivocamos.
El destino final sería el Cañón del Sumidero; la mañana entera nos tomamos fotografías en los tres miradores que visitamos a pesar de mi mal humor y por algo tan básico que me tacha de macho: Yaz se negó a hacer el amor la noche previa. En cada sonrisa para la foto me debatía entre creerle a su cansancio de un viaje de seis horas del que llegamos hartos de la camioneta o aceptar que dejé de gustarle.
Con este ya son dos años intentando alejarnos, ha sido imposible hacerlo por completo; fui normalizando el hecho de hablar cada día menos siguiendo sujeto a ella sin razón aparente. La sensación creció cuando me mudé a San Cristóbal, se convirtió en un ancla; quizá sea la soledad de un nuevo sitio, es sólo que necesitaba pertenecer a alguien, que una persona supiera algo de mi día a día. Así que en ese tiempo me mantuvo al tanto de su familia, premuras en el empleo, incluso me habló del vato con quien salía. La verdad es que me tenía sin cuidado el galán.
Pocas veces suelta su celular, de hecho me desespera que siempre esté metida en él sin importar la situación, pero dentro de la lancha donde recorríamos las enormes paredes del cañón, navegando las aguas del Grijalva, la única opción que tuvo para la foto del recuerdo fue darme su celular desbloqueado.
Pude aferrarme al pasado, a todos nuestros postres desnudos en La Tempestad tras comer en quince minutos, la motivación para finalizar la jornada laboral y cruzar con prisa los diez minutos de distancia entre la oficina y mi exhogar; tal vez la intensidad de nuestras decisiones para vacacionar juntos, o en aquellos despertares donde el sexo eran los buenos días y los te amo el café que inyecta energía por las mañanas.
A cambio decidí resolver mis dudas, como si lo único aprendido en todo el tiempo juntos fuera aceptar que las cosas buenas se tornan malas cuando tengo demasiadas. El tiempo para afrontar la verdad era poco, quizás el hecho de saber que sería desagradable lo que encontraría me hizo actuar con velocidad y revisar sus mensajes.
Lo sentía como una bajeza, falté a la confianza que me otorgó Yaz y esta moral rígida y educada fue la que más me fastidió. También sabía que me autosabotearía al revisar aquellos mensajes, más allá de lo que encontrara era el hecho de caer en el control de los celos.
—Anoche regresamos tarde, amor, por eso ya no te escribí. Hoy vamos al cañón. Te extraño, ya quiero verte.
En el camino de vuelta a San Cristóbal seguía preguntándome por qué lo había hecho, por qué decidió faltar a la supuesta confianza. Crecía en mí esa sensación negativa; eso enfermizo, desesperanzador, deseando que Yaz hiciera el mínimo movimiento, la excusa suficiente para explotar. Deseaba que alguien me diera cualquier pretexto para rompernos la madre.
Dejamos la camioneta y caminamos en silencio hasta mi cuarto, cuando me cansé del peso de la verdad decidí liberar la repulsión.
— ¿Te hace rico el amor? —la curiosidad por saber quien era mejor se adelantó a cualquier insulto.
—Ya basta, me ponen incómoda tus preguntas.
—Pero no te incomoda verme la cara de pendejo.
—Tenía miedo, quería verte.
Necesitaba su respuesta pero también deseaba que se callara, aceptar la verdad requiere valor y seguía sin encontrarlo. Sus palabras resquebrajaban mi proyecto de dejar de verla; es sólo que seguía gustándome, quería cogérmela una vez más para dejarle en claro a quien pertenecía, solo quería disminuir el dolor del ego.
— ¿Te hace reír? —me arrepentí casi al terminar la pregunta, me azotó una punzada de celos en el estómago. El silencio en su respuesta se prolongó demasiado—, ¡contesta, carajo!
—Es muy buena persona.
Sentí un gran vacío. Un cansancio inmediato sin ganas de detenerme a descansar. ¿Valía la pena indagar más? Si lo pensaba a detalle yo me fui de su vida sin avisarle, de un momento a otro la dejé con todo el peso de las ilusiones. De nuevo mis ideas empujándome a aceptar la justicia de la vida, como llamo a los sinsabores de las experiencias.
En el cuarto quise saber por qué estaba tan enojada conmigo, de dónde surgían esas ganas de engañarme a pesar de la voz interior que gritaba que guardara silencio. Pidiéndome que dejara las cosas como estaban; sabía que hacerla hablar daría pie a una reconstrucción.
—Estoy hasta la madre de intentar olvidarme de ti, intentar salir con un wey que ni me gusta y que cuando te veo todo se va a la mierda—, de a poco brotaron lágrimas, me sentí terrible—, tengo miedo de que llegue mañana y te vuelva a ver hasta que te dé la gana.
La culpa, ese pesar por el que decidí empezar de cero se hizo presente, me aplastaba, aunque a diferencia de otras veces me di cuenta que también Yaz se aferró al pasado. Como sea faltó a la promesa de contarnos todo, algo poco menos que estúpido e imposible de cumplir. Verla llorar me volvió en un salvador sin que me lo pidiera. ¿Salvar algo? ¿Cómo puedo salvar algo cuando mi vida es un naufragio?
Nos abrazamos. Supimos que habría que besarnos y tras hacer el amor intentando olvidar las horas previas, nos quedamos recostados sobre la cama. La lluvia en San Cristóbal nos envaró en el cuarto, pensando en el próximo paso, volviendo a acostumbrarnos el uno al otro. Las aplastantes dudas llegarían a su tiempo, tomar decisiones sería inevitable, por lo pronto nos tendríamos que conformar el uno con el otro.
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