Cuando en el siglo pasado varios grupos de científicos alrededor del mundo iniciaron sus trabajos para replicar el quinto estado de la materia, propuesto por el dúo integrado por Satyendra Nath Bose y Albert Einstein, ese en el que la energía termodinámica de un sistema de entes cuánticos se reduce hasta desaparecer —al menos teóricamente— para enfriarse por completo y perder totalmente su capacidad de movimiento (dando así lugar al llamado condensado de Bose-Eintein), muchos comenzaron a especular acerca de si ese cúmulo de materia fría habría sido el estado inicial de nuestro universo infinito.
Aunque partir de una entidad microscópica, como un condensado de Bose-Einstein, en el que imperan los principios de la mecánica cuántica, para llegar al macrocosmos que conocemos ahora, en el que los límites espaciales parecen inexistentes, puede llegar a resultar hasta antagónico, existe un vínculo dado por el singular proceso de la inflación; periodo supuestamente acontecido unos cuantos instantes después de la Gran Explosión, en el que la singularidad original se expandió aceleradamente para dar lugar a las grandes estructuras que conocemos hoy como estrellas, galaxias o cúmulos.
Las especulaciones acerca de tal conexión entre esa concentración infinitesimal de materia y energía, que detonó en algún momento dado, y la generación de los gigantescos astros que integran al infinito debieron mantenerse como tales durante décadas, pues primero fue necesario que en el laboratorio pudieran ser reproducidas esas acumulaciones de átomos fríos, los condensados de Bose-Einstein; lo cual sólo fue posibles tras la invención del láser. Con varios pares de estos haces de luz refinada se confina cada átomo hasta consumir al máximo su cantidad de movimiento y reducir su temperatura a unos cuantos microkélvines.
Tras varias décadas de espera, por fin recientemente uno de estos condensados de Bose-Einstein, formado por átomos del isótopo 39 del potasio confinados en una trampa magnetoóptica —la formada por campos magnéticos y haces láser—, pudo ser utilizado como simulador de un microcosmos simplificado, de dos dimensiones. Este diminuto arreglo cuántico sirvió para replicar lo que en sus inicios podría haber sido la singularidad de materia y energía que dio lugar a nuestro universo. Para provocar su súbita expansión, se hizo incidir sobre el condensado un pulso láser a fin de crear las ondas sonoras de choque —fonones— que permitieron simular a los haces de fotones —partículas de luz— y demás campos cuánticos que permearon en la masa primigenia para desestabilizarla y provocar su explosión.
El objeto de observación en este experimento tan especial fue el cambio en la densidad promedio del condensado de Bose-Einstein; misma que presumiblemente estaría relacionada con la llamada curvatura espacial del universo; es decir, con la abrupta aceleración en la tasa de expansión del cosmos, acontecida en la inflación. La curvatura espacial, seguida por el conjunto de isótopos de potasio bajo experimentación, reprodujo fielmente a la predicha mediante simulaciones computacionales para un universo ficticio con idénticas características.
También los fonones evolucionaron tal cual lo habrían hecho los campos cuánticos en nuestro universo inicial. Particularmente interesante es el hecho de que este cosmos experimental fue capaz de reproducir muchos de los complejos procesos de interacción entre los campos de naturaleza cuántica y un espacio en expansión. Por ejemplo, mostró con claridad que, bajo estas condiciones, es posible la producción de partículas de manera similar a como sucede con la creación de la radiación de Hawking en los agujeros negros.
El éxito de esta primera simulación experimental del origen de nuestro universo hace presagiar que pronto conoceremos más acerca de estos instantes definitorios para nuestra existencia. Con ello la ciencia continuará cumpliendo con su misión de generar el conocimiento que nos acerque a responder las preguntas fundamentales.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.