Dentro de los diversos atractivos que ofrecen países como Colombia y Brasil, sus comunidades con pasados violentos resultan lucrativas para el turismo, una manera de llevar dinero a sitios acostumbrados a generar riquezas o medios de subsistencia en un contexto de narcotráfico y escasez de oportunidades.
Medellín, a lo largo de la década de los ochenta, se vio inmersa en el reinado de Pablo Escobar y su voraz producción de cocaína, además de la exportación hacia EUA, principalmente. Dicho personaje sigue generando opiniones divididas: aquellos que aún le rezan en espera de un milagro, otros que lo admiran e intentan imitar sus acciones, y un sector más que lo detesta por el daño que hizo al Estado.
Río de Janeiro, al sur del continente americano, continúa cargando la insignia de ciudad exuberante, repleta de calor, transpirando libertinaje y diversión. Como cualquier cosa que lucha por mantener su historia, entrega a sus habitantes la oportunidad de conseguir lo necesario, aunque parece dejar de lado su pasado, cuando le arrebataron ser la capital del país por miedo a la organización y rebelión de su gente, sin embargo, lo que hierve no se tapa, su efervescencia continúa.
Ambas ciudades son similares en su orografía, sus habitantes se adaptaron a sus montañas ante la desigualdad social; algunas personas decidieron establecer y crear comunidades marginales, que han sido usadas por grupos criminales, algunas se volvieron turísticas con el paso del tiempo.
Comuna 13. Es sencillo conseguir tours en hostales o agencias de viaje; también se pueden hacer traslados por Metro o taxi, creyendo que se salvarán de gastar dinero, yo fui uno de esos.
Morro do Vidigal, favela ubicada al sur de Río, cercana a uno de los barrios más caros de la ciudad (Leblon), ha visto un crecimiento turístico gracias a la facilidad para llegar y su envidiable posición para visitar. Son 40 minutos desde Ipanema, una apacible caminata por el malecón. Me decidí por recorrer su agradable camino.
Al bajar del taxi, una niña menor a los 18 años se me acercó para ofrecerme una guía turística por la Comuna 13, totalmente segura; me llevaría a sitios emblemáticos con alto grado histórico, conociendo lo sucedido en el lugar, y espacios para beber o fumar. Me negué al escuchar el costo, pero ante el bullicio de un lugar desconocido y, principalmente, su comentario al darme la vuelta (‘no va a conseguir algo más barato’), accedí a sus servicios.
Decidido a dejar atrás mis 34 años, me sumergí en una fiesta por el centro de Río, que se extendió hasta dos horas antes del amanecer. Bajo esas condiciones caminé junto a mi amigo Sergio a las faldas del Morro do Vidigal. Sergio funcionó de traductor, cosa que agradecí, principalmente porque era día de elecciones, además del elevado volumen de la música, el ruido de los mototaxis y el organizador del transporte, quien frente a los gringos (cualquier extranjero) habla el portugués más incomprensible que he escuchado.
Camelia es el nombre de la guía, mujer entrada en sus 45 años, con playera polo azul, pantalón de mezclilla y tenis, cabello chino y alegre. Desde el primer instante me sonrió, su alegría creció cuando la niña que me abordó al bajar del taxi le dijo cuánto me cobraría. Seguro me vieron la cara de estúpido, pero era sábado a medio día, la Comuna lucía festiva al ritmo de reguetón, salsa y alcohol, así que me aferré a la idea de “para eso trabajas, wey”, e iniciamos el ascenso.
Carecíamos de efectivo, porque en Brasil casi todos aceptan tarjeta, salvo los mototaxis, por lo que retiré billete en una farmacia frente a la estación de mototaxis, 50 reales, algo llamativo y peligroso en Vidigal. Eso o subir caminando por la favela. Cada uno monto su respectiva moto y seguimos el rumbo trazado.
Un solo camino, colorido por todos lados, grafitis con leyendas de protesta, rostros de Gabriel García Márquez, James Rodríguez o Carlos Pibe Valderrama, además de cantinas portátiles cada 50 metros. Turistas de ida y vuelta, el sol apretando, brochetas de carne asada y locales con venta de recuerdos (imanes, tazas, playeras, etc.), hasta llegar a la primera parada. Hasta el momento, Camelia no me dirige la palabra.
A mis siete años subí a una moto en La Marquesa, y caí gracias a la pésima conducción de mi primo; desde esa vez jamás había vuelto a subir a una. Ahora mis opciones se reducen a montarme, apretar con las piernas al conductor, sujetarme con intensidad de la barra metálica sobre la llanta trasera y cerrar la boca para tragarme el miedo y observar la calle. Ni siquiera me atrevo a imaginar la velocidad del vehículo.
Una cancha de pasto sintético enrejada, con gradas de concreto y, detrás de la portería, sillas de plástico. Camelia me obliga a tomar asiento, y de inmediato me ofrecen cerveza, la rechazo, estoy decidido a dejar de gastar; aún discuto mentalmente con mi decisión de pagar la guía. La comuna luce poco peligrosa y creo que es un camino que pude haber hecho por mi cuenta. Interrumpen mis pensamientos un par de adolescentes quienes me piden cinco palabras, las apuntan en un pizarrón, encienden una bocina y riman todo al ritmo de rap. Me alegran bastante, les dejo una buena propina.
Las motocicletas aceleran, tocan el claxon y esquivan personas, autos y otras motos. La venta de alcohol o comida se limita a locales establecidos, pero la mayoría de las personas beben donde se les pega la gana (beber en la calle es permitido en todo Brasil), además, la policía está a lo largo del camino para resguardar el orden, me gusta creer eso, ¿qué más le queda a un viajero? El color que abunda en las calles es el gris del concreto, y la música es nueva para mí, acá se escucha funky o reguetón brasileiro; pareciera que este rincón está separado del continente.
Antes de la segunda parada me pregunto dónde vivirá toda esta gente, locatarios o comerciantes, incluso los artistas urbanos, y es que en el camino es difícil encontrar accesos a las viviendas. Ingresamos a un local repleto de pinturas.
—Hola, guapo —le sonrío a la belleza que tengo frente a mí—, todos los cuadros son de artistas de la comuna. Qué bonita sonrisa, ¿de dónde es usted?
Quiero responderle que deje su trabajo en este momento y se venga conmigo a recorrer el continente, que gastemos mi dinero, aunque nos alcance para una semana y luego me abandone.
—México, estoy segura —sujeta mi mano, me dejo llevar por su sensual acento paisa (en Medellín es sabido que algunos hombres pagan prostitutas paisas sólo para excitarse con su acento) —acompáñeme a esta sala, hay más cuadros y le tomo fotos.
Casi 10 minutos en moto y bajamos, cuando los conductores ven el valor del billete se disgustan, el gesto de sus rostros me lo indica. Aprieto los puños, estoy listo para correr sin rumbo.
—Nos cobraron como locales, wey, se emputaron por no darles propina —las motos se van—, al chile no sé si es aquí, pero vamos a preguntar.
Nos acercamos a una reja, alcanzo a ver una cancha de futbol, personas bebiendo a un lado, hombres armados en chanclas y fumando hierba del otro lado. Lo que muestran las películas sobre las favelas parece ser cierto.
—Diez reales más por persona, sí es aquí la entrada —me dice Sergio tras hablar con el guardián de la puerta, quien también está armado con una metralleta. Pagamos, hay un bebedero al pasar, el último sorbo de agua para lo que, sin saberlo, será un largo recorrido; la cruda apenas empieza a salir.
Dijo que su nombre es Yuliana, tomó fotos con su celular, compartimos números y yo registré sus enormes caderas, el largo de sus piernas, anchos muslos, pocas tetas y el dulce sonido de su acento, que me obliga a remojar mis labios. Abrazo, beso y sonrisa de despedida. Ni siquiera me deja ver las fotos que nos tomó juntos.
—Apenas empieza la subida, guapo, nos vemos aquí más tarde.
—Ya le empezó a gustar la comuna, ¿verdad don Luis? —me dice Camelia al salir de la tienda—, alégrese, Yuli casi no sonríe.
Lo dudo, pero me entusiasma conocer el resto de la comuna, a pesar de desear a Yuli tanto como las ganas de cerveza. El paisaje es similar hasta la tercera parada: una cata de café donde el precio de una taza es el triple del costo en comparación a la cafetería que frecuenté en el centro de Medellín.
El sol en su punto máximo me urge a resguardarme en una sombra y la única opción está frente a mí, cruzar una reja e internarme en un camino selvático. Sin saberlo, ascendemos por troncos enterrados que sirven de escalones. Luce tan sencillo que me doy el lujo de brincar o bien escalar de dos en dos. Las gotas de sudor siguen sin aparecer por lo cerrado de la vegetación que nos protege de los inclementes rayos del sol.
La Comuna 13 es un sitio rescatado por el gobierno de las manos del narco; se dice que era uno de los principales centros de distribución y reclutamiento de soldados para el ejército de Escobar. Cuando su reinado de cocaína cayó, la violencia continuó hasta el 2002, cuando se llevó a cabo la Operación Orión, con la cual el gobierno de Álvaro Uribe pretendió erradicar las milicias urbanas, empleando la fuerza del ejército, aunque en el proceso murieron y desaparecieron inocentes. Hoy en día la gente de la comuna dejó atrás el narcotráfico como medio de vida y subsisten del enorme turismo que los visita a diario.
Vidigal es una de las tantas favelas en Río que hasta antes de 2010 se caracterizó por la facilidad aparente para conseguir cualquier droga, armas y prostitución. Para combatirlo y proteger a la población, el gobierno desarrolló a la Policía de Élite, la cual es el último recurso ante la insubordinación social; suben a la favela a erradicar lo que juzguen dañino, nada de rehenes, solo muerte a quien porte armas o radios de largo alcance, ya sean niños, mujeres o viejos.
Según Camelia, le mataron a un hijo y reclutaron a otro; cuando le pregunto su edad las fechas no cuadran, además de que su tartamudeo al responder hace que dude de ella. La realidad es que para mejorar las condiciones de la Comuna y atraer más turismo, el gobierno contrató a una empresa japonesa para construir cinco escaleras eléctricas a lo largo de la montaña. Una belleza, a decir verdad, que mejora la circulación, además, ayuda a ver casas y conocer un poco de la cotidianeidad de sus habitantes.
Lo impresionante de sus vistas y la promesa del gobierno de seguridad, además de garantizar servicios básicos, ha hecho de Vidigal un lugar codiciado (hasta el momento, el sexto barrio más caro de Río de Janeiro). Una cadena de hoteles lujosos a nivel mundial, además del secreto a voces de las casas de Madonna y David Beckham, encarecieron los costos; por lo pronto, la mayoría de las casas es de lámina. Escaleras derruidas similares a callejones y asentamientos laberínticos irregulares siguen siendo el día a día.
Camelia me toma fotos y videos con su celular, me pide que sonría más y me acomoda en sitios que juzga convenientes. La última escala es en la punta de la comuna, un sitio con cerveza y el atractivo principal es un trío de reguetoneros. Juntan casi a 50 personas y nos ponen a bailar a todos. Estoy alegre, el poder de la música es universal, aunque sigo pensando en el body negro ajustado al cuerpo de Yuli.
Perdí de vista a Sergio hace más de 15 minutos, nos separamos debido a mis constantes descansos. Estoy desesperado, sin playera, escurro en sudor y la sed aprieta. El camino carece de señalamientos y lo único a la redonda es vegetación y fauna, me crucé con cuatro camaleones o iguanas, desconozco lo que sean. Espantosa forma de sacar la cruda. Sigo sin saber si es mayor la fatiga mental o física. Desconozco qué hay al final del camino, las plantas de los pies me arden y el vómito está cercano. Según una entrevista al campeón Julio César Chávez, vomitar de cansancio puede llevarte a un derrame cerebral; le creo y continúo mi camino impulsado por la cercanía del ruido de personas que pisan mis talones. Es el primer sonido que escucho desde que dejé de ver a mi amigo.
—Aquí terminamos, don Luis, hay que bajar por donde subimos.
—La morra que me dijo de la guía comentó que hay un sitio para fumar y podía llevarme ahí.
Camelia tuerce la boca, le molesta hacer su trabajo, pero me muestra el camino. Una escalera oculta tras puestos de comida. Es fácil errar la dirección e internarse en casa de la comuna. Subo casi 15 escalones y llego a una terraza.
Lo consigo, por fin la punta de Vidigal, la cúspide de la caminata, donde encuentro a Sergio tirado en la roca lisa, respirando profundo, empapado de sudor. Hicimos casi una hora de ascenso.
—Lo logramos, wey —me dice entre jadeos de cansancio.
Pido una cerveza en la barra, música techno de un DJ que tiene bailando a los casi 30 clientes, y mientras pago escucho las quejas del cantinero volviendo el rostro a la entrada. Lo sigo con la mirada y comprendo todo. Una mujer de piel blanca, casi 1.75 de estatura, de huesos anchos, mostrando el ombligo de un abdomen sin marcas de abdominales, pero con carne sin hacer panza, un pantalón entallado remarcando su hermoso cuerpo desde la espalda baja y un rostro delicado que pronto me hace olvidar a Yuli, a todas las mujeres; hasta hoy es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
Recupero el aliento de a poco, nos quejamos ambos de la chinga de la caminata y la falta de agua, ambos sedientos, disfrutando la vista: la bahía completa de Río (las playas Copacabana, Ipanema y Leblon), del otro lado, a lo lejos, el Cristo Redentor en el Cerro del Corcovado. Estoy por preguntar la distancia a la siguiente favela cuando escuchamos voces. Una pareja igual de agotada, solo que hay una mujer hermosa entre nosotros, con un cuerpo de modelo, trabajado en el gimnasio, quien disfruta de tomarle fotos a su acompañante mientras nos pone las nalgas en la cara.
Colombia y Brasil, sigo sin decidirme cual tiene a las mujeres más hermosas, pero estoy enamorado de la seguridad con que se muestran, del amor a su cuerpo y el gusto por cuidarlo. Transpiran sensualidad.
En efecto, en aquella terraza se fuma mariguana y se bebe cerveza, en el baño se consume cocaína, y la tarde transcurre el ritmo del techno y las miradas a aquella mujer que, acompañada de dos hombres visiblemente peligrosos, hace volar mi imaginación.
El gusto nos duró casi 20 minutos, entre la vista a Río y las nalgas de aquella brasileira que nos cuenta es de Sao Paulo. Dice que le agradan los mexicanos, más detesta México; ante las cercanas sonrisas, su galán la abraza y se la lleva para tomarle fotos.
Bajo de la Comuna 13 hacia las 20 horas, obligado por la vigilancia, el cese de la música y emocionado por ver a Yuliana, quien ha cerrado su local y apagó su celular. A cambio me llevo una pachipeda a mi cama de hostal.
El descenso desde el mirador lo hacemos hasta el inicio de la favela, optamos por evitar las motos con el fin de empaparnos de Brasil. Sergio me cuenta que vivió un mes en Vidigal, al tiempo que atravesamos casas, cantinas, billares, niños y hombres con armas largas y policías que juzgo ansiosos por sumarse al ambiente jocoso del lugar.
Tal vez fue un tour por la pobreza, quizá sea una manera más de alimentar la gentrificación o desigualdad, pero al final es una cara más de la realidad, misma que prefiero vivir de primera mano a experimentar en boca de otra persona.
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