Autoría de 3:29 pm #Opinión, Compañeros canes

Un profano indispensable, Ángel Trejo – Gonzalo Trinidad Valtierra

Timba/Monda y Llueve lluvia (Ediciones Generación, 2002) forman un tríptico, mejor dicho, un réquiem, por la Ciudad de México. Son parte de un mismo impulso narrativo. Testimonio y homenaje a esta ciudad enjambre, donde todo cabe y es posible.

Catástrofes, terremotos, huelgas y episodios de la tragicomedia nacional vienen a ser —de acuerdo con la visión de Ángel Trejo— el tinglado sobre el cual un montón de seres pululan con sus vidas, penurias y anhelos a flor de piel. Como cualquiera de nosotros.

Tres novelas, canto al deseo, el amor, la poesía, la carnalidad y la violencia con los que, a veces, ejercemos los seres humanos nuestra única potestad en este mundo: amar.

La primera de ellas, Timba, toma su nombre del apodo por el cual conocen al narrador, un padrotillo poeta que, allá por los años cincuenta del siglo XX, está enredado con María Feliciana, alias la Estúpida. Una vedette que adquiere fama y renombre, y que, al poco tiempo de conocerla como lectores, en un desplante de gran puta, manda al carajo a Timba.

«—¡Pinche padrote pobre! ¿Y de quién crees que has vivido todos estos años?».

A partir de este momento, Timba —la novela— se convierte en la «bitácora de navegación de la más bella de las ciudades». Esta que hoy es adefesio irreconciliable de su pasado lacustre. Pero que no por ello deja de ser bella, a su manera. La ciudad que no se cansa de ser novelada. Y que en voz de Timba se confunde con las mujeres que la encarnan.

«Ella [Amanda] me había creado la idea de que su preciosa entidad provenía del alma de la ciudad; que ella era la Ciudad de México, mi amoroso ámbito planetario».

Para Timba no hay diferencia entre la ciudad que navega y las mujeres con quienes inventa el amor. Vive enganchado como un adicto a la siguiente dosis: Zulema, Eva, Estela, Lin, Amanda… o Mucia, quien llega a la vida de Timba «con la familiaridad silente e imperceptible de las hormigas».

Este poeta del colchón —futuro náufrago de lo que hoy llamamos historia nacional— no es indiferente al sufrimiento. Experimenta con la misma intensidad un orgasmo que un crimen o una huelga. No es un trastornado. Tampoco un comunista comprometido. Ni siquiera un luchador social. Timba es lo que es, un aspirante a poeta, truncadas su ambiciones, padrote, vividor y navegante urbano.

No obstante, tiene una sensibilidad propia.

«El movimiento estudiantil, las huelgas ferrocarrilera y médica, el asesinato de Rubén Jaramillo y la crisis de los misiles en Cuba estaban lejanos, aunque en mi entorno inmediato todo parecía igual. ¡De tal consistencia imperecedera están hechas las estructuras barrocas, el hambre y la miseria en México, que el país no parece cambiar con el tiempo!».

Las cosas que suceden a su alrededor lo afectan, de manera peculiar.

«Al lado de los trabajadores inconformes, recogí los cristales rotos de sus sueños de justicia, las puntas de los vestidos de Mucia doblando las esquinas, las huellas mojadas de sus pies descalzos y, junto a la imagen inédita de Nicolás, los retratos acribillados y pretéritos de los huelguistas que buscaban el futuro. De aquella revuelta social emergía lo que para mí era lo más importante en aquel momento: la palabra inquiriente, el magma del hombre».

“El movimiento estudiantil, las huelgas ferrocarrilera y médica, el asesinato de Rubén Jaramillo y la crisis de los misiles en Cuba estaban lejanos, aunque en mi entorno inmediato todo parecía igual”.

Incluso entonces, en vísperas de la huelga ferrocarrilera (1959), Timba no puede desprenderse de la imagen postrera de Mucia, recién fallecida. Esta se entremezcla con las desavenencias del colectivo. Como si fuera una virgen profanada o una mártir, en el momento de la persecución lo primero que evoca son sus pasos.

Así como en aquella novela de Mariano Azuela, Nueva burguesía, en la que vemos emerger una pujante clase social de las vecindades, en medio de las disputas políticas y los crímenes de pasquín amarillista, de forma semejante y con mucha maestría, Ángel Trejo nos introduce al cosmos social y amatorio de Timba, el cual desemboca años después en la segunda novela, Monda, para continuar el viaje erótico que inició en las faldas de la Estúpida; la hembra que «reinó por más de dos décadas en el mundo del amor profano en México».

Las pasiones, los lances nocturnos, las cantinas y las mujeres atraviesan esta novela cual cometas con afeites rojos y vestidos largos. Inauguran el umbral del universo narrativo de Ángel Trejo. Universo en cuyo centro gravita «la mujer más bella de México», María Feliciana. Aunque al principio este hecho puede pasar desapercibido, el pulso de la vedette es el que marca el ritmo de la novela.

«La Estúpida había sido todo en la vida: hembra, esposa, madre, artista, puta, bruja, amante insobornable y delirante: sólo le faltaba volverse loca, morir muda, triste y ajena al mundo».

Y una vez perdido este centro, como es lógico, nuestro querido proxeneta de barrio se desbalaga. Su entorno planetario se desmorona al ver reducido a la nada el sol de María Feliciana. Tiempo después encontramos a Timba en brazos de una nueva amante, Maritza, en los días posteriores al terremoto del 85.

«Maritza era mucho más que un regalo para un hombre de mi edad. Su juventud y su ternura eran el generoso premio a una intensa vida sensual en decadencia».

Asistimos, pues, a la resurrección de Timba en esta segunda novela, Monda. Nuestro héroe de 57 años se convierte en coime de un burdel de Polanco, por mediación de su amante, quien lo presenta como su tío. Allí comienza a mejorar su tren de vida. El premio a su devoción consiste en vivir una vez más entre mujeres voluptuosas, jóvenes y bellas. Muy al estilo de la sexy comedia, pero sin la banalidad del cine de ficheras; por el contrario, hay hondura y mucha pasta humana.

Sobre todo, hay poesía.

«La poesía no sólo está en el congal que atiendo tardes y noches. También la sorprendo en los ojos alucinados de alguna judía, en criadas, niños, mendigos. La diviso a raudales en el viento, el césped, las flores y el cercano olor a encino de Chapultepec. No es cierto que la poesía esté cifrada solamente en libros o en las poses afeminadas de putos famosos. Está en las calles, ondula a ritmo de salsa en las nalgas de las muchachas, en las inquietas hojas de los árboles, en los aguaceros en aluvión que caen sorpresivamente en la ciudad».

Como encargado de que el garito funcione correctamente, está sometido a una sola condición, que no distraiga a las prostitutas en horas laborales y no se acueste con ellas. Sobra decir que a un aventurero como Timba las condiciones le hacen lo que el viento a Juárez. Las mujeres, maduras algunas y otras muy jóvenes, descubren en Timba al amante, el voluptuoso, el padre ausente y el amigo fiel que busca esa última oportunidad para amar.

Dotado de una mirada hasta cierto punto crítica, Timba no duda en expresar su desprecio al imperialismo yanqui o a la usura de la clase explotadora. Extraña fórmula que, sin embargo, tiene su eficiencia narrativa, ya que de esta manera enfrasca al lector en la vida política de la Ciudad de México. Con todo, no es el fuerte de la novela, sino el lenguaje («la palabra inquiriente, el magma del hombre»).

El temperamento de sus frases me recuerda los pliegos de Guillermo Prieto, cuando este describe la Ciudad de México. O las crónicas de Ángel de Campo en busca de la novedad en los barrios y colonias del Centro. O los versos del vate zacatecano Ramón López Velarde, digeridos sanamente por el novelista, que en sus columnas no tiene empacho en hablar del Arcipreste de Hita o de la convulsión política del siglo XXI.

En el caso de Monda, Ángel Trejo desarrolla aún más el carácter de Timba. Este pelado evoca lo mejor de nuestra literatura picaresca. Reivindica a las mujeres que viven matrimonios horribles. Desflora a una puberta, con el consentimiento de las tías. Libera de sus prejuicios sexuales a una judía adinerada. En fin, que pone de cabeza a una sociedad timorata y moralina empecinada en domesticar y reprimir a las mujeres. Con todo, Timba es un cartucho quemado.

«Un don Juan solitario que vive de dudosos méritos de lagartijo. Un simple vividor, un explotador de curras caras y baratas, que para el caso son lo mismo. ¿Qué mérito tengo para cantar victoria? La victoria de Pirro con espada ensangrentada nadando en lodo y mierda, soportando en los párpados las filosas gotas de la duda cayendo torrencialmente».

Cada cabalgata puede ser la última, y lo sabe. Por ello es más sincero. Se despoja de la máscara. No pretende ser otra cosa que un padrote en bancarrota. No obstante, es un personaje alejado del realismo crudo al que estamos acostumbrados en la literatura de corte policiaco o francamente noir. A su manera, Timba es un melancólico, un romántico y, sobre todo, un pillo de la tradición picaresca inaugurada con El Lazarillo de Tormes.

La obra de Ángel Trejo —muy rica en su lenguaje y de una construcción narrativa espléndida— es un homenaje a la urbe más noble y tumultuosa, como se puede constatar en su tercera novela, Llueve lluvia, la cual comparte el tiempo histórico con Monda: los días posteriores al terremoto del 85.

La muerte del Tío Rana en un callejón de Chimalistac funciona como núcleo narrativo. A partir de este acontecimiento se va construyendo una intrincada historia familiar, en tres movimientos: velorio, cortejo fúnebre y entierro. La escena inicial es una suerte de guiño a la tradición novelística mexicana, que inaugura Federico Gamboa con Santa, cuyo personaje principal es una joven hermosa que viene del mismo barrio (Chimalistac), y que recuerda a la Lluvia de Trejo.

Barrio de Chimalistac en la Ciudad de México.

Esta última es uno de los personajes claves de la novela. Una muchachita de origen libanés, huérfana, que es adoptada por la madre de Rafa y Pepepedro, quienes abusan de ella de formas tan variadas como crueles. Por ejemplo, utilizándola en sus robos en el transporte público, para distraer o enredar a las víctimas del artegio. No sólo a través de Lluvia, sino durante toda la novela, Trejo nos muestra por qué «la orfandad es la peor de las soledades del hombre».

Esa orfandad de la que habla el autor empapa a todos y cada uno de los personajes. A lo largo de las tres partes que la componen, la novela nos muestra una ciudad habitada por padrotes, putas, raterillos, borrachos, asesinos y una lista interminable de seres dolorosamente vivos, cuyas historias se van atravesando unas a otras, formando una red de experiencias de las que cada lector saca sus propias conclusiones.

Ángel Trejo, oriundo de Ixmiquilpan, Hidalgo, nacido en 1946, se nos revela como un amante empecinado de esta ciudad. Uno de esos profanos que comulgan con la clase trabajadora, que tienen claro para quién y por qué escriben. Línea tras línea, como el orfebre, trabaja con su materia y nos entrega una obra emocionante, con un jalón narrativo que no puede dejar indiferente al lector.

Lamentablemente, hay que decirlo, sus libros son de difícil acceso. No se consiguen en cualquier librería de viejo; mucho menos en almacenes como El Sótano o El Péndulo. La edición es francamente descuidada por momentos, sobre todo en el caso de las dos primeras novelas. Y aunque esto no demerita en sí mismo el trabajo del maese Trejo, es una muestra de las dificultades que enfrentan los autores en México para publicar sus obras.

Sin duda, esta trilogía merece una edición de mayor tiraje, con un cuidado editorial que asegure su permanencia en el bagaje literario de los mexicanos, para conservar esa Ciudad de México que habitará en sus páginas por los siglos de los siglos.

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Last modified: 31 mayo, 2023
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