Autoría de 2:10 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

A todos nos hace bien un poco de humildad: Manuel Blanco – Víctor Roura

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Hace justo un cuarto de siglo, el 6 de junio de 1998, se fue de esta vida Manuel Blanco, a sus 54 años de edad (nacido en la Ciudad de México el 27 de octubre de 1943), distanciado de sus amigos, al lado de su hijo Lucio quien radicaba en ese momento en Mérida, ciudad del deceso.

      Manuel Blanco había ejercido el periodismo cultural a partir de 1969, de manera plural, en EL Nacional, el entonces periódico del partido político en el poder (donde dirigía, desde 1970, la sección cultural) del cual fue injustamente despedido al apropiarse, la intelectualidad orgánica, de aquel diario a la llegada de Carlos Salinas de Gortari a la Presidencia de la República en 1988, hace tres décadas y media… convertido en Milenio a partir del 1 de enero de 2000, ya en el foxato, vendidas sus instalaciones a la iniciativa privada. 

      Sólo le faltaban diez años de vida a Manuel Blanco, temporada última que vivió alojado en la sección cultural de El Financiero a falta de otro espacio que lo amparara en su ya alicaído oficio (le habían amputado una pierna por problemas de irreparable salud).

      Se decía que Manuel Blanco era el único jefe de una sección cultural que atendía desde un bar (el Salón Palacio, ubicado en la esquina del periódico El Nacional), razón por la cual es el autor de una irrebatible frase: “Evita la cruda, permanece bebiendo”, que por lo menos en él se hizo latente.

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Nunca supo Manuel Blanco de dónde sacaban tantas energías los fotógrafos, ni cómo le hacían para llegar a tiempo a cualquier parte.

      “Dentro de las prisas, el reportero puede darse su tiempo, preguntar y meditar las cosas —dejó escrito Manuel Blanco—. El reportero gráfico, no. A él se le va la jugada en el fut, en el beis, en los toros. El personaje se le va y no le sirven de nada los discursos ni los boletines de prensa, ni el testimonio de los que sí estuvieron ahí. Así, los he visto correr como gamos tras el funcionario que ingresa a cualquier recinto. Saltando como liebres para que el carro del presidente no los rebase hasta llegar a Palacio o a San Lázaro el día de cualquier informe de gobierno. Y en plena madrugada los he visto saltar de la ambulancia o de cualquier auto para llegar al lugar del siniestro, antes que lleguen las patrullas, antes aun de que los bomberos salten también de sus carros, escaleras o mangueras en mano. Cuántas veces atravesándose entre las patas de los caballos de la montada subiendo a marchas forzadas el Cerro de la Estrella en Viernes Santo. O lanzándose de bruces para captar el instante en que el deportista cruza el aro de fuego en algún desfile del 20 de noviembre”.

      Manuel Blanco sí entendía estas aceleraciones cotidianas, acaso debido a su circunstancia, como él mismo decía, “de reportero sin base ni fortuna por muchos años, jefe de una sección diaria al que le pagaban como colaborador y le publicaban cuando el volumen de publicidad lo permitía y la inercia de los jefes podía confundirse con miserable compasión”. Probablemente “esa mustia desprotección”, en el fondo, fue lo que unió desde un principio a Manuel Blanco con todos ellos.


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Lo divertía mirarlos como gamos correr tras los personajes del momento. Quiero creer, si bien no lo aclara en su libro póstumo  Para que empiece usted a soñar (editado por la Unidad Obrera y Socialista en 2001), que Manuel Blanco se refiere a esos infatigables reporteros gráficos de la prensa diaria y no a los superficiales, fastidiosos, desagradables e innecesarios paparazzi (ya en su nombre llevan la penitencia, pues fotografían a los “famosos” sin su permiso para satisfacer las necesidades comerciales de sus empresas), que alimentaron, con bravura e ignorancia, las 68 revistas editadas en México a finales del siglo XX supuestamente especializadas en el chismorreo, el cotilleo o el ventaneo, que para el caso vienen siendo la misma abrumadora cosa.

      “La foto artística nunca fue para ellos —escribió Manuel Blanco—: la foto de estudio, la foto trabajada en el laboratorio, la foto meditada larga y detenidamente, la que calcula las medidas de la luz y sus contrastes; la que busca el equilibrio, la composición, la textura. El oficio reporteril siempre reclamó atravesarse a la mitad de los acontecimientos, en el ajetreo de todas las prisas, en la oportunidad que nunca se va a repetir”.

      Y resultaba, siempre sí, que el esfuerzo de estos reporteros gráficos en efecto representaba un trabajo calificado, “que sus fotos ganan las primeras planas de los diarios y se dan, a veces, el lujo de conquistar las ocho columnas de rigor. Y que de pronto, sin que nadie se lo espere, sus fotos empiezan a llenar las salas de exhibición, los museos, los sitios donde la gente antes iba nada más para admirar a los artistas. Será que ellos también lo son”.
      Como periodista intachable lo era, asimismo, Manuel Blanco quien, ya fallecido, su esfuerzo escritural finalmente sí representó un trabajo calificado: ojalá lo hubieran sabido los periodistas orgánicos del salinato que lo echaron casi a patadas de El Nacional, nombrado prontamente como El Nazi

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Una tarde se asomó a la oficina de Manuel Blanco Méndez (nieto del revolucionario Lucio Blanco) un muchacho pálido a solicitarle trabajo. Manuel Blanco le advirtió que la única condición era que sus textos estuvieran bien escritos, luego de lo cual lo envió a cubrir de inmediato sus primeras informaciones. A los pocos días entregó unas cuantas cuartillas, a las que Manuel Blanco tuvo que meter las manos, según consigna, “en serio”. Trató de explicarle al joven que había normas mínimas para la presentación de originales, pero su respuesta lo dejó francamente helado:
      —Es que yo soy poeta, no periodista…
      “El poeta ya no volvió —narró Blanco—. Pero a lo largo de los años tuve la ocasión de ver a muchos otros personajes. Otro poeta, éste sí buen poeta, acostumbraba entregar sus cuartillas como si las hubiera estrujado con las manos antes de entregarlas en la redacción, o bien con notorios restos de comida salpicando las líneas de sus textos. ¿Cómo hacerles entender a otros que escribirlas con tinta roja significaba dictarles sentencia a los ojos de correctores y linotipistas? Otros más olvidaban dejar márgenes en la hoja o escribían a renglón seguido y no faltaban quienes tachonaban sus escritos hasta dejarlos como mapas luego de alguna cruenta batalla”.

      Sin embargo, la historia del primer poeta no terminó ahí: “Muchos meses más tarde, y por casualidad, me empecé a encontrar su nombre firmando notas en algunos diarios ‘de circulación nacional’. Me dije: ¡vaya, este cuate ya aprendió a escribir! Pero no era cierto. Continuaba escribiendo con la misma prosa desaseada, aunque era evidente que los correctores le metían mano a sus escritos. La doble paradoja fue, primero, que en las andanzas cantineras me enteré de que el poeta, ufano, me había declarado su maestro y, segundo (esto fue años más tarde), que había obtenido un premio literario ‘internacional’. Lo primero me hizo ruborizar, pero lo segundo no me extrañó en lo más mínimo”.

       Y nos recordaba una patética anécdota: “Porque escribí una reseña sobre un libro de Agustín Yáñez que acababa de ser publicado, el maestro, que había sido secretario de Educación Pública y era en ese momento presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, había tenido la amabilidad de enviarme un brevísimo texto de unas seis u ocho líneas en las que agradecía mis conceptos y me invitaba a reunirnos y compartir los goces de la vida y el pensamiento metafísico. Sólo que el importante novelista había acumulado en tan pocas líneas media docena de errores gramaticales, al final de los cuales había estampado su firma”.
      Cosas de la vida literaria.

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También nos cuenta otra imponente anécdota: Macario Matus, entonces director de la Casa de Cultura de Juchitán, ofrecía una ponencia en Puebla cuando tropezó con alguna palabra: “Un periodista afamado, que ocupaba un asiento en las primeras filas, se tomó entonces la libertad de corregir a Matus en voz alta, interrumpiendo su discurso”. Matus ofreció una rápida disculpa al periodista afamado diciendo que, en efecto, la palabra estaba mal empleada y que en vez de ella pudo haber dicho alguna otra. “Enumeró entonces, al vuelo, una lista de siete palabras sinónimas pero agregó: lo que sucede es que mi lengua materna no es el español, sino el zapoteco”.

      Acto seguido, continuó su discurso en esta lengua, “lo que le valió no únicamente el aplauso cerrado de aquella concurrencia, sino que Toxqui, el entonces gobernador poblano, aprovechara la ocasión para adornarse diciendo su discurso en riguroso náhuatl”. Porque no todos, ciertamente, “tienen por qué tener las agallas de un Ernest Hemingway, que siempre dijo haber aprendido sus mejores lecciones de escritura en las redacciones de los periódicos donde trabajó”, así que si un mal poeta entrega un texto periodístico en cuartillas sucias o un periodista afamado interrumpe con pedantería a un modesto director de una Casa de Cultura, en realidad no importa mucho. Porque “todo esto, desde luego, no prueba nada —aseveraba Manuel Blanco—. Si acaso que a todos nos hace bien, así sea de cuando en cuando, un poco de humildad”.

AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VICTOR ROURA PARA LA LUPA.MX


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Last modified: 6 junio, 2023
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