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En la conferencia matutina del pasado jueves 25 de mayo el presidente López Obrador reflexionó acerca del mecanismo que gobiernos anteriores utilizaron para construirse consensos positivos en la élite de comunicadores, académicos y pensadores del país. Así, sin más, a sabiendas de que lo que diría sería bastante conocido en el ámbito mediático —y que dicha componenda se convirtió en una grata normatividad—, el político tabasqueño expresó:
—Se apoderaron de los medios de información y maicearon, cooptaron, compraron y alquilaron a los intelectuales… ¡hasta a los científicos! —lo cual es una verdad imbatible e irrebatible mas, en este discurso implacable, con una breve, y acaso frágil, contradicción pues en el desglose de esta rotunda certeza se excluyen, siempre, a ciertas figuras mexicanas que en apariencia no participaron visiblemente en estas dádivas pecuniarias cuando se sabe, justo, lo contrario si bien el maiceo siempre se mantuvo de manera discreta para no entorpecer los significados de la mitificación implantada desde el asentamiento de la mafia intelectual que empezara a desbordarse en nuestro país a partir de la Revolución Cubana pasando por los sucesos de octubre de 1968 y el aplastamiento de Salvador Allende por parte de Pinochet concretándose el perfil progresista con la victoria sandinista en 1979 tras derrocar al dictador nicaragüense Anastasio Somoza: la crítica era tolerada para que la clase política aparentara accesibilidad expresiva: los críticos no dejaron nunca de percibir sus emolumentos provenientes del erario mediante la oportuna investidura de la resistencia: todos los intelectuales, y a ello se acostumbraron plácidamente, fueron consentidos aparentando oposiciones confortablemente conventuales.
Por lo menos en México quedó claro que una clase ilustrada era la potentada, la influyente, la decidora del discurso cultural a la que, a finales de los ochenta, le fuera entregado, para su propio bienestar, un Consejo para satisfacerse enteramente en todas sus necesidades, afianzamiento que esta mafia cultural no soltara sino lentamente a causa de la muerte de sus beneficiarios —encabezados por un funcionario que tácitamente los representara, como lo fuera siempre de manera emérita Rafael Tovar y de Teresa, fallecido en 2016 siendo aún el primer secretario de Cultura durante el mandato de Peña Nieto quien la instituyera en diciembre de 2015—, que jamás supieron de apuros económicos ni de impugnaciones críticas, ni políticas ni culturales, sobre todo porque, ¡ay!, no lo permitían al encerrase en circuitos perfectamente fortalecidos y protegidos por los gobiernos en turno, a los que siempre les caía bien un aparente malestar intelectual al que compensaban con generosidad.
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Por supuesto que fueron maiceados incluso intelectuales que hoy son cortejados de incorruptos sin aclarar que, antes, la corrupción en realidad no lo era sino sólo una pequeña normatividad que aligeraba, o atenuaba, las economías de estas circunspectas personalidades del intelecto, que si aún vivieran hoy seguramente estuvieran, acostumbrados acomedidos como estaban o eran, del lado opositor del obradorismo, aunque cueste trabajo creerlo y fuera imposible de demostrar dada la desaparición física de la inmensa mayoría, si no es que todos, de los que conformaban esta corte del pensamiento.
Porque una cosa es la lucidez cultural y muy otra la calidad moral de los artistas que, por lo regular, se suele invisibilizar en los terrenos de la practicidad intelectual. La frase del narrador hidalguense Ricardo Garibay, fallecido en 1999 cuyo centenario natal se conmemora este año, acabó por volverse una normativa sin debacle: “Merecemos el dinero que no nos otorga la figura presidencial sino el Estado”, a propósito del soborno que recibía de la oficina de Gustavo Díaz Ordaz a partir del asesinato en masa desplegado en Tlatelolco el 2 de octubre de 1968, confesión que el propio Garibay escribiera en un artículo periodístico, mismo que denostara Carlos Monsiváis no por la insana revelación que apuntaba el autor de Beber un cáliz sino porque, sencillamente, dichas corruptelas debían guardarse en la oscuridad literaria ya que, de muchos modos, develaba una costumbre silenciosamente añeja sabida, y aceptada, por la cúpula intelectual que miraba con buenos ojos, por esa misma relajación de sus intereses, los acercamientos políticos, que siempre significaban dinero, con la prestigiada cúpula, de ahí que a nadie le extrañara que varios y distintos escritores fungieran de asesores presidenciales o aceptando diferentes cargos bajo las tutelas priistas y panistas: numerosos artistas recibieron cantidades ingentes millonarias por servir a estos partidos, ¡autores que hoy son ensalzados en los medios púbicos tratándolos como si hubiera sido gente incorruptible e incorrupta!
¿Sabía el lector que el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes fue un obsequio de Salinas de Gortari a la intelectualidad en 1989 para que hiciera suyo el presupuesto anual destinado a esta paraestatal en provecho de los goces pecuniarios de la mafia cultural, misma que, a cambio de tan generoso respaldo, fuera a su vez cooptada y digerida —factores que niegan, por supuesto, los integrantes sobrevivientes bendecidos desde esta agraciada bonificación federativa— por este beneficio económico?
El Consejo luego fue convertido, cuatro sexenios después, en Secretaría de Cultura para continuar alimentando a los creadores de arte alineados en este rubro.
Ahora, cuando la mayoría de los que conformaban esta beneficiada mafia cultural ha fallecido, pareciera que por fin el curso de esta institución va a tener un sentido plural, no parcializado, en los asuntos culturales. Pareciera, si bien los ecos apologéticos de innumerables nombres de esta mafia cultural —como ya he subrayado líneas arriba— continúan retumbando, por ejemplo, en los medios públicos sin distinguir, como siempre, la obra de la calidad moral.
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No por otra cosa el italiano Pitigrilli —fallecido en 1975 a los 82 años de edad en su país de origen luego del revuelo que causara sus vínculos con el nazismo— se refería de manera irónica y despreciativa a los que ejercían la escritura informativa porque, al parecer, no sólo en México la prensa oferta sus espacios, con la diferencia visible —acaso minúscula, aparentemente imperceptible— de que aquí no hay escandalera por movimientos sospechosos ni corruptores, pues lo mismo nadie se percata nunca de las simpatías de un José Vasconcelos con el hitlerismo o las felices componendas monetarias de autores como Fernando Benítez, Elena Garro o Sergio Pitol, quienes mientras pudieron disfrutaron de las mieles financieras que les daba el ser parte medular de la mafia cultural porque las dádivas institucionales, que lo eran, fueron vistas, y percibidas, como obligatorias ya que se acostumbraron estos intelectuales a ser constantemente estimulados por la clase política, de ahí mi afirmación de que si estas personalidades aún vivieran seguramente estuvieran del lado opositor del obradorismo aunque, lo sé, es demasiado arriesgado hablar por los ausentes.
Decía que Pitigrilli incluyó en su Diccionario de la Sinceridad, editado en 1965, estas entradas para el término “periodismo” que, a la distancia, se aprecian mordazmente certeras: la enciclopedia Vallardi, de 1901, nos advertía Pitigrilli, dice que “en el periodismo confluyen los fracasados en la lucha cotidiana y los entendidos en todas las profesiones, pero incapaces de ejercer ninguna”.
Gordon Bennet, en 1910, dijo: “Aun cuando yo haya tenido que servirme de periodistas, esos bribones analfabetos, he logrado hacer algún periódico”.
Sarah Bernhardt, en 1913 —todo esto según el propio Pitigrilli—: “¿Quieres ser periodista? ¿Y por qué no quieres ser mejor porquero? Es un oficio mucho más limpio”.
Clemenceau, en 1914: “Los griegos dicen: ‘¿Es un imbécil tu hijo? Hazlo pope’ [sacerdote]. Nosotros lo haríamos periodista”.
Walter Lippman, en 1951: “Es increíble que una sociedad como la nuestra continúe estando a merced de testigos que no lo son sino por puro accidente y que no poseen la formación necesaria para serlo; el periodismo continúa siendo el refugio de gente sólo vagamente preparada para esta actividad”.
Moro-Giafferi: “Distinguido señor: la mitad de las personas que han mirado este periódico no han visto este artículo; la mitad de las que han visto el artículo, no lo han leído; la mitad de las que lo han leído, no lo han comprendido; la mitad de las que lo han comprendido, no lo han creído; para la mitad de las que lo han creído, no tiene ninguna importancia”.
Periodista: “Especie de individuo obligado a escribir lo que ignora, y a ignorar lo que escribe; hombre que debe afirmar lo que no sabe para llegar a saber lo que afirma”, dice Freire.
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Por algo, varios años después, antes de su prematura muerte a los 52 años de edad en 1993, al compositor estadounidense Frank Zappa se le atribuye la siguiente crucial frase: “El periodismo musical consiste en gente que no sabe escribir entrevistando a gente que no sabe hablar para gente que no sabe leer”.
Divididos, la asociación roquera argentina fundada en 1988, produjo en 1993 su tercer álbum intitulado La Era de la Boludez donde incluye la pieza “¿Qué ves?”, compuesta por Ricardo Mollo y Diego Arnedo, una ironía más sobre los medios (“La prensa de Dios lleva póster central” acaso a falta de credibilidad) que no deja de remarcar lo que hoy, por lo menos en México, ha salido visiblemente a flote debido a la confrontación, por primera vez, de la administración gubernamental con los apoderados de la información acostumbrados a exponer financieramente sus espacios a cambio de caudalosa suma millonaria que parecía no tener fin. La canción se sostiene por dos poderosas líneas que podrían asustar a cualquier supuesto líder periodístico a la venta: “¿Qué ves?, ¿qué ves cuando me ves? Cuando la Mentira es la Verdad”, y el corolario es genuinamente arrebatador: “La Mentira es la última Verdad”, no sin antes dosificar con elegante sarcasmo una moral social: “El bien y el mal se definen por penal”.
Así están las cosas.
Y todavía hay periodistas que creen que fueron periodistas, y válgase la intrépida redundancia, los escritores de la hermética mafia cultural que participaban en publicaciones, aun sin pisar una sola redacción, pues era común pensar que automáticamente se convertían los escritores en periodistas por el solo hecho de escribir un texto en las páginas de esos medios, ¡y ay de aquél o de aquella que se atreviera a calificar de no periodista, digamos, a un Carlos Fuentes so pena de ser prácticamente degollado por esa corte milagrosa periodística que no dejaba, y no deja, de ensalzar todas y cada una de las acciones de los integrantes de este férreo —feudo— núcleo intelectual que, efectivamente, pasaba de izquierdista cuando caminaba, de manera prevenida, por la derecha!
Por ejemplo el libro Nuevo tiempo mexicano, que escribiera Carlos Fuentes para su amigo Carlos Salinas de Gortari no recibió sino sólo alabanzas por parte de la “crítica” especializada que incluso lo comparó con aquel otro Tiempo mexicano del propio Fuentes que había escrito veinte años atrás tratando de inmiscuirse en los modos políticos del ser del mexicano: su New Mexican Time obtuvo un éxito bibliográfico rotundo donde nadie, por supuesto, habló de maiceo ni de nada parecido, tal como tampoco nadie refiere ya aquellos tiempos románticos entre Carlos Payán y el salinato o las reprimendas contra Jaime Avilés en La Jornada que le valieron algunas expulsiones de ese diario por haberse atrevido a criticar al peñanietismo. O cómo la mafia intelectual se entregó de lleno a las buenas temporadas priistas, para ella, cuando fue encargada de dirigir el periódico oficial El Nacional o cuando salían, alegres, varios de los integrantes de este club intelectual fotografiados al lado de su líder Carlitos Salinas, quien los honró otorgándoles cientos de bendiciones materiales o adjudicándoles puestos importantes en los servicios públicos, ¿cómo, por Dios, alguien se ofendería con tanto privilegiado maiceo?
¡Ay, eran otros nuevos tiempos mexicanos tan distantes de los tiempos contemporáneos!
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El presidente López Obrador, en su conferencia del miércoles 7 de junio, citó al crítico literario Visarión Belinsky en su carta al escritor ruso Nikolái Vasílievich Gogol en la cual habla de la deshonestidad de algunos intelectuales: “Cuando un hombre se entrega por entero a la mentira pierde hasta la imaginación y el talento”.
Así es.
Y no sólo hablando de rusos o romanos o vieneses o angoleños, sino también de mexicanos, aunque luego haya quienes se niegan a creer tal hecho con la suposición de que son, los intelectuales mexicanos, impolutos e intransferibles, ja, en su moralidad.
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