Después de conocer la razón que lo tenía viviendo en Madrid, no quise preguntarle su nombre al chofer del taxi que nos recogió una tarde del pasado mes de abril.
El amable conductor que nos recogió afuera del hotel era de origen latinoamericano. Lo supe de inmediato por el acento y su fisonomía. Nada sorprendente, la migración hacia Europa ha aumentado, y ciudades como Roma, lo mismo que París, Londres y Madrid, registran altos números de migrantes de diversos lugares de India y Pakistán, así como de otras regiones de África y América Latina. Y el acento del joven que nos llevó en una cómoda camioneta al aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid-Barajas para tomar el vuelo de regreso a nuestro país era de alguna región latinoamericana.
Atento y gentil, apenas cruzó unas cuantas palabras con nosotros en el momento de ayudarnos a subir las maletas. Luego… silencio.
Cada uno íbamos inmersos en nuestra propia reflexión. Concluía un viaje de casi veinte días por tres ciudades de diferentes países de Europa y estábamos cansados; pero, sobre todo, satisfechos de haber aprovechado cada hora de los días en conocer más allá de las partes turísticas y de relumbrón que suelen mostrar las casas operadoras de “tours” de las agencias de viajes.
Pero fiel a mi convicción de que la conversación es cultura, y a mi natural curiosidad por aprender y conocer lo que de humano tenga el rostro de los otros, rompí el silencio. Pregunté al joven de qué región latinoamericana era. –Soy de El Salvador–, dijo sin distraerse del volante.
Capté en su respuesta un tono de entre dulzona amargura y resignación que llamó mi atención.
–¿Qué tal Madrid? ¿Tiene mucho viviendo aquí?–, lancé las preguntas sin pausa entre una y otra, al tiempo que agregué: seguro que ya adivinó de dónde somos nosotros, ¿verdad?
El hombre titubeó un poco antes de contestar:
–No, no logro identificar su acento.
–¿De verdad?–, pregunté sorprendida, olvidando que me sucede siempre. Mi acento no es chilango. La mezcla de tono entre la costa de Guerrero, de donde soy, y la CDMX, donde llevo la mayor parte del tiempo viviendo, lo hacen indefinido.
Algo se movió en aquel joven cuando dije que éramos de México. Durante el trayecto se había mostrado distante. Cambió su ánimo y contestó sin más que tenía 17 años viviendo en Madrid. Estaba bien allí, pero extrañaba su país, a su gente, a su terruño, a la familia.
–¿Qué lo trajo aquí? ¿El estudio, trabajo?–, pregunté.
Y, a pesar de todas las historias que uno escucha sobre los mara salvatruchas, su respuesta me estremeció:
–Tuve que salir con otra parte de mi familia. Los maras mataron a un hermano de mi padre e iban por los demás.
–¡Ouch!–, exclamé, involuntariamente.
Por mi expresión, el joven supo que estábamos enterados de quiénes eran aquellos causantes de la desgracia de cientos de familias de su tierra. Sabía que decir “los maras” era nombrar a hombres marginales, temerarios, integrantes de un grupo cuya violencia es ya conocida en varias regiones de Centroamérica y Sudamérica, mayormente. Y como si las palabras hubieran estado allí, contenidas, pero prestas al llamado de quien quisiera escucharlas, fluyeron libres, aunque dolientes.
–Es una pena saber que usted y su familia fueron víctimas de tal atrocidad–, dije en voz baja y profundamente conmovida al imaginar el peso de su drama personal y familiar. Una realidad presente en miles de personas, a merced de la violencia sin igual que ejerce este numeroso grupo, cuyo aumento y capacidad de atravesar fronteras geográficas es ya motivo de alarma internacional.
Nada bueno crece en la anarquía, excepto el caos mismo
Supimos, entonces, que tenía un buen empleo como técnico en una empresa grande. A su vez, su padre y hermanos de su padre eran dueños de un negocio familiar que daba para el diario comer de todos. Construido desde abajo, con años de esfuerzo y dedicación, así como un buen manejo, el negocio había logrado cierta estabilidad y acreditación. Hasta que un día irrumpieron en la vida familiar los maras. Llegaron a exigir derechos, a amenazar:
–No aceptan un ‘no’ como respuesta. No hay forma de negociar. Si ven titubeo o intención de rebeldía a sus reglas, dejan caer el peso de su violencia. Y actuaron contra mi tío, lo mataron. Salimos de nuestra tierrita y ellos se apropiaron de nuestra casa y amenazaron con seguir matando a cada uno de nosotros–, agregó con prisa, sabiendo que faltaba poco para llegar al aeropuerto y queriendo compartir su historia, como si al contarla el peso de la pena que le causaba lo vivido y su actual realidad se aligerara un poco.
Aquel joven, cuyo nombre no quise preguntar temiendo incomodarle o despertar su desconfianza, continuó hablando. De un día para otro la suerte de una familia quedó echada, dijo. Pena clavada en el pecho, tristeza en su mirada, miedo vuelto zozobra, incertidumbre y resignación obligada, fue lo que percibí en el joven taxista cuya vida había cambiado tan súbitamente.
–Un ciudadano solo o en pequeña agrupación no tiene forma de enfrentar la bestialidad de quienes han elegido la violencia contra los otros ciudadanos para hacerse notar… pero sobre todo temer. Hoy han crecido y están en todos lados–, dijo.
–En México estamos enterados de lo que sucede en El Salvador. Y no estamos bien tampoco–, respondí.
El joven taxista estaba enterado de la realidad que se vive en la mayor parte de América Latina. Su amarga experiencia lo había obligado a estar al tanto de las noticias, sobre todo las relacionadas con su país de origen, al que sueña regresar algún día. Nos habló de la forma de actuar de los gobiernos que no ponen contención al caos y, antes bien, hasta lo utilizan a favor para perpetuarse, y también habló de nuestro país, al que conoce de años atrás.
–México está jugando con la violencia. No están conscientes de lo que eso puede traerles. Es el gobierno de un país el que tiene que hacer sentir el peso de la ley, de las consecuencias a la transgresión–, dijo, condenando también a gobiernos que en lugar de crear oportunidades de empleo para los jóvenes ofrecen como solución las dádivas.
Y agregó:
–Mucha trampa hay en eso. Desmotiva y hasta anula las iniciativas por crear independencia laboral en los jóvenes. Son acciones irresponsables, pero muy calculadas a favor de los gobiernos en turno. Son administradores del caos.
–¿Infiero, entonces, que avala las acciones del actual presidente de El Salvador, Nayib Bukele?–, me aventuré a preguntar.
–Con los maras no hay forma de negociar. En asentar su fama de salvajes y de sembrar terror encontraron forma de obtener poder y control. Han creado una estructura y se saben también necesitados y usados por hombres que tienen el poder político. Ellos han capitalizado la podredumbre del sistema para beneficiarse y sobrevivir. Creo que, si no hay un programa de inserción a la sociedad de manera adecuada y un seguimiento preciso de aquellos que dicen querer acogerse a la rehabilitación social, no funcionará nada. Es difícil contenerles. Vienen de la violencia y abandono y no hay acuerdos que respeten por largo tiempo.
Continuó, ya imparable en su historia:
–El ambiente de temor está presente en los habitantes de El Salvador. Y, antes de lo sucedido con mi familia, estábamos pidiendo a los gobiernos en turno que pusieran el orden y aplicaran la justicia debidamente. Apenas hoy estamos empezando a recuperar nuestra propiedad, nuestro departamento o casa, de los que se apropiaron–, concluyó, en el momento justo que llegamos al aeropuerto.
Descendimos de la camioneta en silencio. Profundamente conmovidos por su historia, contada de primera mano. Por vez primera, el joven que habló durante el trayecto con la mirada fija al frente, nos miró. Se detuvo en mí, la señora de la que no supo el nombre tampoco, pero que abrió la llave para liberar palabras que estaban allí, pidiendo salir para compartir la incertidumbre y el horror de lo vivido un poco más de 17 años atrás. 17 inacabables años de temor, y de un dolor del que –dijo– había que tomar cierta distancia emocional. Sacudirse de él, porque de no hacerlo amenaza con quebrantar el espíritu.
No supe qué decir en el momento de la despedida. La última frase que dijera me aligeró el pesaroso momento: “Apenas hoy estamos empezando a recuperar nuestra propiedad, nuestro departamento o casa, de los que se apropiaron”. Allí estaba ya una ventana alentadora. Recuperar parte material de lo que les había sido arrebatado de forma violenta significaba un paso para intentar el regreso a lo que por derecho les pertenece. Un paso mínimo, si se quiere ver así, pero esperanzador para recuperar la confianza en la justicia.
No hacía falta decir nada más. Solamente solté un: “¡Gracias! ¡Mucha suerte, y diga a su familia que otra familia mexicana le envía un abrazo fuerte, solidario y esperanzador!”.
Casi media hora de trayecto del punto donde nos recogiera para llevarnos al aeropuerto de Barajas. Treinta minutos y el asomo a una de las ya numerosas vidas de dolor por un destierro obligado de la manera más cruel. Mil 800 segundos en los que cupo el relato de una de las tantas vidas alteradas por una violencia que fue creciendo incontenible, hasta volverse una voraz depredadora que amenaza seguir avanzando.