Autoría de 12:13 pm #Opinión, Compañeros canes

Mérida – Luis Aguilar

Al subirme al auto llamó mi atención el tamaño que su cuerpo ocupaba en el asiento, la espalda cubría casi en su totalidad el sillón delantero, bastante tosco en relación al resto de pobladores del lugar.

                        —Me gustó Mérida —dudé en decirlo, me latía que era una vía errónea—, nomás que hace un chingo de calor, jefe.

                        — ¿Ah sí? —medía mis alcances, estuve seguro por su mirada en el retrovisor, esos ojos de tipos acostumbrados a la violencia. Antes de responder se quitó el cubrebocas—, a mí me caga. Todos son unos cerrados.

            Aquel fue el primer comentario diferente sobre esa ciudad, y también me hizo aceptar lo que llevaba pensando días atrás: son unos resentidos. Mis argumentos ambiguos son porque me molestó su afán de engañarme con direcciones erróneas u horarios para eventos que eran mentira.

                        —Llevo aquí tres años, manejando esta chingadera —golpeó el volante y tiró varias quejas sobre la pésima cultura vial de los yucatecos—, pero mejor esto a encerrarme en mi casa.

            Recorríamos el Paseo Montejo de Mérida, La Ciudad Blanca, como la llamaron los españoles conquistadores que expulsaron del territorio a los mayas. A decir verdad el paseo es hermoso con colosales mansiones que hoy algunas son restaurantes o museos, unas más habitadas, las menos abandonadas; engalana la avenida donde es común ver gente corriendo, venta de artesanías o marquesitas.

            Nos dirigíamos al aeropuerto un lunes por la tarde con dirección a San Cristóbal tras el fin de semana. Visité la ciudad por primera vez impulsado por la invitación de Daniel, el bajista de la banda que fue contratada para una fiesta privada el viernes por la noche, así que llegué el miércoles pasadas las 18:30 horas. El nombre de la banda es Los amantes de Lola.

                        —Soy de Chihuahua y trabajé en el ejército, estuve destacado en Durango, en la pinche Sierra —reía—, ese sí es calor y no estas chingaderas.

            Los días previos a la llegada de Daniel comprobé la variedad de oferta cultural en el centro de la ciudad, encabezada por el teatro, mismos foros que usan para proyectar ciclos de cine. Caminando me dio la sensación de cruzar por calles abandonadas, el material de las casas tiene tintes de varios años sin mantenimiento, además de ventanales y portones de madera carcomida.

                        — ¿Qué tal el ejército, jefe? —me hizo sentido su fortaleza física, seguro arriba de los 110 kilos, imaginé sus gruesos dedos empuñado armas asesinas.

                        —Lo extraño un chingo, a mí me encantan los chingadazos, ahora nada más me dedico a gastar mi pensión, veo pasar los días, estando donde no quiero estar.

            Mis caminatas me alejaron del centro y en dirección al aeropuerto conocí algunas colonias de Mérida. El encanto radica en la uniformidad de las construcciones que modifican de barrio en barrio, así distinguían las clases sociales. Recorrí confiado aquellas calles gracias a los comentarios de locales: es muy tranquilo, da igual la hora, siempre está seguro. Quizás es demasiado, el sábado por la noche hice un recorrido de casi 40 minutos sin cruzarme con una sola persona.

                        —En el ejército decimos que si volviera Echeverría… —volvió a reír, lucía relajado—, ahora todo es derechos humanos. Ya parece que los hijos de puta que te quieren matar se fijan en esas mamadas.

            Aquella noche de sábado sin nadie a la redonda venía junto con Daniel de Puerto Progreso, bebidos haciendo honor a los nueve meses de fiesta con que festejamos el valor que tuvimos de cortar a nuestras respectivas chavas. Siempre fue más difícil de lo imaginado, durante meses nos quejábamos de lo mal que iban las cosas con nuestras novias pero el miedo, para mí fue culpa, nos impedía dejarlas. Cuando por fin lo conseguimos, alcohol, música y dinero (nunca faltó) nos recibió y sin saberlo, fueron los días de despedida de La Tempestad.

            Con THC recorriendo el cuerpo desde las once de la mañana y el bajón de los tacos, conté más de quince casas derruidas, lo que fue una gran inversión en algún momento, lucía en ruinas.

                        —Todo fue por el alcohólico ese que vino después de Fox, quiso jugarle al chingón y mira ahora, en medio de un puto desmadre que nadie quiere afrontar.

            Suelo preguntar lo mismo cuando hablo con un soldado, ¿cuándo recrudecieron las cosas?, la respuesta es similar, y sobre su operación más peligrosa, aquí siempre son historias diferentes.

                        —Tuve un chingo, te digo que fueron 27 años, y luego como fui policía del ejército tenía que cuidarme doble —reía de nuevo, lo hacía después de comentarios con tintes amargos—, la gente es culera, pero aquí son peores.

            Pensé en la fiesta del viernes. Una tocada para el dueño del hotel donde hospedaron a la banda (me colé como parte del staff). Dentro de un pedazo de pasto acomodaron 20 mesas, varias periqueras y la barra para despachar las peticiones de meseros o invitados desesperados por la tardanza del servicio, que a mí me resultó ágil y me mantuvo bebido toda la noche.

                        —Son unos cerrados. Blancos, morenos, indígenas, todos chinguen a su madre. Se hacen como si no existieras cuando no te conocen, ni para decir las cosas de frente.  

            Gracias a que el vato de la barra me indicó con la mirada quien era el dueño del hotel, me enteré que nos rodeábamos de sus amistades, los ricos de Mérida, me dijo. Predominantemente blancos o con tostados de piel por el bronceado de la playa, quienes para evitar ser groseros con los ajenos a su círculo optaron por ignorarnos.

                        —Allá en Chihuahua andas en tu troca pisteando con tu música y si andas en tu pedo nadie te chinga —la risa sonó diferente, el tono de voz se hizo grave—, ¿tú crees que los culeros del narco van a andar chingando gente nomás porque sí?

            He estado en situaciones donde el racismo se respira y la diferencia con el clasismo es que al menos te señalan, hay una oportunidad de defensa ante pensamientos retrógrados. Los clasistas viven en una burbuja, una realidad que donde ni el tiempo se toman para reparar en otra persona.

                        —Esos que chingan en carreteras son los drogadictos huevones, en lugar de trabajar la tierra van y roban. Además de culeros son resentidos.

            El esplendor económico de Mérida a inicios del siglo XX se basó en la explotación del oro verde (henequén). Campos trabajados por esclavos, indígenas en su mayoría, también chinos; ambos grupos destinados a desaparecer bajo la política de Porfirio Díaz quien veía en estos grupos la causa del atraso en México.

                        —El narco chinga a quien está metido en eso. Mira, para nosotros como ejército es claro, sabemos quien es el enemigo y a quien debemos proteger. Pues siguiendo esas órdenes varios de mis amigos están muertos o en un hospital o vegetales en sus casas.

            Las mansiones del Paseo Montejo y sus alrededores son el reflejo de los alcances de la esclavitud. Arquitecturas impresionantes, una de las tantas insignias de la ciudad que convive con la calidez de sus habitantes, su deliciosa gastronomía, los siglos de historia precolombina.

                        —Y como te decía, nadie enfrenta nada, le dan la vuelta y sólo cuidan el centro. Aquí en Mérida la policía es quien sabe que pedo, los lugares clandestinos para vender alcohol, para los afters, para las putas y la droga.

            Me reconfortó ver mansiones abandonadas y derruidas. Por alguna razón pensé en las promesas que nunca cumplo, nada más frágil que los juramentos que erigen ilusiones. Todos esos planes que jamás cumplí, decisiones a medias que dejaron vacío el interior de alguien justo como esas mansiones.   

                        —Una estrategia pendeja. Cuando el narco se cansa de las orillas se va al centro y como les gusta a los cárteles, se dan en su madre hasta que uno toma el control.

            Siempre he creído en el karma, en las consecuencias de la energía con que algo se construye. Mi papá intentó levantar una casa que su edad y la economía le impidieron terminar, lo despidieron del empleo por viejo; al igual que él, mi mamá, hermana y yo nos llenamos de esperanza, anhelamos crear recuerdos en las paredes. Tal vez esa sea la razón por la cual la fantasía de levantar una casa me parece poco atractiva, por el temor a quedarme a la mitad o abandonar una construcción así, al menos es una decisión a considerar un par de veces.

                        —Cuando llegué aquí le di cinco años. Van tres y las estadísticas me dan la razón —volvió a reír, la confianza regresó—, quizás uno más pero ya chingó a su madre.

            Al escucharlo imaginé a una ciudad a nada de ser absorbida por el cáncer del narcotráfico y el clasismo exacerbado que viví; pienso que es el pago por las consecuencias con que fue conquistada y fundada la Ciudad Blanca.

            Quise encontrar algo de esperanza al ver derrumbada la imagen que formé de Mérida, su tranquilidad fue mentira, lo alegre de sus calles fue inexistente y a cambio encontré una de las tantas raíces del resentimiento yucateco, así que le pregunté al conductor cuál es la vía para contener tanta violencia.

                        — Pues te lo voy a decir nomás porque ya casi llegamos al aeropuerto —bajó la velocidad y se estacionó, volvió el cuerpo hacia mí—, que cada quien se arme y se defienda con lo que pueda.

            Chocamos el puño, esta vez su risa le encontré sin razón de ser, su palma visiblemente más grande y fuerte que la mía, y me bajé del auto sintiéndome débil, sobrepasado de todas mis ideas a minutos de subir al avión.

AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “COMPAÑEROS CANES”

https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/companeros-canes/

(Visited 36 times, 1 visits today)
Last modified: 2 julio, 2023
Cerrar