Autoría de 1:49 pm #Opinión, Compañeros canes

Usted no existe – Enrique I. Castillo

–Usted no existe –. Le dijo a doña Lupe, sin miramientos, aquel hombre, un burócrata cuyo uniforme gris hacía juego con su rostro inexpresivo y su voz sin matices, como de contestadora automática.

Doña Lupe sintió un estremecimiento dentro del cuerpo. El que alguien negara su existencia, cuando estaban frente a frente, la desconcertó.

–¿Cómo que no existo?, si aquí estoy, parada frente a usted –. Dijo ella con todo el aplomo que fue capaz de juntar, aunque en su voz había cierto temblor.

–Me refiero a que usted no existe en nuestros registros, por lo que no podemos proporcionarle una copia de su acta de nacimiento. Tiene que acudir al Registro Civil del lugar donde haya nacido.

–Yo nací aquí y llevo mis cincuentaitrés años de vida viviendo aquí. ¿Adónde quiere que vaya a pedir una copia de mi acta?

–Tal vez hay un error. Estamos digitalizando todas las copias y es probable que su registro esté perdido. Pero si tiene una copia de su acta, con eso podemos corroborar y corregir.

–Pues vine por una copia precisamente porque no tengo ninguna, ¿cómo quiere que le traiga copia de mi acta?

–En ese caso debe traer original y copia de su identificación oficial y comprobante de domicilio. Además, deben venir con usted dos personas, ajenas a su familia, para que certifiquen su existencia.

De nuevo aquella duda burocrática de que doña Lupe fuera real, que a ella le aguijoneó el pecho. No sabía si se trataba de una broma o si aquel hombre lo decía en serio. Con la voz entrecortada hizo un último intento para que reconocieran que ella estaba ahí, que era tan persona como cualquiera otra de las que esperaban para realizar de algún trámite.

–Mire, señor Licenciado, –por experiencia, doña Lupe sabía que agregar el título de licenciado ablandaba el trato con los burócratas, no importaba que fueran o no acreedores, porque remarcaba esa diferencia entre un ciudadano común y quien detentaba el poder, aunque fuera mínimo, detrás de una ventanilla. –podemos preguntarle a dos personas de las que están aquí en la fila y verá que le dicen que sí existo.

–No señora, no me entendió, ­–para el burócrata no existía la posibilidad de que fuera él quien no se había expresado bien, además de que llevar tanto tiempo con una señora que no ponía de su parte comenzaba a irritarlo. Aunque haber sido llamado Licenciado le hizo tener algo más de paciencia. –lo que le digo es que deben acompañarla dos personas que den fe de que usted ha vivido siempre aquí y que es quien dice ser. Y estas personas también deben acreditar su domicilio y traer sus identificaciones oficiales, para comprobar que existan. Ahora permita el paso a la siguiente persona.

Doña Lupe se apartó de la ventanilla, pero no pudo dejar de sentir que aquello era un mal sueño. Aún al final, el hombre le había remarcado lo de que “es quien dice ser”, “comprobar que existan”. ¿Pues quién más podría ser? No entendía lo que acababa de ocurrir. Se sentía algo mareada, así que al salir del Registro Civil se compró un refresco y se sentó en una jardinera a beberlo, segura de que le había bajado el azúcar.

No notó el momento en que un hombre se le acercó, sólo al escuchar su voz salió del ensimismamiento en que estaba sumergida. Le dijo que él podía ayudarla, que, por su expresión, era seguro que no había podido realizar su trámite. Ofreció hacerse cargo de todo y que en menos de lo que pensaba estaría resuelto.

–Aunque –agregó el hombre– ya sabe cómo es esto, aquí todo se mueve con dinero, hay que dar dos o tres mordidas allá adentro, más mi pago. Le podemos sacar el documento a su nombre, o al que usted quiera, y se lo tenemos hoy mismo en la tarde. El precio normal son tres mil pesos, pero la veo preocupada y le voy a echar la mano, con que me dé dos mil nos arreglamos.

Si tan sólo tuviera esos dos mil pesos, pensó doña Lupe y tuvo que hacer un gran esfuerzo para que las lágrimas no la vencieran. Esbozó una sonrisa y le dijo al hombre que le agradecía, pero no contaba con esa cantidad. Cuando quiera, aquí estamos para ayudarla, le dijo él mientras se alejaba.

Antes de regresar a casa, doña Lupe sintió la necesidad de acercarse a la iglesia de Nuestra Señora de Belén, que está junto a las oficinas del Registro Civil. A la entrada, frente a la imagen de la Santísima Trinidad, se santiguó. Quiso pedir para que su trámite llegara a buen fin, pero no encontraba las palabras precisas. Incluso ante la divinidad le parecía extraño solicitar que se reconociera su existencia. Decidió que era mejor entrar y pensar bien las palabras que expresaran su petición. Se sentó en una banca y estuvo largos minutos dándole vueltas a su oración. Al final, lo que le pareció más preciso fue pedir que se ablandara el corazón del burócrata y en su siguiente visita pudieran darle esa copia de su acta.

Salió de la iglesia y, aunque todavía tenía cierta congoja por lo que le habían dicho, se sentía más aliviada por haberse acercado a orar. Caminó un par de cuadras y entró al metro. Como es habitual, la estación estaba atestada, pero no quiso esperar a que disminuyera el caudal de gente, quería llegar cuanto antes a casa. Ya en el vagón, entre el gentío, le tocaron algunos codazos y apretujones. Cualquier otro día la habrían molestado, pero ese día los recibió con cierto gusto, porque si sentía los golpes era prueba de que existía. Incluso los pisotones, que no fueron pocos, le resultaron un alivio, pues estaban acompañados de un disculpe o lo siento, palabras automáticas y carentes de sinceridad, pero que al ser dirigidas hacia ella, significaban que su presencia era notada. No sabía cómo el hombre detrás de la ventanilla había dudado de ella. Después de esa experiencia, en cuanto estuviera en casa, estaba segura, se sentiría mejor.

Sus hijos, José y Juan, se burlaron de ella por pensar que dudaron de su existencia. Le dijeron que no fuera ridícula y que por eso nadie la acompañaba, para evitarse esas vergüenzas. Su hija, Clara, leyó en el rostro de su madre el sufrimiento que padecía y prefirió no hablar. Por la noche, cuando llegó su esposo, José Juan, le platicó con detalle lo ocurrido. En su memoria quedaron grabadas las palabras y las repitió una por una. Pero no encontró comprensión sino reproches. Él le gritó que seguro todo era invento suyo para así poder largarse otro día y dejar la casa y sus deberes descuidados. Y quién sabe si sólo eso, que seguro era su excusa para encontrarse con el pollero, que ya le habían puesto sobre aviso que se les veía muy amistosos.

Fue una noche larga para doña Lupe. Por más que quiso convencerse de que ella era la del error, como le dijeron sus hijos, y que el burócrata no dudó de su existencia sino que usó mal las palabras, aún tenía esa extraña sensación provocada por ese hombre que, a pesar de que la veía y escuchaba, dudaba que fuera real. También quedaba el asunto de que tenía que conseguir dos testigos que corroboraran que ella era María Guadalupe López Contreras, de cincuentaitrés años y oriunda de la Ciudad de México.

Las horas se volvieron interminables mientras le daba vueltas al asunto. Después de mucho pensar decidió que la mejor opción para testigos eran sus vecinas. No tenía muchas opciones, porque de las personas que conocía de más años varias ya habían muerto y otras cambiaron de residencia, y aunque con las nuevas llevaba una relación cordial, no tenían suficiente tiempo de conocerse como para que alguien pudiera asegurar que ella llevaba toda su vida en esa colonia.

Al final le quedaban dos opciones. Ninguna sería fácil de convencer. La primera era Juanita, la esposa del pollero. Siempre tuvieron una buena relación, incluso intercedía para que su esposo le pusiera el pilón a sus compras, un ala extra, tal vez una pierna, pero a últimas fechas, y como lo recordó el marido de doña Lupe, se había corrido el chisme de que ella, doña Lupe, y el pollero eran algo más que buenos vecinos, por lo que cada que se encontraban Juanita le aventaba una mirada llena de odio.

Su segunda opción era la señora Petra. Fueron amigas hasta que le pidió prestado, pero doña Lupe no pudo ayudarla porque, con gran esfuerzo, regateando un peso aquí y allá, apenas lograba hacer rendir el dinero durante la semana. La señora Petra no sólo se distanció de ella sino que comenzó a esparcir rumores. Ya tenía la fama de chismosa, pero hasta ese momento no se había metido con ella. Después de eso le inventó tantas cosas y le puso tantos apodos que, sin duda, nadie mejor que la señora Petra para confirmar que ella, doña Lupe, era una persona real.

Habló con Juanita y después de asegurarle con lágrimas en los ojos que ella no se metía con su esposo, quedaron en paz y aceptó acompañarla para ser su testigo. El pollero, al enterarse del chisme en el que estaba envuelto, prometió que no le volvería a fiar a la señora Petra.

Con ella, doña Lupe no decidía cuál era la mejor forma de pedírselo. Recurrió a la memoria de su pasada amistad, al apoyo que debe haber entre vecinas, a que, en momentos de dificultad, deben olvidarse todas las diferencias, pero nada de eso conmovió el corazón de la señora Petra. Le dijo que tenía varios mandados por hacer, por los que le pagarían, y el acompañarla nada más le quitaría tiempo. Aunque si ella, doña Lupe, estaba dispuesta a darle los quinientos pesos que le iban a pagar, podía tomarse la mañana. Claro, siempre y cuando la llevara y regresara en taxi, pues no podía detenerse mucho. También debía invitarle el desayuno.

Quinientos pesos, más el taxi de ida y vuelta, más los desayunos (pues tendría que invitar a Juanita también), aquello ya era un gasto mayor. Pensó en pedirle a su marido, pero ya sabía su respuesta: ¿crees que cago dinero o que tengo de sobra para darte para que vayas a pasear con tus pinches amiguitas? Si no gastaras en pendejadas, con lo que te doy tendrías más que suficiente. Doña Lupe casi pudo escuchar los gritos de su esposo y descartó la idea. Le quedaba una opción, pero le estrujaba el corazón recurrir a ella.

Durante un año, buscó la forma de ahorrar algunos pesos cada semana para comprarle un regalo a Clarita, su hija, por su cumpleaños. Cada año quería una fiesta, aunque fuera pequeña, para invitar a sus amigas. Ante la escasez de dinero, no le había podido cumplir el deseo. Estaba decidida a que este año al menos le compraría un regalo bonito, vestido y zapatos nuevos para que pudiera estrenar en su día.

Doña Lupe buscó la cajita donde tenía su guardadito, escondida en un rincón de su ropero. Contó los billetes y las monedas. Todo se iría en su visita al Registro Civil, pero no le quedaba de otra. Sin esa acta de nacimiento no tenía forma de comprobar su existencia. Se armó de valor y puso el dinero en su monedero. Volvería a ahorrar y el siguiente año, ora sí, le daría un bonito regalo a su hija. Regresó la cajita vacía a su lugar y mientras lo hacía pensó que tal vez no sería tan malo no existir.

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Last modified: 1 agosto, 2023
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