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Los mexicanos estamos ansiosos, se supone, de volver a tener en nuestro poder el penacho de Moctezuma instalado en Viena, pero nos es imposible recuperar la cama de oro de Carlota que se halla en la casa chiapaneca de Irma Serrano que atesoró como bien propio al recibirla como obsequio de su amado Gustavo Díaz Ordaz, tal como Hernán Cortés le regaló el penacho a Carlos I, monarca de España familiar de los Habsburgo, razón por la cual el objeto preciado acabó en Austria, como en Tuxtla Gutiérrez están aposentados no sólo el lecho dorado de Carlota sino también el piano de Maximiliano, regalos que Díaz Ordaz entregara a La Tigresa para poder obtener su amor, obsequios que, por supuesto, la cantante de ranchero jamás pensó en devolver a los mexicanos porque los tuvo como parte de su íntima riqueza antes de su muerte, ocurrida apenas el pasado 1 de marzo, a los 89 años de edad.
Porque, tal como dice el acaudalado de la canción “Disculpe el Señor” de Joan Manuel Serrat, “santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita”.
¿Esperar una causa solidaria del extranjero cuando aquí en casa ni soñando podemos recuperar lo perdido?
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En su libro Las damas del poder (Planeta, 2023), Francisco Cruz Jiménez nos habla de situaciones tan inverosímiles que, sencillamente, nos deja impávidos por las maneras tan corrientes en que las mujeres detrás —o a un lado— del Poder presidencial son capaces, o han sido capaces, de exprimir a su placer los dineros del erario sin sufrir en lo absoluto ninguna consecuencia por sus inauditas ambiciones económicas. Sólo tres modestos ejemplos: María de los Dolores Izaguirre, la esposa de Adolfo Ruiz Cortines —que gobernara México de 1952 a 1958—, en sólo seis años se apropió de 80 condominios, aparte de regentear burdeles en Veracruz; Gustavo Díaz Ordaz —que mandara en el país de 1964 a 1970—, para acceder a los amores de Irma Serrano ordenó sacar del Castillo de Chapultepec la cama de cedro labrada en oro de la emperatriz Carlota y el piano de Maximiliano; y Carmen Romano, la mujer de José López Portillo —presidente de México de 1976 a 1982—, no sólo creía en la brujería y en los extraterrestres (fue la animadora financiera del programa televisivo Un mundo nos vigila, conducido por Pedro Ferriz Santa Cruz), acaso para aminorar los deslices de su marido con mujeres como Rosa Luz Alegría, Lyn May, Olga Breeskin y Sasha Montenegro, se apropió de la Colina del Perro, un terreno donde podrían caber 17 canchas de futbol, y miró con indulgencia cómo 73 de sus familiares ocupaban un puesto en el gobierno que presidía su esposo, a quien no le importaban los romances de su pareja con los miembros del Estado Mayor.
Así nos lo relata Francisco Cruz, sin contar las peripecias ambiciosas de todas las otras cónyuges que se han visto satisfactoriamente complacidas con el Poder que les ha tocado ejercer durante seis provechosos años, mujeres impunes tocadas por el don inmarcesible del Poder político de sus maridos, al grado de que una de ellas, Angélica Rivera, sólo estuvo casada exactamente los seis años en que su esposo duró en la Presidencia de México, tiempo suficiente para poder vivir varias de sus generaciones venideras.
¡Ah, el manto sagrado del omnímodo poder político!
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Pero Díaz Ordaz regaló algo que no era suyo a alguien para hacerla suya, lo cual habla del dispendio absoluto que se permite una poderosa persona a sabiendas de que, hiciera lo que hiciere —bien o mal—, es intocable, de manera que la figura presidencial estaba en su derecho de ejercer cualquier cosa que le viniera en gana y ay de aquél que se dignase a censurarlo, tal como ocurre hoy en día con la endeble imagen del mandatario obradorista: Díaz Ordaz, simplemente, hubiera despedido no al que directamente lo acusara sino, de paso, a todos los jueces que integraban el plantel que decidiera tan osado planteamiento, tal como lo hiciera en su momento Ernesto Zedillo sin que nadie alzara la voz (es más, la sustitución completa de los magistrados pasó prácticamente inadvertida porque, ya se sabe, todos los medios, al estar comprados, prefirieron silenciar el mandato autoritario a cambio vaya uno a saber de cuántos millones de pesos…)
Ese programa de la Secretaría de Cultura de pedir al mundo la devolución del patrimonio extraído de modo ilegal (o arbitrario, o artero) en beneficio de las raíces mexicanas puede, sí, tener buenos resultados aleatorios en algunas personas con digna conciencia histórica, pero no movió, ni tantito, a una, digamos, Tigresa en cuya residencia reposa el lecho de oro de la mujer de Maximiliano de Habsburgo, que era —es— suyo por mandato divino de Díaz Ordaz y háganle como puedan que, como es sabido en las altas esferas de los incólumes propietarios, santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita.
Por eso la oposición, ¡por el Santo Patrón!, reza por el retorno de los Dioses Intocados.
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