Petatlán gloria escondida,
San Luis el segundo cielo,
Tecpan el purgatorio,
San Gerónimo el infierno.
Los cuatro pueblos que mencionan estos versos pertenecientes a alguna copla guerrerense y cuya autoría desconozco, están ubicados en el corredor turístico Acapulco-Zihuatanejo e Ixtapa. Son versos que aprendí a fuerza de escucharlos desde niña, hace más de 50 años.
En ese entonces, Petatlán, Guerrero, el pueblo de la Costa Grande, henchía de orgullo los corazones de los oriundos a los que llegaban comentarios o decires sobre los otros pueblos en los que eran habituales los desacuerdos internos o disputas con los terratenientes y caciques, cuyos abusos fueron y han sido la constante en todo el estado.
Petatlán, pese a tener sus propios conflictos, esos no eran una constante. Si el mapa de los conflictos se movía y uno de los poblados desplazaba a otro, las coplas variaban; pero Petatlán seguía en su lugar inamovible de gloria escondida. Así fue durante décadas. Mis ojos de niña vieron ese orgullo en los ojos y el pecho erguido de mi abuelo materno y en los de mi madre y sus hermanas.
Hoy es otra su aterradora realidad. No hay poblado que se precie de gloria alguna porque todo el estado está amenazado por el crimen organizado. Hace tiempo que Petatlán, cabecera del municipio homónimo, ubicado a casi 200 kilómetros de Acapulco y 35 kilómetros antes de Zihuatanejo, es escenario de una violencia que ha ido en ascenso y ya es escandalosa y dolorosamente visible su presencia.
El infierno visible de la otrora gloria escondida
Traigo a mención uno de los últimos acontecimientos de violencia, sucedido el pasado 6 de enero en el palenque de la entidad. El acto atroz fue difundido por los medios informativos nacionales y abordado por uno de los periodistas más serios que ha informado sobre el tema. Me refiero a Héctor De Mauleón, quien en su artículo de El Universal dio cuenta precisa de lo ocurrido. https://www.eluniversal.com.mx/opinion/hector-de-mauleon/petatlan-en-el-ultimo-ano-de-un-sexenio-sembrado-de-tumbas/
En el artículo hace una muy esclarecedora cronología de los hechos. Cita nombres relacionados con esta tragedia, ocurrida en este pueblo que tiene tiempo ocupando los reflectores noticiosos por la violencia multiplicada y que se pasea oronda por todo Guerrero y se detiene a capricho por pueblos y poblados enteros. Hoy está presente en lugares aledaños a Petatlán, cuya gloria escondida “está tan escondida que nadie la encuentra”, solía decir mi recién fallecido hermano (en mayo de 2022), víctima de la diabetes mal cuidada y con su característico sentido de humor guerrerense que no perdió en estos últimos tiempos en que sus más de 44 mil habitantes viven temerosos y en absoluta zozobra.
Alta incidencia delictiva
Las notas periodísticas sobre acontecimientos de violencia en Guerrero se concentraron durante mucho tiempo en hechos frecuentes que ocurrían en Acapulco y la tierra caliente, mencionando apenas lo que se vivía en los poblados de Acapulco hacía Zihuatanejo, donde los hechos de violencia todavía no alcanzaba los niveles que hoy tiene; pero ya empezaban a alterar la relativa tranquilidad en que vivían los lugareños. En ese entonces escribí sobre lo que estaba ocurriendo.
Rescato de mi archivo de publicaciones en Diálogo Queretano un fragmento de un artículo que escribí en 2016:
“Poco se menciona lo que se vive en los poblados de Acapulco hacía Zihuatanejo, el denominado Corredor Costa Grande (Coyuca de Benitez a La Unión, Guerrero) colindancia con Michoacán y uno de los puntos señalados por la Secretaría de la Defensa Nacional como zona con alta incidencia delictiva…Los operativos de vigilancia se establecen en temporadas vacacionales. Pero una vez pasado ese periodo, la población queda a merced de la creciente delincuencia. La actividad comercial languidece y se sufre una economía estancada. Los comercios buscan mantenerse en píe pese a las extorsiones, amenazas y robos; pero no todos lo logran. Una comerciante, originaria de uno de los poblados, decidió poner un local con artesanías; me cuenta que a una semana de abrirlo fue visitada por un grupo de jóvenes que le pidieron cuota para dejarla trabajar. Terminó cerrando de inmediato el local. “Y como esos casos, muchos”, dijo la mujer que omitió su nombre.
¿Denunciar? ¿Con quién y a quién? ¿Dónde? Hay temor, porque el rumor de que los presidentes municipales son colocados allí por gente ligada al narcotráfico, persiste y aseguran que el control que ejercen en la zona es tal, que tienen halcones y orejas que vigilan a todo visitante que llega de fuera. Es usual ver a grupos de jóvenes atemorizando a la población. Después de las 6 de la tarde, la gente evita andar en las carreteras y se encierran en sus casas. Confiesan miedo salir a las plazas del pueblo, tomada por personas que los oriundos no conocen pero que –saben– vienen de otros lugares y viven las calles como si les pertenecieran.
En el mismo Zihuatanejo e Ixtapa, el deterioro y falta de servicios de calidad se padecen. Miradas recelosas se cruzan con la de uno. Entablar conversación abiertamente con alguien no es fácil. Todo mundo se cuida de todo mundo. El ambiente que se siente en los hoteles de cinco estrellas no es desparpajado, libre. Mucho turismo nacional, mayormente de Michoacán que visita Zihuatanejo e Ixtapa. No es asunto de clasismo, pero basta ver la apariencia, las actitudes y el ambiente enrarecido para saber que mucho de ese turismo no es, precisamente, confiable…”
¿Intimidación?
Cuando esto escribí, recién acababa de regresar de estar una semana de vacaciones en Ixtapa Zihuatanejo, con dos de mis hermanas, a las que veo poco por vivir en otro estado (ambas de rebasados 60 años). Llevaba conmigo mi laptop pensando en enviar desde allá mi columna, publicada puntualmente cada lunes en Diálogo Queretano. Era el mes de febrero, cuando no es temporada vacacional.
Desplazarse de allí a Petatlán, nuestro terruño, ocupa menos de 30 minutos de tiempo, por lo que ir y venir a visitar a familiares y amistades que son la continuación de familia, nos resultaba absolutamente accesible. Una de nuestras visitas obligadas es visitar el Santuario de Padre Jesús de Petatlán, para nosotros los oriundos: “Papa Chucho”.
El día que fuimos, entre semana y mediodía, estaba solo. Pero había en muros del interior letreros de advertencia de cuidar los bolsos. El pillaje ya estaba operando. No me pasó inadvertido que al poco tiempo que entramos, un par de hombres, pelo de casquete corto, miradas escudriñadoras, sombrero y botas puntiagudas se colocaron a cuatro hileras de bancas atrás de nosotros. Salimos hacia la tienda de recuerdos religiosos del templo, ellos rondaron por allí un rato observándonos y luego se retiraron.
Pertenezco a familia materna apreciada y conocida, así que no me preocupó; pero en las conversaciones informales con gente de allá, compartían su inquietud por la inseguridad que ya había en el lugar y la invasión de personas ajenas al pueblo.
Los demás días nos dedicamos a disfrutar de la playa, a píe del hotel.
De Ixtapa a Zihuatanejo son solamente cinco minutos de distancia. Aunque únicamente fuimos un par de veces por la tarde, porque el centro lucía solitario y se respiraba un ambiente de tensa, enrarecida calma, por lo que a más tardar a las siete de la tarde-noche- regresábamos a nuestro hotel y disfrutar las magníficas tardes de playa
Así transcurrieron los primeros tres días. El fin de semana llegó y el panorama y ambiente fue otro. Sábado por la mañana el restaurante donde consumíamos los alimentos del desayuno, previamente incluido en el paquete de nuestra estancia, estaba lleno. Destacaban los grandes sombreros y el aspecto pueblerino de hombres y mujeres en el lugar. ¿De dónde aparecieron tantos huéspedes de un día para otro?, comenté a uno de los meseros. “Los fines de semana viene mucha gente de Michoacán a disfrutar la playa o a festejar cumpleaños familiares”, contestó escuetamente.
Esa tarde, al llegar a nuestro cuarto de hotel, en el cuarto piso, al salir del elevador, nos topamos con una familia, cuya matriarca, una señora de figura sobria, recogido el pelo en chongo, caminaba apoyada en un bastón. Una enfermera a su lado y, lo que parecían ser dos guardaespaldas. Nosotros salíamos, ellos entraban. Gesto adusto y nunca cruce de miradas ni de saludo alguno. Estaban hospedados en el mismo piso.
El domingo por la tarde, ya en nuestra habitación y mientras mis hermanas dormían, decidí escribir mi columna sobre el ambiente del lugar y enviarla en la noche. No pude hacerlo. No hubo manera de conectarme y pensé que era mi impericia en el manejo de internet, por lo que decidí ver si al otro día, lunes, tenía mejor suerte. Desperté poco antes de las 6 de la mañana, pero seguía sin poderme conectar a internet. Bajé con mi laptop a la administración del hotel y di mi queja: ¿qué pasaba? ¿por qué tan de súbito no podía enviar material? El empleado me pidió revisar mi computadora. Después de hacer algunos movimientos en ella, me la entregó. Regresé a mi cuarto y envié mi artículo. Hasta ese momento pensé que todo se debía a mi poca destreza con el uso de computadora e internet.
Esa tarde del lunes almorzamos como lo veníamos haciendo en esos días, en un ambiente de disfrute de hermanas, festejando recuerdos familiares en esa nuestra tierra y la de nuestros ancestros. Decidimos salir a comer a un restaurante típico que nos recomendaron y llamado El Manglar. Regresamos a la habitación, ya limpia, como sucedía cada día que la camarera se encargaba de ordenar mientras estábamos almorzando, descansamos un poco y nos arreglamos para salir. Disfrutamos el restaurante y sus platillos. Al regresar al hotel decidimos quedarnos un rato en el lobby y hacer uso de los cupones de bebidas refrescantes dos por uno, antes de subir a arreglar maletas, puesto que nuestro vuelo de regreso a nuestras respectivas ciudades estaba programado para el día siguiente.
Al llegar a nuestro piso, una de mis hermanas, caminando unos pasos delante de las otras dos, preparó su tarjeta – llave electrónica de acceso a nuestra habitación. No fue necesario usarla: la puerta estaba entreabierta. Nos miramos confundidas y temerosas: ¡se metieron a robar!, dijimos. ¡Mi compu!, exclamé, yendo directo hacía donde la había dejado ese mediodía, escondida entre una ropa y con su respectiva clave de difícil acceso. Sin duda alguien había entrado y hurgado entre las maletas. Respiré tranquila al ver que mi computadora estaba en donde la dejara. Nada faltaba. Pero había desorden en la ropa y algunas prendas fuera de lugar. Playeras, dos bermudas nuevas, una color rosa y otra verde y de las que solamente usé una, las habían movido de sitio. Nuestra conclusión fue que se había colado alguien para robar y no le había dado tiempo, puesto que regresamos antes de lo calculado y salieron corriendo y hasta la puerta dejaron sin cerrar. Pero ¿cómo entraron? ¿Tarjeta de acceso clonada? ¿Alguien de la administración del hotel? No tenía caso darle vueltas. Nada se robaron y, además, ya dejaríamos el hotel al otro día, a más tardar a las 12: horas, concluimos.
Regresamos a nuestras respectivas casas, sin volver a hablar del asunto. Ellas a la ciudad donde residen, yo a este cada vez menos adorable pandemónium llamada CDMX. Ya en casa, por la tarde me di a la tarea de sacar la ropa de la maleta. Fue entonces que descubrí que una de las bermudas, justo la que nunca estrené, estaba pintarrajeada con garabatos ininteligibles. Se los hicieron con pluma. ¿Por qué? Absolutamente confundida, di vueltas al asunto. ¿Advertencia? No soy una pluma que impacte en número considerable de lectores. Tengo años denunciando la violencia en el país, pero mi critica es hacia cada gobierno en turno, hacía las omisiones de cada administración. ¿Les molestó que diera una panorámica de lo que estaba ocurriendo allí y que hoy ya es inocultable? ¿Pese a que mi escrito era solamente para el blog periodístico y que no es un mismo alcance de un sitio de noticias?
Una semana después de regresar de allá, Zihuatanejo fue punto de noticia por el incendio provocado en un conocido restaurante del lugar. Hablaban de que el propietario se negó a pagar cuota. Y de allí a la actualidad lo que hemos estado viendo: violencia. No hay un poblado en el estado de Guerrero donde quepa la gloria o un segundo cielo.
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