HISTORIA: CARLOS P. JORDÁ/LALUPA.MX
FOTOS: GUILLERMO GONZÁLEZ
La mañana del 11 de enero, Tzolkin deambula por los pasillos del mercado de La Cruz preguntando si hay comida cuyo destino próximo sea la basura; frutas y verduras con potencial nutritivo, condenadas al desperdicio por sus condiciones estéticas —todo el mundo quiere sus aguacates firmes, pero cremosos—. La misión no resulta tan fructífera, la gente de los anexos se adelantó.
Hacemos con lo que tenemos
Pasadas las cuatro de la tarde, atrincherado en la Casa Obrera, el equipo de Comida, no bombas explora las posibilidades de los cuatro chiles; tres pimientos; dos calabazas; dos aguacates; dos poblanos; y la bolsa de soya texturizada que reposan sobre una de las mesas de la cocina. En otra hay frijoles refritos en lata y en bolsa, un par de paquetes de tostadas de maíz y una licuadora nueva. “Vemos qué hacemos con lo que tenemos”, explica Tzolkin. En la ligereza de su tono se antoja que ha repetido la misma frase —¿acaso lema?— infinidad de veces.
Un par de ideas y el menú se decide rápido, o eso parece —yo no lo he captado—, porque se rompen filas y cada quien echa a andar alguna actividad. El fuego cruzado de conversaciones simultáneas remite más a una organización familiar que a una empresa.
—yo lavo…
—yo pico…
—¿primero les quito las semillas o los pelo?
—hay que tatemarlos…
—a ver si prende…
Entre ese armónico ajetreo, en el cual nadie se atropella con nadie, se asoman una mujer y un niño; madre e hijo a todas luces; Zucy y Elí. “Hola, buenas tardes, venimos a colaborar. No sabemos cómo es la dinámica”, dice ella.
“Nosotros tampoco”, responde María, “la verdad es que siempre estamos haciendo todo espontáneo. Ahorita llegó lo que tenemos y vamos a ver qué hacemos con eso, pero primero estamos intentando prender esto…”.
Chris batalla con las hornillas y el encendedor que le presté; Mitzi anuncia la existencia de unas cuantas parrillas eléctricas; Mitzi festeja el encendido del fuego; Zucy pregunta dónde se pueden lavar las manos; luego cuestiona en qué puede apoyar; Tzol regresa a la cocina con unas bolsas, “nos donaron también ropa de invierno para regalar”. Elí termina de picar las calabazas que recién se le encomendaron; voltea a ver a todos lados y su mirada se encuentra con la mía; le pregunto si me regala unos minutos; doy aviso a Chris de que la hornilla se ha apagado de nuevo.
Elí tiene 10 años, viste una camiseta de Minecraft y una sudadera con los personajes caricaturizados de Harry Potter atada a la cintura. Al deletrear su nombre para asegurarme de que lo escribo bien, hace hincapié en el acento de la i. “Una de las integrantes de aquí fue a mi escuela a enseñarnos a hacer un mural”, me cuenta cómo fue que se enteró del movimiento, más tarde sabré quién es la integrante a la que se refiere. “La primera vez no pudimos venir porque se nos acabó la gasolina, pero ahorita ya pudimos venir”.
Él también tiene la disposición de hacer lo posible con lo que tiene. “Pues yo voy a hacer lo que se necesite, lo que se pueda, lo que sea… ayudar”, su voz es dulce, pero lo dice con firmeza, “estaba muy emocionado por venir, desde hace tiempo quería hacer algo así”. Más que un deber, o alguna clase de responsabilidad autoimpuesta, a este chico le parece que su colaboración con Comida, no bombas podría ser “algo interesante, algo divertido”.
“Donde nos prestan lugar”
El tema de la lumbre sigue dando lata, y ahora hay otra cuestión a resolver: no hay aceite. “Es que todo está en la Madriguera”, asegura Mitzi. La Madriguera, según me la describen, es un espacio de estudiantes para estudiantes ubicado en un aula de la facultad de filosofía de la UAQ. De nuevo se cruzan las voces con las distintas diligencias que cada quien se ha propuesto:
—Nosotros vamos a la Madriguera…
—Ahí también está la lona…
—Yo voy a ir por el garrafón…
—Entonces un sobre de café y una cebolla…
Tzolkin me pregunta si se me ofrece algo de la tienda, y no, sin embargo me dispongo como acompañante solamente para charlar un rato, pues no tengo la menor duda de que ni ella ni María necesitan de mi ayuda.
Ambas son fundadoras de esta organización en Querétaro, ellas y otras 13 personas. Me cuentan que el movimiento empezó un año y medio atrás, cuando un par de compañeros trajeron la idea de una convención de historia en Aguascalientes. El equipo ha tenido mucha rotación, tanto en cuestión de integrantes como del lugar donde se opera.
“Andamos itinerantes”, dice Tzol (Sol) mientras arrastra un carrito de metal con ruedas por las calles adoquinadas del centro, “cocinábamos en la Madriguera, ahí nos prestan un lugar. A veces en casa de compañeros y esta es la segunda vez que cocinamos en la Casa Obrera, por eso apenas estamos viendo cómo funciona aquí (se refiere a las hornillas). La primera vez conectamos una parrilla eléctrica en el Jardín Guerrero, nos pusimos a cocinar y ahí mismo repartimos comida. Realmente no tenemos una oficina o un espacio fijo; donde nos prestan lugar, ahí vamos (ríe). Y ahí cocinamos”.
Las licuadoras (2) y la cafetera son donativos recientes, y en ocasiones reciben la merma de amistades panaderas. Pareciera que todo tipo de soporte es bien recibido en el colectivo, no obstante, mis interlocutoras son muy claras al respecto: “nosotros no tenemos apoyo de ninguna institución, de ninguna empresa, de ninguna religión, de ningún partido político; es iniciativa ciudadana 100 por ciento”, expresa Tzolkin, y María la secunda apenas mencionando la lucha de poderes que hay cuando participan terceros con intereses que no son exclusivamente brindar ayuda.
“De hecho, nuestra postura es apartidista completamente”, continúa Tzol, “y también, pues estamos en contra de las políticas capitalistas que están acrecentando la pobreza. Y creemos en la redistribución del alimento, porque se desperdicia mucho. Se tira en los restaurantes, en los mercados…”.
“Parte del objetivo de Comida, no bombas es usar el menor dinero posible, ¿no?, porque el dinero también es parte del problema de la distribución de la riqueza. Y también, pues utilizar todo lo que se nos permite. Lo que se va para la basura nosotros lo recuperamos; tomamos lo mejor y cocinamos y ya, eso lo repartimos, porque hay un montón de necesidad en las calles, la verdad”. Ya entrados en materia, Tzolkin me platica de su más reciente expedición al mercado, y de otras campañas que se han llevado a cabo, como los intercambios de libros por comida o por ropa.
Me quedo con María afuera de la tienda, así me entero que han estado presentes en dos asambleas nacionales por el agua y la vida, y que para la primera hicieron eventos como tocadas para recaudar donativos comestibles. “Teníamos una compañera, que en paz descanse, se llamaba Karla, y recaudamos para sus medicamentos haciendo una tocada también”, recuerda, “… sí, o sea, prácticamente que para lo que se requiera estamos todos, porque somos varios colectivos en lo mismo; entre huertos, lucha social…”. Ya ahondaremos más en el proyecto de huertos para Comida, no bombas.
Tzol llega a la caja con el garrafón lleno y una cebolla; María recuerda el sobre de café. No que lo necesiten, lo hacen cada 15 días solas —seguramente más—, pero ayudo a meter el agua en el carrito. De regreso, Tzolkin refuerza lo que recién hablaba con su compañera. “Nos gusta mucho acompañar a otros movimientos, entonces cuando hay marchas, manifestaciones, cuando llegan de lejos, siempre andamos apoyando con la comida, ¿no?, que es lo nuestro… nos gusta mucho hacer redes con otro colectivos… con los que tengamos más o menos la misma visión de sociedad”.
Estamos de vuelta en la Casa Obrera, la planta baja está repleta de murales —con rostros como el del Che Guevara y Salvador Allende— y puertas cerradas, es un espacio amplio. La cocina se encuentra arriba, pero Elí nos espera en las escaleras. Atrás de mí entran Mitzi y Chris con el aceite, la pequeña lona con el logo del colectivo, más ropa de invierno para donar y bolsas de pan de caja; Comida, no bombas puede disponer de todo comestible que encuentren en la Madriguera.
Algo generacional
La sugerencia de Tzolkin es que el agua se prepare abajo para no subir el garrafón, y señala al “compañerito” como el indicado para la tarea. “¡Ah! y también siempre son aceptados niños, o sea…”, me explica al tiempo que sigue con la mirada al chico que sube corriendo.
María releva: “de hecho la idea está enfocado a ellos, porque queremos que se preserve esto… ya ves que todo es generacional”. Elí regresa al mismo ritmo que se fue.
“Él es la primera vez que viene, por ejemplo”, dice Tzol, y luego me platica de Gaby, la muralista de Xalapa de la cual me habló antes el menor. De cómo medió entre las ideas y valores del movimiento para plasmarlos en una imagen, y de cómo no les cobró nada por su trabajo. María me cuenta que durante la realización del mural que engalana la entrada a la cocina hubo participación de infancias también.
Un caracol combinado con un pulmón y un corazón conforman el cuerpo. De este se desprenden unos brazos humanos cuyas manos sostienen un molcajete y un pedazo de tierra de donde crece una planta. “Cada parte significa mucho para nosotros, como el pulmón: la vida. El corazón porque somos… eh, todos nos queremos mucho, como que eso es lo que distingue al colectivo…”, dado que la obra tiene aportaciones de cada integrante, el recuerdo de María no es el más fresco, sin embargo, luego de bromear con que si las montañas son montañas o son bolillos, continua esclareciendo los simbolismos del mural: “bueno, el molcajete porque somos mexicanos; nos gusta el chile, el maíz… allá, por ejemplo, está la mano que tiene un brote, somos nosotros que estamos creciendo… y allá el caracol; nosotros vamos lento, pero vamos avanzando juntos, por eso son tantas manos… las llamas significan que estamos ardiendo en resistencia”.
El logo oficial del colectivo internacional Food Not Bombs (fundado en 1980 en Estados Unidos) es una mano empuñando una zanahoria. En cambio, tanto la lona que recién trajo Mitzi, como la esquina inferior derecha del mural y las camisetas negras de las dos mujeres con las que he estado hablando, muestran unos dedos de uñas pintadas sujetando una mazorca. En cualquiera de ambos casos, el escudo propone algo así como una lucha pacífica, aunque la adecuación de la sede en Querétaro se percibe más aguerrida; quizás porque el maíz se asemeja a una granada de fragmentación, o tal vez por la A de la anarquía haciendo de fondo y marco del puño, o pudiera ser por el brazalete de estoperoles puntiagudos.
Subimos a la azotea, y entre los ladridos de los perros del techo vecino María me muestra los cimientos y me cuenta sobre los retos del proyecto de huertos que está desarrollando con Terry. La carrera se antoja ardua y larga, ¿y cómo no?, si la idea de poder repartir comida cultivada dentro del mismo colectivo suena más bien a la meta final de una organización como esta.
La cocina huele a chile quemado, pero no es tan penetrante como para detener las labores culinarias, al menos no al tiempo que volvemos. María me deja para unirse a la hilera de producción: ella corta en julianas los pimientos a los que Chris previamente les quita la piel achicharrada y Tzol desvena.
En otro rincón, Zucy prepara la salsa en una de las licuadoras nuevas a lado de Terry, quien remueve el contenido de dos ollas; una con frijoles y otra con el picadillo de soya y calabaza casi terminado. Una pizca de sal y ya está. Me indica que podemos hablar afuera previo a su huida. Es una mujer muy ocupada, con todo y que hace unos años se declaró a sí misma jubilada.
“¿Qué vamos a tener?”, cuestiona, dado que su generación —nuestra generación— no tendrá acceso a pensiones de retiro, “pues lo que hayamos ahorrado, lo que hayamos construido; que para muchos de nosotros va a ser lo que traigamos puesto. No alcanzan los sueldos, las cosas están más caras cada vez, entonces, ¿qué vamos a tener? Nada. ¿Y qué es lo más valioso que tenemos ahorita? Nuestro tiempo. Entonces me declaré jubilada, y de ahí pa’ acá he trabajado en lo que yo quiero, en lo que me gusta. Si ya no me gusta, si ya no me llena (truena los labios), ahí te ves, y a lo que sigue”.
Terry es gastrónoma e ingeniera aeronáutica, además de que lleva seis años liderando proyectos de huertos comunitarios, sin embargo, prefiere estar simple y totalmente a la disposición de las necesidades y los ritmos de este equipo; sin ser invasiva y sin protagonizar, pues esto forma parte de la esencia de Comida, no bombas. “Me gusta mucho su proceso, son muy comprensivos, muy amorosos. No vienen a farolear… esa es la parte que más me gusta de este colectivo: son gente bien real”.
Antes de irse, mi interlocutora recuerda que las labores de acción social son parte de su vida desde que tiene uso de razón: “mis papás eran scouts y siempre nos llevaban; que a voluntariados; a donaciones: a colectas; a hacer faena en el asilo, ¿sabes? Como que me sembraron esa semillita de ayudar”. Y apenas menciona —es un tema amplio— que la soberanía alimentaria es la verdadera revolución. Lleva algo de prisa, pues su casa será el hogar temporal de un par de gatos recién rescatados. Yo pienso que se los terminará quedando.
“Justicia social”
De vuelta en la cocina, noto a un par de integrantes que no estaban antes: Cristina y Johnatan. Ella ya era parte del equipo y él no conoce a nadie, pero bromea como si sí; como que estuviera entre la gente de su confianza, y la gente del colectivo así le contesta también. Se ofrece para todo lo que hay por hacer. La comida está lista, falta solamente disponerla para la repartición y, mientras eso sucede, yo me apresuro para interceptar el camino a casa que recién estaba por emprender el encargado del lugar.
José Luis Godínez, abogado laboralista y sindicalista “de toda la vida”, explica que el espacio que ahora es la Casa Obrera fue adquirido por un conjunto de organizaciones sindicales en 1936 para crear la Federación de Trabajadores del Estado de Querétaro. Actualmente es propiedad del sindicato Paz y Trabajo, constituido en 1929, y desde hace una década que está a disposición de toda lucha y resistencia social.
“Nosotros nos definimos como una propuesta totalmente antisistémica, nuestra lucha es contra el capitalismo y todo lo que esto representa. Todos los esfuerzos que vayan en ese sentido, nosotros consideramos pertinente acompañarlos, si nos invitan, si nos permiten, los acompañamos. Porque además una de las cosas que tiene este espacio, y que nosotros proponemos, es una convivencia respetuosa donde se erradique totalmente cualquier expresión de discriminación; cuestiones de género, de raza, de educación… lo único que rechazamos abiertamente es al sistema”.
Ya me esperan para salir a repartir alimentos, pero antes de abandonar la oficina del abogado le pregunto qué le parece el proyecto Comida, no bombas: “es un posicionamiento político muy claro en contra del sistema; en contra del despojo que está sufriendo la gente a partir del ejercicio individualista del sistema… que nadie en ningún lugar se quede sin comer es un acto de justicia social”.
La angostura de la banqueta obliga a que la andada de la Casa Obrera a Plaza de Armas se haga en una sola hilera. Nadie lleva las manos vacías; Elí, por ejemplo, carga con una bolsa llena de ropa; Chris trae los frijoles y las rajas; Cristina salsas y tostadas; Jonathan arrastra el carrito con el garrafón lleno de agua de jamaica; y María porta el estandarte de lona. Tzol, a la cabeza de la fila, carga una bolsa con pan y una con ropa.
Los músicos del Chucho el Roto se están tomando un descanso, igual que la chica que vende pulseras a la cual Tzolkin le pregunta si tiene hambre. Aunque su respuesta es tímida, no tarda ni un minuto en hacerse de un plato con dos tostadas, una botella de agua colorada y un vaso con fruta picada. El padre de la joven, sentado en una banca aledaña, me explica que vienen de la sierra norte de Guerrero, que estarán unos días y luego volverán a casa, como ya es su costumbre. “Ya no es como antes”, dice, refiriéndose a sus ventas, que año con año han ido disminuyendo incluso en temporadas altas.
En un parpadeo se ha formado una fila de personas que quieren comer. A diálogos cruzados, tal como fue durante la producción de los alimentos, el colectivo atiende con agilidad a quien sea que se acerque. Ninguno de los plásticos en los que se sirve está siendo usado por primera vez. La clientela en la terraza del restaurante observa con algo de confusión —lo más normal es que los de afuera vean comer a los de adentro, ¿no?—.
Máximo han pasado unos siete minutos cuando avanzamos de nuevo. Apenas caminamos unos metros y nos detenemos en la fuente de los perritos. Se hacen un par de entregas más, a una barrendera con uniforme del municipio y a un hombre alto y flaco con el cual Mitzi se queda platicando. Aparentemente ya se conocían. Ella y yo nos quedamos atrás mientras el resto del equipo desciende por el andador 5 de Mayo en dirección a Corregidora. Hay una fila larga para entrar a un concierto con velas en la Casona de los 5 Patios.
Nos detenemos a la altura de la estatua del danzante, a un costado del templo de San Antonio. El puesto de esquites y chicharrones no tiene clientes, mientras que las personas se arremolinan a un lado, donde Comida, no bombas regala las viandas. Elí entrega platos y prendas a infantes incluso menores que él.
Zucy me explica que su nombre es Azucena y no Susana; que Elí no acude a una escuela, sino a un centro educativo; y que les había costado mucho trabajo encontrar una actividad de labor social donde aceptaran niños. “Elí tenía mucha inquietud de ayudar y servir y hacer algo por la gente que lo necesita. Se enfocaba más en los niños, me decía: ‘ay, mami, hay que hacer algo por los niños con cáncer o…’, era su inquietud. Nació de su ser, él movió para que hiciéramos esto”.
La última parada es en Jardín Zenea. La distancia ha sido poca, sin embargo, no deja de sorprender cuánta comida se ha repartido, más considerando la simpleza de los ingredientes que había en un principio. Isaías alcanza un vaso de sopa —de la cual no me había percatado antes—, una botella con agua y un sándwich de soya con una sola rebanada de pan. Su madre, María del Carmen Juárez, bendice a todo el grupo al tiempo que se las ingenia para llevarse la merienda y los artículos que vende en la calle.
“Por el espíritu de mi Dios padre que hay gente buena todavía”. En medio de una situación muy complicada, en la cual recién perdió su casa por una deuda crediticia de 40 mil pesos —aparentemente un fraude— y no encuentra trabajo —sin estar segura de si se debe a su discapacidad física o a su edad—, María del Carmen antepone su fe en el creador y el agradecimiento hacia las personas que le brindan ayuda.
Isaías dice que la sopa estaba rica, su uniforme de primaria sigue intacto. Absolutamente todos los comestibles se han agotado, sólo queda agua. Tzol se fuma un cigarro con un pie encima de una banca; yo no sé si sea el humo, el sudor en su rostro o la playera sin mangas con el logo del colectivo, pero algo en ese cuadro evoca imágenes revolucionarias. Es hora de regresar.
Anarca
En el camino de vuelta, hablo un poco con Johnatan sobre poesía, es un tipo muy alegre y chistoso. También aprovecho para dialogar con Tzol, puesto que es la primera vez durante la jornada que aparentemente carece de una misión inmediata.
Es socióloga y gestora cultural, y dice tener 46 años, pero aparenta bastantes menos, quizás por la energía que irradia. Primero me cuenta que el colectivo, a nivel mundial, tuvo su origen en Estados Unidos en los años 80, como protesta ante lo incoherente que resulta que los gobiernos tengan dinero para guerras y no para alimentar a las personas. Los músicos en Plaza de Armas han vuelto al trabajo.
“Si te fijas, no somos especialistas chefs, ni mucho menos, pero siempre queda algo muy rico, como que preparando en comunidad te sabe mejor. También somos un poco anárquicos en nuestra organización, o sea, no hacemos asambleas… como que cada quien va proponiendo y aportando y siempre sale. Siempre sale”. Comentando sobre esa ausencia de jerarquías en la fracción queretana de Comida, no bombas, llegamos al tema de la adaptación del logo; que una mazorca es más representativa para América Latina que una zanahoria, y de cómo el trabajo fue donativo de un joven diseñador que nunca ha estado presente físicamente en el colectivo.
Según me cuenta, Tzol lleva la revolución en las venas por sus antepasados, aunque su constante participación en labores de acción social se debe, antes que cualquier otra cosa, a su disconformidad. “No me gusta el sistema en el que vivimos. Creo que este sistema capitalista está diseñado para la individualidad, para fragmentarnos, para producir. Esto genera un chorro de enfermedades mentales, de depresión, de ansiedad, de soledad”.
Por último, le pregunto si en verdad cree que un cambio es posible; si honestamente piensa que actividades como las que realiza Comida, no bombas hacen una diferencia. “Sí, sí, sí. Sí es posible un cambio, porque todo esto va generando conciencia, y cuando te vas haciendo consciente de lo mal que está el sistema empiezas a querer cambiar las cosas. Sí, sí creo que es posible un cambio, y el cambio empieza desde la concientización, y no te haces consciente leyendo… o sea, sí te ayuda, ¿no? Pero pues estando en la calle es cuando te das cuenta, hablando con la gente y viendo la necesidad real. Sí creo que es posible. El cambio sí se va dando, con la acción y con la consciencia y la reflexión”.
Llegamos últimos a la Casa Obrera. El equipo completo termina de recoger la cocina, menos Zucy y Elí, que ya se van. La esperanza de Tzolkin es que las personas como ellas, que cooperaron alguna vez con el colectivo, regresen, o corran la voz, o que repliquen estas acciones en otras partes. Ni hablar de la soberanía alimentaria, el sueño, “que puedas producir tus propios alimentos para ya no estar dependiendo de la economía global. Poco a poco, ¿no?”.
Al final de los finales, quienes permanecen se despiden más de tres veces unos a otros. Ríen. Pareciera que a nadie le apetece ir a casa. Sólo pareciera, pues la jornada ha sido larga y cansada, pero se les nota que se quieren.
Este tipo de reparticiones se llevan a cabo cada 15 días, puedes ponerte en contacto aquí con Comida, no bombas Querétaro. Recuerda que toda ayuda y donativo son bien recibidos.
Muchas gracias por la redacción. No representa totalmente. 🖤
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