Muchas veces llego a amar más a las Erratas, porque lo correcto me puede producir gases gramaticales.
Pero, qué nos dicen los expertos ante la Errata. El gran bibliófilo y bibliotecario Juan B. Iguíniz en su Léxico bibliográfico nos dice: “Errata. (Del. lat. Erratus, errado; de erro, errar). Error o equivocación material que se comete en la escritura o impresión, que proviene del descuido o desconocimiento de las reglas ortográficas. De las erratas cometidas por los cajistas más comunes es la sustitución de una letra por otra en una palabra… la omisión de una letra, la omisión o cambio de números… la unión de dos palabras distintas, la supresión de los signos de puntuación. La primera errata se encuentra en el primer libro, o sea la Biblia, comenzada por Gutenberg y terminada por Fust y Schöffer en 1457…”.
Por su parte, el gran bibliógrafo, bibliófilo y lexicógrafo José Martínez de Sousa, en su diccionario de Bibliología y ciencias afines, expone lo siguiente: “A pesar de que la Errata sea, en latín, forma plural en erratum, la palabra ha pasado al español como forma singular, del cual se hace el plural en erratas, inexistente en latín”.
En México, también en temprana edad de la imprenta, se registra la primera errata en un libro impreso de manos de Juan Pablos, el primer impresor en la Nueva España (1539), en un Manual para adultos, cuya impresión es de 1540.
La errata posee vida propia, no se concibe la historia del libro sin ella, porque es audaz, se incrusta en lo más recóndito e inesperado que pueda expresar una palabra al ser modificada de su origen: una letra deambulan por las manitas de aquellos personajes que con sus travesuras recorren los rincones incólumes de una imprenta. Una errata puede, en el mejor de los casos, darle vida a un libro que podría tener un final catastrófico, como el olvido. Como por ejemplo, cuando Ernesto Zedillo era secretario de Educación Pública en 1992 se dio una de las erratas más extraordinarias. Uno de los libros de telesecundaria en su directorio apunta: Ernesto Zedillo, Secretario de Educación Púbica. La errata traspasa las arduas tareas de los ortotipógrafos, de los mirones de galeras. Al final de cuentas, aunque se determine un culpable, nadie puede dar con certeza sobre quién o quiénes son los que alteran y cambian las letras para dar un sentido distinto al de su original, porque nadie los ha visto, ¿duendes acaso?
Después de una lucha intensa en las galeras, con los cajetines, ante el ritmo de una Minerva (máquina extraordinaria de impresión). Entre el autor o autores que revisan y corrigen segundas, terceras o una infinidad de pruebas en que se localizan los errores; mientras los ortotipógrafos, entre saltos y bermellones, se cuelgan como verdaderos trapecistas de las líneas y, ante la voz del maestro de ceremonias, van todos al escenario, los párrafos dan marometas, todos van buscando con el microscopio las chinches de la equivocación, el silencio del público es devastador, ante su altura todos miran con circunspección, pero sobrepasa las galaxias estremecidas por los volúmenes de tinta, mientras recostados los pliegos están abriendo plaza a la entrada de los payasos, entre sus llantos de humorismo desfalleciente, todos llenos de carcajadas hilarante. Ahora el papel espera impacientes, después de llevar en su cartera la pulpa de mensajes incrustados en bosques, ruidos inesperados, los pliegos salen uno tras otro y después se armará el libro, pegar, coser, etc., todo es alegría, pero al final de todo, la errata volvió a aparecer.
La errata no es error tipográfico o de impresión, es alterar el buen devenir de las palabras, es decir, como en el original estaba previsto, por ejemplo, decir concha en lugar de cancha; las vocales se brincaron las trancan y las invadió de forma deliberada un terreno que le correspondía a la a… aquí es la mano de los duendes, que juegan a reírse mientras las palabras descansan antes de salir a toda prisa por entre los pliegos y beberse la tinta. Por último, la errata no debe confundirse con la omisión o errores ortográficos, la errata da vida y, por supuesto, conlleva al lector a la carcajada.
Una errata no pertenece al autor del libro o texto, ni a los correctores, sino a una jugarreta de algún duende o personaje nocturno y siempre navegarán en el anonimato, aunque por sus travesuras hayan rodado cabezas.