Cada vez queda más claro que el genio de Albert Einstein no ha tenido precedentes y quizá no sea igualado en muchos siglos. Einstein derribó el universo construido por Isaac Newton, al interpretarlo ya no como un escenario mecanizado con astros suspendidos en el infinito vacío, gracias al enjambre de fuerzas de atracción dependientes de sus masas y del inverso del cuadrado de la distancia entre estos, par a par, sino como un tejido espacio-temporal de cuatro dimensiones en el que la gravedad dejó de ser considerada una fuerza para concebirse como el efecto de distorsión o curvatura de este nuevo espacio-tiempo.
Los postulados de la Teoría General de la Relatividad planteada por Einstein han reforzado su solidez con cada nueva predicción que ha sido demostrada. Lo fue así en el inicio, en ocasión del eclipse de 1919, cuando quedó probado que los objetos masivos, como las estrellas, alteran la trayectoria rectilínea de la luz; con la detección de las ondas gravitacionales en 2015; y también con la formación de la primera imagen de uno de estos astros tan sui géneris, definidos como singularidades del espacio-tiempo, es decir, regiones ínfimas del cosmos en las que la concentración de masa es inconmensurable, al punto que son capaces de atraer toda aquella materia, e incluso la luz, que se acerque a ellos más allá del límite conocido como el Horizonte de Eventos.
La generación de esta primera imagen de un agujero negro, en el centro de la galaxia Messier 87, en el 2019, ha sido quizá, junto con la detección del bosón de Higgs en el 2012 y de las ondas gravitacionales en el 2015, uno de los mayores logros de la ciencia de nuestra época contemporánea.
Pero, a diferencia de la detección del bosón de Higgs, lograda en el Gran Colisionador de Hadrones del Centro Europeo para la Investigación Nuclear, y de las ondas gravitacionales, alcanzada en los interferómetros láser del binomio de la colaboración LIGO-Virgo, en los que México no tuvo participación alguna, en la generación de la primera imagen de un agujero negro, el Gran Telescopio Milimétrico (GTM) sí fue parte integral del observatorio virtual en el que participaron otras siete instalaciones similares ubicadas en los Estados Unidos de América (EE. UU.), España, Francia y Chile. Fue sólo gracias a la amplia distribución geográfica de estas instalaciones científicas que se logró simular un telescopio del tamaño de nuestro planeta, lo que permitió integrar sus observaciones para construir la imagen.
El GTM está ubicado a cuatro mil seiscientos metros de altitud sobre el nivel medio del mar, sobre el volcán Sierra Negra, localizado en el estado de Puebla, cerca del límite con Veracruz. Esta instalación es la más grande de plato único movible en el mundo y su construcción, iniciada en los últimos años del sexenio encabezado por el presidente Ernesto Zedillo, se dio gracias a una colaboración binacional de México y los EE. UU., a través de la Universidad de Massachusetts, en Amherst, y del Instituto Nacional de Astrofísica, Óptica y Electrónica, un centro público de investigación coordinado por el otrora Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.
A pesar del hito sin precedentes en la historia de la ciencia en México que representó la participación en el Proyecto del Horizonte de Eventos que entregó la primera imagen de un agujero negro, el GTM tiene sus días contados; no debido a su natural obsolescencia derivada del continuo avance tecnológico en su ámbito, sino a que la irracional extinción de los fideicomisos para la ciencia y la tecnología, ordenada en octubre del 2020 por el primer mandatario, lo ha dejado sin los recursos vitales para su operación y los últimos pesos podrían alcanzar para mantenerlo funcionando sólo hasta finales de agosto. El cierre de la instalación científica más importante que México ha construido en sus doscientos años de existencia representa un triunfo de la ignorancia sobre la inteligencia y constituye un golpe letal para el prestigio y la credibilidad científica de nuestra nación.
Lo anterior, dicho sin aberraciones.
